La conjura de los necios (46 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

—¿Quieres bailar?

—¿Mira, ves? —le dijo Frieda a Ignatius.

—Esto no me lo pierdo —chilló Liz—. Tengo ganas de veros a los dos meneando el culo. Venga.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius—. Por favor. Yo no bailo.

—Oh, vamos —dijo Timmy—. Te enseño yo. A mí me encanta bailar. Yo dirijo.

—Venga, culo gordo —amenazó Betty.

—No. Sería imposible. El sable, este ropaje. Podría resultar alguien herido. Yo vine aquí a hablar, no a bailar. Yo no bailo. Nunca he bailado. No he bailado en toda mi vida.

—Bueno, pues ahora vas a bailar —le dijo Frieda—. No querrás ofender a este marinero.

—¡Yo no bailo! —aulló Ignatius—. No he bailado nunca y, desde luego, no voy a empezar a hacerlo con un invertido borracho.

—Vamos, no seas tan carca —suspiró Timmy.

—Siempre he tenido un sentido del equilibrio muy precario —explicó Ignatius—. Nos caeríamos al suelo y nos romperíamos un hueso. Este marinero invertido se quedaría lisiado o algo peor.

—Este gordinflón parece que quiere armar lío —dijo Frieda a sus amigas—. ¿Verdad que sí?

Con un guiño de Frieda, las tres chicas atacaron a Ignatius. Una le trabó una pierna; la otra le pegó una patada en la corva; la tercera le empujó contra el vaquero, que giraba en las proximidades. Ignatius pudo guardar el equilibrio agarrándose al vaquero, que soltó al horrorizado Dorian y cayó al suelo. El vaquero, al aterrizar, hizo saltar la aguja del disco y cesó la música En su lugar, se inició un coro de gritos y chillidos de los invitados.

—¡Oh, Dorian, échale! —gritó aterrado un elegante.

Hubo un tintineo metálico de anillos, brazaletes y gemelos de algunos invitados que se amontonaron en un rincón.

—Oye, derribaste a ese jodido vaquero como si fuera un bolo —chilló Frieda admirada a Ignatius, que aún braceaba para recuperar el equilibrio.

—Buen trabajo, gordo —dijo Liz.

—Apuntemos ahora a otro —dijo Betty a sus compañeras.

—¿Pero qué has hecho, pedazo de animal? —le gritó Dorian.

—Esto es un ultraje —gritaba Ignatius—. No sólo he sido ignorado y vilipendiado en esta reunión, he sido malévolamente atacado dentro de las paredes de esta especie de tramoya que es tu casa. Espero que tengas al corriente el seguro. Si no, es posible que pierdas esta casa ostentosa y cursi después de que terminen contigo mis asesores legales.

Dorian estaba de rodillas, abanicando al vaquero, cuyos párpados empezaban a aletear.

—Échale, Dorian —gimió el vaquero—. Ha estado a punto de matarme.

—Yo había pensado que podría ser distinto, divertido —silbó Dorian a Ignatius—. Pero, en realidad, has demostrado ser lo más horrible que ha entrado en mi casa. Desde el momento en que rompiste la puerta, debí darme cuenta de que esto acabaría así... ¿Qué le hiciste a este chico encantador?

—Ahora tengo los pantalones sucios —gimió el vaquero.

—Fui salvajemente atacado y empujado contra ese vaquero fanfarrón.

—No intentes mentir, gordo —dijo Frieda—. Lo vimos todo. Tenía celos, Dorian. Quería bailar contigo.

«Espantoso.» «Échale.» «Está estropeando la fiesta.» «Es un monstruo.» «Es peligroso.» «Lo ha echado todo a perder.»

—¡Fuera! —gritó Dorian.

—Nosotras nos encargamos de él —dijo Frieda.

—Está bien —dijo grandilocuentemente Ignatius mientras las tres chicas hundían sus fornidas manos en su ropón y empezaban a propulsarle hacia la puerta—. Habéis elegido. Vivid en un mundo de guerra y de sangre. Cuando caigan las bombas, no acudáis a mí. ¡Yo estaré en mi refugio!

—Basta —dijo Betty.

Las tres chicas llevaron a Ignatius a empujones hasta la puerta y luego por el camino de coches abajo.

—Gracias a Fortuna me separo de este movimiento —atronó Ignatius. Las chicas habían hecho que le cayera el pañuelo sobre un ojo y tenía problemas para ver por dónde caminaba.

—Ustedes, gentes destempladas, apenas conseguirán votos de los electores.

Le empujaron a través del portón a la acera. Las pitas de la entrada le picotearon dolorosamente las pantorrillas y dio un traspiés hacia adelante.

—Bueno, compadre —dijo Frieda desde el otro lado de la puerta, mientras la cerraba—. Te damos diez minutos de ventaja. Luego, empezaremos a peinar el Barrio Francés.

—Y mejor será que no demos con ese culo gordo —dijo Liz.

—Desaparece, gordinflón —añadió Betty—. Hace mucho que no tenemos una buena pelea. Estamos deseando tener una.

—Vuestro movimiento está condenado —balbució Ignatius a las chicas, que se empujaban entre sí desandando por el camino—. ¿Me oís? Con-de-na-do. No sabéis nada de política ni de cómo hay que convencer a los electores. No ganaréis ni en un solo distrito del país. ¡Ni siquiera en el Barrio Francés!

La puerta se cerró de golpe y las chicas volvieron a la fiesta, que parecía haber recuperado impulso. Sonaba la música de nuevo e Ignatius oyó gritos y chillidos aún más estrepitosos que antes. Golpeó las persianas negras con el sable, gritando: «¡Perderéis!». Respondieron a su grito los taconazos de muchos pies danzantes.

Un hombre de traje de seda y sombrero hongo salió un momento de las sombras del quicio de un portal contiguo, para ver si las chicas se habían ido. Luego, aquel individuo volvió a perderse en la oscuridad, vigilando a Ignatius, que paseaba furioso arriba y abajo delante de la casa.

La válvula reaccionó a tantas emociones cerrándose de golpe. Las manos de Ignatius se solidarizaron produciendo una rica cosecha de bultitos blancos que picaban muchísimo. ¿Qué podía decirle ahora a Myrna del Movimiento por la Paz? Como en el caso de la abortada Cruzada por la Dignidad Mora, tenía otro desastre en sus hormigueantes manos. Oh, Fortuna, diabólica ramera. Pero la velada no había hecho más que empezar; no podía volver a la Calle Constantinopla a enfrentarse a los ataques de su madre, una vez estimuladas sus emociones hasta un apogeo que le había sido arrebatado. Llevaba casi una semana obsesionado con la asamblea constituyente y ahora, expulsado del campo de la política por tres chicas dudosas, se sentía frustrado y furioso allí sobre las losas húmedas de la Calle St. Peter.

Mirando su reloj de pulsera Ratón Mickey que estaba, como era su costumbre, moribundo, se preguntó qué hora sería. Quizás aún fuera lo bastante temprano para ver la presentación del espectáculo del Noche de Alegría. Quizá ya hubiera empezado su actuación la señorita O'Hara. Si él y Myrna no estaban destinados a lidiar en el campo de la acción política, lo harían en el campo de la sexualidad. Qué golpe podía ser la señorita O'Hara para lanzarlo justo entre los ofensivos ojos de Myrna. Ignatius contempló una vez más la fotografía, salivando levemente. ¿Qué clase de pájaro sería? Aún podía recuperar aquella velada de entre los dientes mismos del fracaso.

Rascándose una manaza con la otra, decidió que la seguridad dictaba su alejamiento del lugar. Aquellas tres chicas salvajes podían cumplir su amenaza. Se lanzó St. Peter abajo hacia Bourbon. El hombre del traje de seda y el sombrero hongo salió de las sombras del quicio y le siguió. En Bourbon, Ignatius giró y empezó a subir hacia Canal entre el desfile nocturno de turistas y de vecinos del barrio, entre los cuales no desentonaba gran cosa. Se abrió paso entre la multitud por la estrecha acera, apartando a la gente con el bamboleo de sus caderas. Cuando Myrna leyese lo de la señorita O'Hara, seguro que derramaría todo el exprés encima de la carta, consternada.

Cuando cruzaba hacia la manzana del Noche de Alegría, oyó al negro drogado que gritaba «¡Juáaa! Vengan a vé a la señorita Harla O'Horror bailando con su pajarito. Baile de plantación de verdá al cien por cien garantizao. Cada jodio trago tendrá su gotita de veneno garantiza. ¡Juáaa! Te el mundo tendrá garantizao que cogerá purgaciones con los vasos. ¡Sí, señó! Nadie ha visto nunca nada como la señorita Harla O'Horror bailando con su pajarito al estilo del Viejo Sur. Esta noche es el estreno, señores, puede que no tengan otra ocasión de vé el número. ¡Sí, señó!».

Ignatius le vio a través del gentío que pasaba apresurado ante el Noche de Alegría. Al parecer, nadie se sentía atraído por sus gritos publicitarios. Hasta Jones había abandonado sus gritos para emitir una formación nímbica de humo. Llevaba frac y sombrero de copa que descansaba en ángulo sobre sus gafas oscuras, y sonreía a través del humo a la gente que desoía sus llamadas.

—¡Eh, señores! No pasen de largo. Párense y entren y peguen el culo en un taburete del Noche de Alegría —empezaba de nuevo—. El Noche de Alegría tié gente de coló auténtica trabajando por menos del salario mínimo. ¡Juá! Atmósfera de plantación garantiza. Verás algodón creciendo justo enfrente de sus ojos, junto al escenario, y entre número y número podrán vé cómo le zurran a un militante de los derechos civiles, sí, señó. ¡Cómo no!

—¿Está ya la señorita O‘Hará? —balbució Ignatius al codo de Jones.

—¡Caramba! —el tipo gordo había llegado. En persona—. Vaya, hombre, ¿cómo es que lleva usté aún el pendiente y el pañuelo? ¿De qué va, usté, hombre de Dios?

—Por favor —Ignatius blandió el sable un poco—. No tengo tiempo para charlar. No tengo nada preparado para usted esta noche, me temo. ¿Ha empezado la señorita O'Hara?

—Empezará dentro de unos minutos. Será mejó que entre y se consiga un asiento de primera fila. Hablé con el maitre, dice que tié toa una mesa reserva pa usté.

—¿Es verdad eso? —preguntó ansiosamente Ignatius—. Espero que se haya ido la propietaria nazi.

—Se largó a California en un reactor, sí, señó. Esta tarde, dijo que Harla O'Horror era tan buena que ella iba a moja el culo en el océano una temporaíta y a deja de preocupase por su club.

—Maravilloso, maravilloso.

—Venga, hombre, entre usté antes de que empiece el espectáculo. ¡Juá! No se pierda usté ni un minuto. Mierda. Haría saldrá enseguía. Vaya usté a coger su asiento junto al escenario, a ver si puede vele a la señorita O'Horror hasta la carne de gallina del trasero.

Jones propulsó rápidamente a Ignatius a través de la puerta.

Ignatius entró tambaleante en el Noche de Alegría con tal impulso, que el ropón revoloteó alrededor de sus tobillos. Pese a la oscuridad, percibió que el Noche de Alegría estaba algo más sucio que en su anterior visita. Desde luego, había suficiente polvo en el suelo para permitir una cosecha de algodón, aunque muy limitada. Pero no vio algodón. Ese debía ser uno de los diabólicos señuelos del Noche de Alegría. Buscó al maitre, pero no vio a ninguno, así que se abrió paso entre los pocos viejos que había esparcidos por las mesas en la oscuridad y se sentó a una mesita que quedaba directamente debajo del escenario. Su gorra parecía una luz de candilejas verde y solitaria. Estando tan cerca, quizá pudiera hacerle algún gesto a la señorita O'Hara o cuchichearle algo sobre Boecio que llamase su atención. Se quedaría sobrecogida cuando se diera cuenta de que había entre el público un alma gemela. Ignatius miró a su alrededor, al puñado de individuos de ojos vacuos que había por allí sentidos. La señorita O'Hara tenía, desde luego, que derramar sus perlas ante un rebaño de cerdos bastante deprimente, unos individuos que parecían ser del tipo de esos viejos dudosos y ojerosos que molestan a los niños en los cines.

Un conjunto de tres instrumentos situada en un ala del pequeño escenario inició
You are my Lucky Star
. Por el momento, en el escenario, que también parecía estar bastante sucio, no se veían vacantes. Ignatius miró hacia la barra intentando llamar la atención del servicio que hubiera y tropezó con los ojos del camarero que les había servido a él y a su madre. El camarero fingió no verle. Luego, Ignatius hizo un guiño ostentoso a una mujer que estaba apoyada en la barra, una hispana cuarentona que emitió una respuesta aterradora con un diente de oro o dos. La mujer se apartó de la barra antes de que el camarero pudiera detenerla y se acercó a Ignatius, que estaba arrimado al escenario como si fuera una estufa caliente.

—¿Quieres beber, chico?

Ignatius percibió que a través del bigote se filtraba cierta halitosis. Se arrancó el pañuelo de la gorra y se protegió con él las narices.

—Sí, gracias —dijo, con voz apagada—. Un Doctor Nuts, si hace el favor. Y cerciórese de que esté muy frío.

—Ya veo lo que hay —dijo enigmáticamente la mujer que volvió a la barra atronando con sus escandalosas sandalias de paja.

Ignatius vio que hablaba con el camarero haciendo gestos burlones. Todos estos gestos iban dirigidos en su mayoría a Ignatius. Al menos, pensó, en aquel antro se libraría de aquellas chicas musculosas que debían estar recorriendo el barrio en aquel momento. El camarero y la mujer hicieron algunos gestos más. Luego, ella volvió donde estaba Ignatius con dos botellas de champán y dos vasos.

—No tenemos Doctor Nuts —dijo, posando la bandeja en la mesa—.
Mira
, debes veinticuatro dólares por este champán.

—¡Esto es un ultraje! —dijo Ignatius dirigiendo unos cuantos mandobles de sable a la mujer—. Tráigame una cocacola.

—No hay coca. No hay Doctor Nuts. Sólo champán —la mujer se sentó—. Vamos, querido. Abre el champán. Tengo mucha sed.

El aliento apestoso asedió de nuevo a Ignatius, que se apretó el pañuelo sobre la nariz con tal fuerza que pensó que se ahogaría. Cogería algún germen con aquella mujer, un germen que correría rápidamente hacia su cerebro y le convertiría en un subnormal. La pobre señorita O'Hara. Atrapada allí, trabajando con colegas sub-humanos. El distanciamiento boeciano de la señorita O'Hara tenía que ser, por necesidad, orgulloso. La mujer hispana dejó caer la cuenta en el regazo de Ignatius.

—¡No se atreva a tocarme! —gritó él a través del pañuelo.


¡Ave María! ¡Qué pato!
[5]
—dijo la mujer para sí. Y añadió—:
Mira
, ahora me pagas,
maricón
. O te sacamos de aquí a patadas en ese culo grande que tienes.

—Qué gracia —masculló Ignatius—. Mire, yo no vine aquí a beber con usted. Vayase de mi mesa —resopló sonoramente, y añadió—: Llévese su champán.


Oye, loco
, tú estás...

La amenaza de la mujer quedó ahogada por la música de la banda, que emitió una especie de escuálida fanfarria. Lana Lee apareció en el escenario vistiendo lo que parecía un mono de lame dorado.

—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius.

El negro drogado le había engañado. Deseó escapar, pero se dio cuenta de que sería más prudente esperar a que la mujer terminara y saliera del escenario. Un instante después, estaba agazapado y pegado a un lado del escenario. Por encima de su cabeza, la propietaria nazi lanzaba:

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