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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (36 page)

Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.

No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente con su propia llave.

La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin hacer el menor ruido.

Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria, invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro, que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.

Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.

El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.

«¡Qué tarde más asombrosa! —pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar... ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»

A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.

—Permítame que me presente —habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a
messere
no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.

A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.

—No, no —contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han hecho para meter todo esto —hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.

Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.

—¿Esto? ¡Sencillísimo! —contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente —siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá usted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta dimensión!

Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.

—Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es nuestro señor.

A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la cabeza.

—Muy bien —decía Koróviev—, no nos gustan las reticencias ni los misterios.
Messere
ofrece todos los años una fiesta. Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes. ¡Cuánta gente! —Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como si le doliera una muela—. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como usted comprenderá,
messere
está soltero. Se necesita una dama —Koróviev separó los brazos—; reconozca que sin dama...

Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder una palabra. Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la mareaba.

—La tradición —siguió Koróviev— es que la dama de la fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer —Koróviev se dio una palmada en el muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, por fin, la propicia fortuna...

Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita volvió a sentir frío en el corazón.

—Bien, sin rodeos —exclamó Koróviev—. ¿No se negará a desempeñar este papel?

—No me negaré —respondió Margarita con firmeza.

—Naturalmente —dijo Koróviev, y levantando el candil añadió—: sígame, por favor.

Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala, en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de Margarita. Ella se estremeció.

—No se asuste —la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes son sus posibilidades en comparación con las de aquél, al séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír, o, a veces, de llorar... Además, usted también tiene sangre real.

—¿Por qué dice que tengo sangre real? —susurró Margarita asustada, arrimándose a Koróviev.

—Majestad —cotorreaba Koróviev muy juguetón—, los problemas de la sangre son los más complicados de este mundo. Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de Francia, que vivió en el siglo XVI, se hubiera sorprendido muchísimo si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora tataratataratataratataranieta por una sala de baile en Moscú... ¡Ya hemos llegado!

Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo de una puerta. Koróviev dio en ésta un golpecito. Margarita estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y sintió escalofríos en la espalda.

La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.

Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante.

Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión.

En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha.

Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo.

Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama.

Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo —negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol.

Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante.

Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol.

Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas.

Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:

—Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.

Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.

Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama.

—¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada.

—De ninguna manera —silbó como un apuntador Koróviev, preocupado.

—De ninguna manera... —repitió Margarita.


Messere
... —le dijo Koróviev al oído.

—De ninguna manera,
messere
—repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida.

Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros:

—Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre!

Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.

—Bien, si es usted tan encantadoramente amable —pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos —se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!

—No encuentro el caballo —respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana.

—Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? —preguntó Voland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!

—¡De ningún modo,
messere
! —vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.

—Le presento a... —empezó Voland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama!

El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáticos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina.

—¿Pero qué es esto? —exclamó Voland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?

—Los gatos no usan pantalones,
messere
—respondió muy digno el gato—. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos,
messere
. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos,
messere
.

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