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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (35 page)

Margarita inclinó la escoba con las cerdas para abajo, haciendo que se levantara el mango, y, aminorando la velocidad, se acercó a la tierra. Este resbalar, como en un trineo, le causó una gran satisfacción. La tierra se le acercó y en su espesor, informe hasta aquel momento, se dibujaron los secretos y las maravillas de la tierra en una noche de luna. La tierra estaba cada vez más cerca, y Margarita ya sentía el olor de los bosques verdes. Volaba sobre la niebla de un valle cubierto de rocío, luego sobre un lago. Las ranas cantaban a coro, y a lo lejos, encogiéndole el corazón, se oyó el ruido de un tren. Pronto lo vio. Avanzaba despacio, como una oruga, despidiendo chispas. Dejándolo atrás, Margarita voló sobre otro espejo de agua en el que pasó otra luna. Bajó todavía más y siguió su vuelo casi rozando con los talones las copas de unos pinos enormes.

Oyó tras ella un fuerte ruido de algo cortando el aire que casi la alcanzaba. Poco a poco, a aquel ruido que recordaba al de una bala se unió una risa de mujer a muchas leguas de distancia. Margarita se volvió. Se le acercaba un objeto oscuro y de forma complicada.

Cuando llegó más cerca, Margarita empezó a distinguir una figura que volaba sobre algo extraño; por fin lo vio con claridad: era Natasha, que aminoraba velocidad y alcanzaba ya a Margarita.

Estaba completamente desnuda, el pelo suelto flotando en el aire, montada sobre un cerdo gordo que sujetaba con las patas delanteras una cartera y que con las traseras pateaba en el aire rabiosamente. A un lado del cerdo, unos impertinentes, caídos de su nariz, y que, seguramente, iban sujetos a una cuerda, brillaban y se apagaban a la luz de la luna. Un sombrero le tapaba los ojos, casi constantemente. Margarita, después de mirarle con atención, reconoció en el cerdo a Nikolái Ivánovich, y su risa resonó en el bosque, uniéndose a la de Natasha.

—¡Natasha! —gritó Margarita con voz estridente—. ¿Te has dado la crema?

—Cielo mío —contestó Natasha, despertando el adormecido bosque de pinos con sus gritos—. ¡Mi reina de Francia, también le puse crema a él en la calva!

—¡Princesa! —vociferó lloroso el cerdo, galopando con su jinete a cuestas.

—¡Margarita Nikoláyevna! ¡Cielo! —gritaba Natasha, galopando junto a Margarita—. Le confieso que he cogido la crema. ¡También nosotras queremos vivir y volar! ¡Perdóneme, señora mía, pero no volveré por nada del mundo! ¡Qué estupendo, Margarita Nikoláyevna!... Me ha pedido que me case con él —Natasha señaló con el dedo al cuello del cerdo, que resoplaba muy molesto—, ¡que me case! ¿Cómo me llamabas, eh? —gritaba, inclinándose sobre su oreja.

—Diosa —gimió él—. No puedo volar tan de prisa. Puedo perder unos documentos muy importantes. ¡Protesto, Natalia Prokófievna!

—¡Vete al diablo con tus papeles! —gritó Natasha, riendo con desenfado.

—¿Qué dice, Natalia Prokófievna? ¡Que nos pueden oír! —gritaba el cerdo suplicante.

Siempre volando al lado de Margarita, Natasha contó entre risas lo que había sucedido en el palacete después que ella sobrevoló la puerta del jardín.

Contó Natasha que se olvidó de los regalos y que en seguida se desnudó, se untó con la crema, y cuando reía eufórica frente al espejo, maravillada de su propia belleza, se abrió la puerta y apareció Nikolái Ivánovich. Estaba emocionado, llevaba en las manos la combinación azul de Margarita Nikoláyevna, la cartera y el sombrero. Al ver a Natasha, Nikolái Ivánovich se quedó pasmado, y cuando pudo dominarse un poco, anunció, rojo como un cangrejo, que se había visto en el deber de recoger la combinación y llevarla personalmente...

—¡Qué cosas decía el muy sinvergüenza! —gritaba Natasha riendo—. ¡Hay que ver lo que me propuso! ¡Y el dinero que me prometió! Decía que Claudia Petrovna no se enteraría de nada. ¿No dirás que miento? —interpeló Natasha al cerdo, que se limitaba a volver la cabeza avergonzado.

Entre otras travesuras, a Natasha se le había ocurrido ponerle en la calva a Nikolái Ivánovich un poco de crema. Se quedó asombrada. La cara del respetable vecino de la planta baja se transformó en un hocico de cerdo y en los pies y en las manos le salieron pezuñas. Nikolái Ivánovich se vio en el espejo y dio un grito salvaje, desesperado, pero era demasiado tarde. A los pocos segundos cabalgaba por el aire a las quimbambas, fuera de Moscú, llorando de pena.

—Exijo que me devuelvan mi apariencia habitual —gruñía con voz ronca el cerdo, en una mezcla de súplica y exasperación—. ¡Margarita Nikoláyevna, pare a su criada, es su deber!

—¡Ah! ¿Conque ahora me llamas criada? ¿Criada? —gritó Natasha, pellizcándole la oreja al cerdo—. Antes era una diosa. ¿Cómo me llamabas, di?

—¡Venus! ¡Venus! —contestó compungido el cerdo, volando sobre un riachuelo que se retorcía entre piedras, y rozando con las pezuñas las ramas de un avellano.

—¡Venus! ¡Venus! —gritaba Natasha triunfante, poniéndose una mano en la cintura y extendiendo la otra hacia la luna—. ¡Margarita! ¡Reina! ¡Pida que me dejen bruja! Usted lo puede hacer, usted que tiene el poder en sus manos.

Margarita respondió:

—Lo haré, te lo prometo.

—¡Gracias! —exclamó Natasha, y de pronto se puso a gritar con voz aguda y angustiada—: ¡De prisa! ¡Más de prisa! ¡Adelante!

Apretó con los talones los flancos del cerdo, rebajados por la vertiginosa carrera, él dio un tremendo salto, hendió el aire y al segundo Natasha estaba ya muy lejos, convertida en un punto negro; pronto desapareció por completo y se apagó el ruido de su vuelo.

Margarita siguió volando, despacio, sobre una región desierta y desconocida de montes cubiertos de grandes piedras redondeadas, entre inmensos pinos, que no sobrevolaba ya: pasaba entre sus troncos, plateados por la luna. La precedía, ligera, su propia sombra, porque, ahora, la luna la seguía.

Margarita sentía la proximidad del agua y comprendía que su objetivo estaba cerca. Los pinos se separaron y se acercó a un precipicio. En el fondo, entre sombras corría el río. La niebla colgaba de los arbustos del tajo; la otra orilla era baja y plana. Bajo un grupo solitario de árboles frondosos brillaba la luz de una hoguera y se movían unas figuritas. Le pareció que de allí salía un zumbido de música alegre. Más allá, hasta donde llegaba la vista en el valle plateado, no se veían rastros de casas ni de gente.

Margarita bajó al precipicio y se encontró junto al río. Después de su carrera por el aire le atraía el agua. Apartó una rama, echó a correr y se tiró al río de cabeza. Su cuerpo ligero se clavó en el agua como una flecha y el agua subió casi hasta la luna. Estaba tibia como en una bañera, y al salir a la superficie, Margarita se recreó mucho tiempo nadando en plena soledad, de noche, en aquel río.

Junto a ella no había nadie, pero un poco más lejos, detrás de unos arbustos, se oía ruido de agua y resoplidos: alguien se estaba bañando.

Margarita salió corriendo a la orilla. Su cuerpo ardía después del baño. No se sentía cansada y bailaba alegremente en la hierba húmeda.

De pronto dejó de bailar y escuchó con atención. Se acercaron los resoplidos, y de los salgueros surgió un hombre gordo, desnudo, con un sombrero de copa de seda negra echado para atrás. Sus pies estaban cubiertos de barro y parecía que el bañista llevaba botas negras. A juzgar por su respiración dificultosa y el hipo que le sacudía, estaba bastante borracho, lo que también confirmaba el olor a coñac que de pronto empezó a despedir del río.

Al encontrarse con Margarita, el gordo se quedó mirándola fijamente y luego vociferó alegre:

—¿Qué es esto? ¿Pero eres tú? ¡Clodina, pero si eres tú, la viuda siempre alegre! ¿También estás aquí? —y se acercó a saludarla.

Margarita dio un paso atrás y contestó con dignidad:

—¡Vete al diablo! ¿Qué Clodina ni que nada? Mira con quién hablas —y después de un instante de silencio terminó su retahíla con una cadena de palabrotas irreproducibles. Esto tuvo el mismo efecto que una jarra de agua fría.

—¡Ay! —exclamó el gordo estremeciéndose—. ¡Perdóneme por lo que más quiera, mi querida reina Margot! Me he confundido. ¡La culpa la tiene el maldito coñac! —el gordo se puso de rodillas, se quitó el sombrero y, haciendo una reverencia, empezó a balbucir, mezclando frases rusas y francesas. Decía algo de la boda sangrienta de su amigo Guessar en París, del coñac y de que estaba abrumado por la triste equivocación.

—A ver si te pones el pantalón, hijo de perra —dijo Margarita, ablandándose.

Al ver que Margarita ya no estaba enfadada, el gordo sonrió aliviado y le contó con entusiasmo que se había quedado sin pantalones porque se los había dejado, por falta de memoria, en el río Eniséi, donde acababa de bañarse, pero que inmediatamente iría a buscarlos, ya que el río estaba a dos pasos. Después de pedir ayuda y protección empezó a retroceder hasta que se resbaló y se cayó de espaldas al agua. Pero incluso al caerse conservó en su rostro, bordeado por unas patillas, la expresión de entusiasmo y devoción.

Margarita silbó con fuerza, montó en la escoba que pasaba a su lado y se trasladó a la otra orilla. La sombra del monte no llegaba al valle y la luna bañaba toda la orilla.

Cuando Margarita pisó la hierba húmeda, la música bajo los sauces sonó más fuerte y unas chispas saltaron alegremente de la hoguera. Debajo de las ramas de los sauces, cubiertas de borlas suaves y delicadas, iluminadas por la luz de la luna, dos filas de ranas de cabeza enorme, hinchándose como si fueran de goma, tocaban una animada marcha con flautas de madera. Ante los músicos colgaban de unas ramas de sauce unos trozos de madera podrida, relucientes, iluminando las notas; en las caras de las ranas se reflejaba el resplandor de la hoguera.

La marcha era en honor de Margarita. Le habían organizado un recibimiento realmente solemne. Transparentes sirenas abandonaron su corro junto al río para cumplimentarla, sacudiendo unas algas, y desde la orilla verdosa y desierta volaron lejos sus lánguidos saludos de bienvenida. Unas brujas desnudas aparecieron corriendo desde los sauces y formaron haciendo reverencias palaciegas. Un hombre con patas de cabra se acercó presuroso, se inclinó respetuosamente sobre la mano de Margarita, extendió en la hierba una tela de seda, preguntó por el baño de la reina e invitó a Margarita a que se tumbara a descansar.

Así lo hizo. El de las patas de cabra le ofreció una copa de champaña; Margarita lo bebió, y en seguida sintió calor en el corazón. Preguntó qué había sido de Natasha, y le respondieron que, después de bañarse, había vuelto a Moscú, montada en su cerdo, para anunciar la llegada de Margarita y para ayudar a prepararle el traje.

Durante la breve estancia de Margarita bajo los sauces hubo otro episodio: se oyó un silbido y un cuerpo negro cayó al agua. A los pocos segundos ante Margarita apareció el mismo gordo con patillas que se le había presentado tan desafortunadamente en la otra orilla. Al parecer, había tenido tiempo de volver al Eniséi, porque iba vestido de frac, pero estaba mojado de pies a cabeza. Por segunda vez el coñac le había hecho una mala jugada: al aterrizar fue a caer justamente en el agua. A pesar de este triste percance, no había perdido su sonrisa, y Margarita, entre risas, permitió que le besara la mano.

La ceremonia de bienvenida tocaba a su fin. Las sirenas terminaron su danza a la luz de la luna y se esfumaron en ella. El de las patas de cabra preguntó respetuosamente a Margarita cómo había llegado hasta el río. Le extrañó que se hubiera servido de una escoba:

—¡Oh!, ¿pero por qué? ¡Si es tan incómodo! —en un instante hizo un teléfono sospechoso con dos ramitas y ordenó que enviaran inmediatamente un coche, que, efectivamente, apareció al momento. Un coche negro, abierto, que se dejó caer sobre la isla, pero en el pescante se sentaba un conductor poco corriente: un grajo negro, con una larga nariz, que llevaba gorra de hule y unos guantes de manopla. La isla se iba quedando desierta. Las brujas se esfumaron volando en el resplandor de la luna. La hoguera se apagaba y los carbones se cubrían de ceniza gris.

El de las patas de cabra ayudó a Margarita a subir al coche y ella se sentó en el cómodo asiento de atrás. El coche despegó ruidosamente y se elevó casi hasta la luna. Desapareció el río y la isla con él. Margarita volaba hacia Moscú.

22
A la luz de las velas

E1 ruido monótono del coche volando por encima de la tierra adormecía a Margarita. La luz de la luna despedía un calor suave. Cerró los ojos y puso la cara al viento. Pensaba con tristeza en la orilla del río abandonado, sintiendo que nunca más volvería a verle. Pensaba en los acontecimientos mágicos de aquella tarde y empezaba a comprender a quién iba a conocer por la noche, pero no sentía miedo. La esperanza de conseguir que volvieran los días felices le infundía valor. Pero no tuvo mucho tiempo de soñar con su felicidad. No sabía si debido a que el grajo era un buen conductor o a que el coche era rápido, pero el hecho fue que en seguida apareció ante sus ojos, sustituyendo la oscuridad del bosque, el lago trémulo de luces de Moscú. El negro pájaro conductor destornilló una rueda en pleno vuelo y aterrizó en un cementerio desierto del barrio Dorogomílovo.

Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio. El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió volando.

Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la casa número 302 bis de la Sadóvaya.

Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.

Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa de ocurrir; ruido de pasos..., el hombre se volvió asustado y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal, pero, como era de esperar, no vio a nadie.

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