La conjura de los necios (52 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La señora Reilly golpeó a Ignatius con el bolso en la cabeza, de lado.

—¡No, más no! —gritó Ignatius.

—No le pegue —dijo el señor Levy.

Aquel loco ya tenía la cabeza vendada. Al señor Levy, la violencia, fuera del cuadrilátero del ring, le ponía malo. Aquel pobre Reilly era un caso verdaderamente patético. La madre andaba liada con un viejo, bebía, quería quitarse de encima al hijo. Estaba ya fichada por la policía. El perro, probablemente, fuera lo único que aquel pobre tipo había tenido en toda su vida. A veces, hay que ver a una persona en su medio real para comprenderla. A su modo peculiar, Reilly se había interesado mucho por Levy Pants. El señor Levy lamentaba ahora haberle despedido. Resultaba que el muy chiflado estaba orgulloso de trabajar en la empresa.

—Déjele en paz, señora Reilly. ¿Llegaremos al fondo del asunto?

—Ayúdeme, señor —balbució Ignatius, amarrándose histriónicamente a las solapas de la chaqueta deportiva del señor Levy—. Sólo Fortuna sabe lo que ella hará conmigo. Conozco demasiado bien sus sórdidas imaginaciones. Tiene que eliminarme, claro. ¿Se le ha ocurrido a usted hablar con la señorita Trixie? Ella sabe más de lo que usted cree.

—Eso es lo que dice mi mujer, pero nunca la he creído. La señorita Trixie es muy vieja, demasiado. No creo que sea capaz de escribir ni una lista de compras para la tienda.

—¿Vieja? —preguntó la señora Reilly—. ¡Ignatius! Me dijiste que en Levy Pants trabajaba una chica muy guapa llamada Trixie. Me dijiste que os entendíais muy bien. Ahora resulta que es una abuela que ya no puede ni escribir. ¡Ignatius!

Era más triste de lo que el señor Levy había pensado al principio. Aquel pobre hombre había intentado convencer a su madre de que tenía novia.

—Por favor —susurró Ignatius al señor Levy—. Venga a mi cuarto. Tengo que enseñarle una cosa.

—No crea una palabra de lo que le diga —dijo la señora Reilly mientras su hijo arrastraba al señor Levy al interior del mohoso aposento.

—Déjele en paz —dijo el señor Levy a la señora Reilly con cierta firmeza. Aquella mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan mala como su esposa. No era raro que Reilly fuese el desastre que era.

Luego, la puerta se cerró tras ellos, y el señor Levy empezó de pronto a sentir náuseas. En aquel dormitorio olía a hojas de té rancias, un olor que le recordó la tetera que León Levy tenía siempre junto al codo, la jarra de porcelana delicadamente cuarteada, en cuyo fondo había siempre residuos de hojas hervidas. Se acercó a la ventana y abrió la persiana, pero al mirar hacia afuera, sus ojos se encontraron con los de la señorita Annie, que le miraba por entre las lamas de la suya. Dio la espalda a la ventana y vio que Reilly hojeaba un cuaderno de hojas sueltas.

—Aquí está —dijo Ignatius—. Estas son algunas de las notas que tomé cuando trabajaba en su empresa. Demostrarán lo mucho que yo estimaba Levy Pants, más que la vida misma, demostrarán que yo consagraba todas mis horas de vigilia a idear medios de ayudar a su empresa. Y tenía visiones muchas noches. Fantasmas de Levy Pants revoloteaban gloriosamente por mi psique adormecida. Yo jamás escribiría una carta como ésta. Yo amaba Levy Pants. Mire, lea esto, caballero.

El señor Levy tomó la hoja suelta y, donde el gordo dedo índice de Reilly indicaba una línea, leyó: «Hoy, nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado.» El dedo índice saltó unas cuantas líneas. «Con el tiempo, sabrá de mi devoción por su empresa, de mi dedicación. Y tal vez mi ejemplo le mueva a creer de nuevo en Levy Pants.» El índice guiador indicó el párrafo siguiente. «La Trixie aún guarda silencio, con lo que demuestra que es aún más sabia de lo que yo había imaginado. Tengo la sospecha de que esta mujer sabe muchísimo, de que su apatía es sólo una fachada para ocultar su claro resentimiento contra Levy Pants. Su coherencia crece cuando habla de la jubilación.»

—Ahí tiene las pruebas, señor —dijo Ignatius, arrebatando el cuaderno al señor Levy. Interrogue a la Trixie. La senilidad es un disfraz. Es parte de su sistema de defensa frente a su trabajo y frente a la empresa. En realidad, odia la empresa porque no la jubilan. Y, ¿quién puede reprochárselo? Muchas veces, cuando nos quedábamos solos, me hablaba durante horas seguidas de planes para «hundir» Levy Pants. Su resentimiento afloraba en forma de ataques vitriólicos a su estructura empresarial.

El señor Levy intentó valorar las pruebas. Sabía que a Reilly le había gustado realmente la empresa; lo había dicho en la empresa, se lo había dicho la mujer de al lado, acababa de leerlo. La Trixie, por otra parte, odiaba a la empresa. Aunque su esposa y aquel pobre hombre afirmasen que la senilidad era fingida, él dudaba que hubiera sido capaz de escribir una carta como aquélla. Pero, en fin, tenía que salir de aquel claustrofóbico dormitorio antes de vomitar por encima de todos aquellos cuadernos esparcidos por el suelo. Cuando el señor Reilly se había colocado junto a él para indicarle los pasajes del cuaderno, el olor se había hecho sofocante. Tanteó la manilla de la puerta, pero Reilly se lanzó contra ella.

—Debe creerme —suspiró—. La Trixie tenía una fijación con un pavo o un jamón... ¿o era un asado? A veces, todo era un tanto loco y confuso. Juraba venganza por el hecho de que no la hubieran jubilado a la edad correspondiente. Estaba llena de agresividad.

El señor Levy le apartó a un lado y logró salir al pasillo, donde esperaba, como un portero, la madre de pelo castaño.

—Gracias, señor Reilly —dijo el señor Levy; tenía que salir de aquella miniatura claustrofóbica y angustiosa—. Si le necesito de nuevo, le llamaré.

—Le necesitará —dijo la señora Reilly, mientras pasaba ante ella y bajaba las escaleras de la entrada—. Sea lo que sea, el culpable es Ignatius.

La señora Reilly añadió algo, pero el estruendo del señor Levy ahogó su voz. Una nubecita de humo azul se asentó sobre el maltrecho Plymouth, y el señor Levy desapareció:

—Ahora sí que la has hecho buena —decía la señora Reilly a Ignatius, cogiendo con manos crispadas la bata blanca—. Ahora sí que estamos metidos en un buen lío, hijo. ¿Sabes lo que pueden hacerte por falsificación? Pueden meterte en una prisión federal. Y ese pobre hombre con un pleito encima, puede costarle quinientos mil dólares. Ahora sí que la has hecho buena, Ignatius. Ahora sí que estás metido en un buen lío.

—Por favor —dijo débilmente Ignatius.

Su piel pálida estaba adquiriendo un tono blancuzco con matices grisáceos. Se sentía muy mal. La válvula exigía maniobras diversas que excedían en originalidad y violencia todo lo que hubiera podido hacer hasta entonces.

—Te dije que pasaría esto cuando fuese a trabajar.

El señor Levy tomó la ruta más corta para volver al muelle de la Calle Desire. Salió de Napoleón hacia el paso elevado del Broad, y entró en la autopista, inundado por una emoción que era una versión lejana pero identificable de la resolución. Si el resentimiento había inducido realmente a la señorita Trixie a escribir aquella carta, la persona responsable del pleito de Abelman era sin duda la señora Levy. ¿Podía la señorita Trixie escribir algo tan inteligible como aquella carta? El señor Levy tenía la esperanza de que hubiera sido capaz de hacerlo. Cruzó de prisa la barriada de la señorita Trixie, pasando ante bares y letreros de CANGREJO HERVIDO y OSTRAS CON MEDIA CONCHA que brotaban por todas partes. En la casa de apartamentos, siguió el rastro de trapos escaleras arriba hasta una puerta marrón. Llamó y le abrió la señora Levy con:

—Mira quién ha vuelto. La amenaza del idealista. ¿Has resuelto tu caso?

—Quizá.

—Vaya, ahora hablas como Gary Cooper. Me respondes sólo con una palabra. El sheriff Gary Levy.

La señora Levy dio un tirón con los dedos a una molesta pestaña aguamarina.

—Bueno, vamos. Trixie está atracándose de pastas. Y a mí me da náuseas.

El señor Levy pasó delante de su mujer y se vio frente a una escena que jamás había podido imaginar. La mansión Levy no le había preparado para interiores como el que acababa de ver en la Calle Constantinopla... ni para aquél. El apartamento de la señorita Trixie estaba decorado con trapos, basura, trozos de metal, cajas de cartón. Debajo de todo aquello debía haber muebles, sin duda. Pero la superficie, el terreno visible, era un paisaje de ropas viejas, cajas y periódicos. Había un paso por el centro de la montaña, un pequeño claro entre la basura, un estrecho pasillo de suelo despejado que conducía a una ventana junto a la que estaba sentada, en una silla, comiendo pastas holandesas, la señorita Trixie. El señor Levy siguió por el pasillo, pasó ante la peluca negra que colgaba encima de una caja, las zapatillas de tacón que estaban tiradas sobre un montón de periódicos. El único elemento rejuvenecedor que, al parecer, había conservado la señorita Trixie era la dentadura; los dientes brillaban entre sus labios finos seccionando las pastas.

—Te has vuelto muy silencioso de pronto —comentó la señora Levy—. ¿Qué es esto, Gus? ¿Otra misión que terminó en fracaso?

—Señorita Trixie —gritó el señor Levy en sus oídos—. ¿Escribió usted una carta a Mercancías Generales Abelman?

—Ahora sí que has tocado fondo de veras —dijo la señora Levy—. Creo que el idealista te ha vuelto a engañar.

—¡Señorita Trixie!

—¿Qué? —dijo la señorita Trixie—. He de admitir que ustedes saben cómo debe jubilarse a una persona.

El señor Levy le entregó la carta. Ella cogió una lupa del suelo y la examinó. La visera verde daba a su rostro un color mortecino, sobre las migas de pastas holandesas que bordeaban sus finos labios. Cuando posó el cristal de aumento, jadeó feliz:

—Así que están metidos en un lío, ¿eh?

—Pero, dígame, ¿escribió usted esto a Abelman? El señor Reilly dice que lo hizo usted.

—¿Quién?

—El señor Reilly. Ese hombre grandote de la gorra verde que trabajaba en Levy Pants —el señor Levy le enseñó a la señorita Trixie las fotografías del periódico de la mañana—. Mire, éste de aquí.

La señorita Trixie aplicó la lupa al periódico y exclamó:

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le ha pasado? Pobre Gloria; parece que se ha hecho daño de verdad. ¿Esto es el señor Reilly?

—Sí. Supongo que le recuerda. El dice que usted escribió la carta.

—¿Lo dijo? —Gloria Reilly no podía mentir. Gloria no. Gloria diría la verdad. Con Gloria había tenido siempre gran amistad. La señorita Trixie intentó nebulosamente recordar. Quizás hubiera escrito aquella carta. Pasaban tantas cosas que no podía recordar ya—. Bueno, creo que la escribí. Sí. Ahora que usted lo dice, eso lo escribí yo. Ustedes se lo merecen, además. Me han vuelto loca estos últimos años. Sin jubilación. Sin jamón. Nada. Debo decir que espero que lo pierdan todo.

—¿Escribió usted esto? —preguntó la señora Levy—. Después de todo lo que hice por usted, escribir algo así... ¡Una víbora en nuestro propio seno! Ya puede usted decir adiós a Levy Pants, traidora. ¡Abandonada, quedará usted abandonada!

La señorita Trixie sonreía. Aquella mujer insoportable estaba enfadada de veras. Gloria siempre había sido amigo suyo. Ahora aquella mujer insoportable tendría que irse, al asilo. Quizá. Pero en aquel momento avanzaba hacia ella, con las uñas color aguamarina crispadas como garras. La señorita Trixie empezó a gritar.

—¡Déjala en paz! —dijo el señor Levy a su mujer—. Ya está bien. Creo que a Susan y a Sandra no les gustaría nada enterarse de esto. Su madre torturando a una anciana, hasta el punto de que las chicas corren peligro de perder todas sus chaquetas de lana y sus faldas pantalón.

—Eso, échame la culpa a mí —dijo con ferocidad la señora Levy—. Fui yo quien metió el papel en la máquina de escribir. Yo la ayudé a teclearlo.

—Escribió usted la carta para vengarse de Levy Pants porque no la jubilaban, ¿verdad?

—Sí, sí —dijo vagamente la señorita Trixie.

—Pensar que confiaba en usted —escupió la señora Levy—. ¡Devuélvame esa dentadura!

Pero su marido le impidió que metiera la mano en su boca.

—¡Silencio! —chilló la señorita Trixie, con los colmillos relampagueantes—. ¿Es que no voy a poder tener un poco de tranquilidad en mi apartamento?

—Si no fuese por tu estúpido y atolondrado «proyecto», esta mujer estaría jubilada hace mucho —dijo el señor Levy a su esposa—. Después de tantos años prediciendo cosas, resulta que eres tú la que casi destruyes Levy Pants.

—Ya entiendo. No la acusas a ella. Acusas a una mujer de ambiciones y de ideales. Si entrase un ladrón en Levy Pants, la culpable sería yo. Necesitas ayuda, Gus. Urgente.

—Sí que la necesito. Y precisamente del médico de Lenny.

—Maravilloso, Gus.

—¡Silencio!

—Pero vas a ser tú quien visite al médico de Lenny —dijo el señor Levy a su mujer—. Quiero que consigas que declare senil e incompetente a la señorita Trixie y que explique los motivos que tuvo para escribir la carta.

—Eso es problema tuyo —contestó furiosa la señora Levy—. Vete tú a verle.

—A Susan y a Sandra no les va a gustar nada enterarse de este pequeño error de su madre.

—Así que me haces chantaje.

—He aprendido algunas cosas de ti. Llevamos casados bastante tiempo, después de todo.

El señor Levy veía la angustia y la cólera aflorar al rostro de su esposa. Por una vez, no tenía nada que decir.

—A las niñas no les gustará enterarse de que su querida madre hizo una estupidez como ésta. Dispon lo necesario para que Trixie vaya a ver al médico de Lenny. Con su confesión y el testimonio de un médico, Abelman no tendrá ninguna posibilidad en este caso. No tenemos más que llevarla al juicio y dejar que el juez la vea.

—Soy una mujer muy atractiva —dijo maquinalmente la señorita Trixie.

—Claro que lo es —dijo el señor Levy, inclinándose hacia ella—. Vamos a jubilarla, señorita Trixie. Con un aumento. Ha pasado usted unos años muy malos.

—¿A jubilarme? —la señorita Trixie jadeó—. Oh, qué sorpresa. Muchísimas gracias.

—Firmará usted una declaración explicando que escribió esa carta, ¿de acuerdo?

—¡Claro que sí! —gritó la señorita Trixie. Qué amistad la de Gloria. Gloria sí que sabía ayudarla. Qué astucia la de Gloria. Gracias a Dios que Gloria había recordado aquella carta mágica—. Diré todo lo que usted me diga.

—Ahora lo entiendo todo —dijo amargamente la señora Levy desde detrás de un montón de periódicos—. Se me chantajea con mis dos hijas queridas. Me apartas a un lado para poder ser más playboy que nunca. Ahora sí que se irá a la basura Levy Pants. Crees que puedes echarme algo en cara, ¿verdad?

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