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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (22 page)

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Saint-Germain.

Josh tardó unos instantes en identificar de dónde provenía la voz de Francis. El músico estaba recostado sobre su espalda debajo de la mesa mientras, entre sus manos, sujetaba un montón de cables USB.

—Bien —respondió Josh un tanto asombrado al comprobar que era cierto. De hecho, hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien—. No me acuerdo ni de haberme acostado...

—Ambos estabais exhaustos, tanto física como mentalmente. Y, por lo que tengo entendido, las puertas telúricas absorben hasta la última gota de energía. La verdad es que nunca he viajado a través de ellas —añadió—. A decir verdad, me asombró que pudierais manteneros en pie —murmuró Saint-Germain al mismo tiempo que soltaba algunos cables—. Has dormido unas catorce horas.

Josh se arrodilló junto a Saint-Germain.

—¿Qué intentas hacer?

—He movido un monitor y el cable se ha desprendido; no estoy seguro de cuál de éstos es.

—Deberías asignar un código de colores con cinta adhesiva —sugirió Josh—. Eso es lo que hago yo.

Enderezándose, Josh cogió el extremo del cable que estaba conectado al monitor de pantalla ancha y lo sacudió varias veces.

—Es éste —afirmó Josh. El cable parecía temblar entre las manos de Francis. —¡Gracias!

De repente, el monitor parpadeó hasta encenderse, dejando al descubierto una pantalla llena de dispositivos deslizantes y botones.

Saint-Germain se puso en pie y se quitó las motas de polvo. Llevaba unas prendas de ropa idénticas a las de Josh.

—Te sirven —comentó—. Y además te quedan bien. Deberías llevar el color negro más a menudo.

—Gracias por la ropa... —empezó Josh—. La verdad es que no sé si podremos pagarte por ella.

Francis soltó una carcajada.

—No es un préstamo; es un regalo. No hace falta que me la devuelvas.

Antes de que Josh pudiera darle las gracias una vez más, Saint-Germain pulsó un botón del teclado y Josh dio un salto. Una serie de acordes de piano resonó con fuerza en unos altavoces escondidos.

—No te preocupes, el ático está insonorizado —explicó Saint-Germain—. La música no despertará a Sophie.

Josh asintió mientras contemplaba la pantalla.

—¿Escribes toda tu música a ordenador?

—Casi toda —respondió Saint-Germain, echando un vistazo a su estudio—. Cualquiera puede componer música hoy en día; necesitas poco más que un ordenador, el software adecuado, un poco de paciencia y mucha imaginación. Si necesito instrumentos reales para una mezcla, contrato músicos profesionales. Pero la mayoría de cosas las hago aquí.

—Una vez descargué un software que detectaba ritmos —admitió Josh—, pero jamás logré utilizarlo correctamente.

—¿Qué tipo de música compones?

—Bueno, no estoy seguro de que pueda denominarse componer... Simplemente, son mezclas ambientales.

—Me encantaría escuchar algo tuyo.

—Pues ya no existe. Perdí mi ordenador, mi teléfono móvil y mi iPod cuando el Yggdrasill fue destruido.

Incluso decirlo en voz alta le ponía enfermo. Y lo peor de todo es que en realidad no se hacía a la idea de todo lo que había perdido.

—Perdí mi proyecto de verano y toda mi música, que ocupaba unas 90 gigas. Me había pirateado muchos discos que ya no podré conseguir —dijo entre suspiros—. También perdí cientos de fotos; todos los lugares a los que nuestros padres nos habían llevado. Nuestros padres son científicos, de hecho uno es arqueólogo y el otro paleontólogo —añadió—, así que hemos viajado a lugares maravillosos.

—Tiene que haber sido duro para ti —simpatizó Saint-Germain—. ¿Y las copias de seguridad?

La expresión desolada de Josh respondió la pregunta del conde.

—¿ Eras usuario de Mac o de PC ?

—De hecho, utilizaba ambos. Mi padre suele utilizar PC en casa, pero la mayoría de escuelas a las que Sophie y yo hemos asistido utilizan Mac. Sophie los adora, pero yo prefiero un PC —dijo—. Si algo va mal, siempre puedo desmontarlo y arreglar el problema yo solo.

Saint-Germain se dirigió hacia el fondo de la mesa y hurgó entre las cosas que había debajo. Sacó tres ordenadores portátiles, de diferentes marcas y tamaños de pantalla y los colocó, alineados, en el suelo. Después, hizo un gesto evidente.

—Escoge uno.

Josh pestañeó en forma de sorpresa. —¿Que escoja uno?

—Todos son PC —continuó Francis—, y yo no los utilizo. Ahora prefiero los Mac.

Josh desvió su mirada hacia los ordenadores y después, otra vez, hacia el músico. Acababa de conocer a aquel hombre, apenas habían pasado tiempo juntos, y ya le estaba ofreciendo uno de entre tres ordenadores muy costosos. Josh sacudió la cabeza.

—Gracias, pero no puedo.

—¿Por qué no? —exigió Saint-Germain.

Josh no encontró una respuesta para eso.

—Necesitas un ordenador. Yo te ofrezco uno de éstos. Me alegraría si aceptaras coger uno —dijo Saint-Germain con una sonrisa—. Yo crecí en una época en que ofrecer regalos era un arte. He descubierto que, en este siglo, la gente no sabe aceptar gratamente un regalo.

—No sé qué decir.

—¿Qué tal un «gracias»? —sugirió Saint-Germain. Josh esbozó una amplia sonrisa. —Sí. Bueno... gracias —agradeció un tanto indeciso—. Muchas gracias.

Mientras estaba acabando de articular las últimas palabras, Josh ya sabía qué ordenador quería: un diminuto portátil de 2,5 centímetros de grosor y con una pantalla de once pulgadas. Saint-Germain hurgó debajo de la mesa y extrajo tres cargadores de batería que colocó enseguida en el suelo, junto a los ordenadores.

—No los utilizo. Quizá nadie vuelva a utilizarlos. Acabaré formateando los discos duros y regalándolos a escuelas parisinas. Escoge el que más te guste. Debajo de la mesa también encontrarás una mochila apropiada para cada ordenador.

Saint-Germain hizo una pausa. Los ojos le brillaban. Entonces empezó a tamborilear los dedos sobre el portátil que Josh estaba observando fijamente.

—Tengo una batería de larga duración de sobra para éste. Es mi favorito —añadió con una sonrisa.

—Bueno, si en realidad no los usas...

Saint-Germain pasó un dedo por encima del ordenador, dibujando una línea en el polvo que lo cubría y mostrándole la marca negra que le había quedado en la yema a Josh.

—Créeme: no los utilizo.

—De acuerdo... gracias, muchas gracias. Es la primera vez que alguien me regala algo así —confesó mientras agarraba el ordenador entre sus manos—. Me quedaré con éste... si estás completamente seguro...

—Lo estoy. Tiene todos los programas instalados; también tiene red inalámbrica y puede conectarse a corriente eléctrica norteamericana y europea. Además, tiene todos mis discos —dijo Saint-Germain—, así que puedes volver a empezar tu colección musical. También encontrarás un archivo mpeg de mi último concierto. Échale un vistazo; es realmente bueno.

—Lo haré —prometió Josh, conectando el ordenador para recargar la batería.

—Ya me dirás lo que te ha parecido. Y sé sincero conmigo —añadió.

—¿ De veras ?

El conde se tomó unos instantes para considerar la pregunta, pero enseguida negó con la cabeza.

—No, no del todo. Sólo si crees que soy un buen músico. Aunque creas que después de casi trescientos años estaría acostumbrado a ellas, siguen sin agradarme las críticas negativas.

Josh abrió el ordenador portátil y lo encendió. La máquina produjo un silbido y un ligero parpadeo y se iluminó. Inclinándose levemente hacia delante, Josh sopló encima del teclado, intentando así apartar algunas motas de polvo. Cuando el disco duro arrancó, la pantalla volvió a destellar y, de repente, apareció la imagen del conde sobre un escenario, rodeado por una docena de instrumentos.

—¿Tienes una fotografía tuya como fondo de pantalla? —preguntó Josh con tono incrédulo.

—Es una de mis favoritas —respondió el músico.

Josh asintió sin desviar la mirada de la pantalla y después echó un vistazo al estudio del conde.

—¿Sabes tocarlos todos?

—Todos y cada uno de ellos. Empecé con el violín hace muchos años; después, me pasé al clavicordio y a la flauta. Sin embargo, siempre he querido estar al día, así que he ido aprendiendo a tocar nuevos instrumentos. En el siglo XVI, utilizaba lo último en tecnología, los nuevos violines, los últimos teclados. Y mírame, aquí estoy, casi tres siglos más tarde, haciendo exactamente lo mismo. Hoy en día es una época idónea para ser músico. Y con la ayuda de la tecnología, finalmente puedo tocar todos los sonidos que escucho en mi cabeza.

Con los dedos rozó las teclas de un teclado y las voces de todo un coro resonaron en los altavoces.

Josh se sobresaltó. Las voces eran tan nítidas que incluso miró hacia atrás para comprobar que realmente no se trataba de personas reales.

—He descargado algunas muestras de sonido, de forma que puedo utilizarlas en mi trabajo —explicó Saint-Germain. Después, se volvió otra vez hacia la pantalla mientras sus dedos danzaban entre las teclas—. ¿No crees que los fuegos artificiales de ayer por la mañana producían sonidos maravillosos? Sonidos crepitantes, sonidos secos. Quizá es el momento de otra Suite de Fuegos Artificiales.

Josh caminó por todo el estudio, observando los discos de oro enmarcados del artista, los carteles firmados y las carátulas de discos.

—No sabía que existiera ya una —dijo.

—George Frideric Handel, 1749, Música para los Fuegos Artificiales de la Realeza. ¡Qué noche aquélla! ¡Qué música!

Saint-Germain pasó una vez más los dedos por el teclado. Esta vez, la música le resultó vagamente familiar a Josh. Quizá la había escuchado en un anuncio de televisión.

—El viejo George —continuó el italiano—. Jamás me agradó.

—Tú no le agradas a la Bruja de Endor —soltó repentinamente Josh—. ¿Por qué?

Saint-Germain esbozó una gran sonrisa.

—La Bruja no siente aprecio por nadie. Y menos por mí, pues me convertí en inmortal por mis propios esfuerzos y, a diferencia de Nicolas y Perry, jamás necesité una receta de un libro para no envejecer. Josh frunció el ceño.

—¿Quieres decir que hay diferentes tipos de inmortalidad?

—Muchos y muy diferentes; hay tantos tipos como inmortales. Los más peligrosos son aquellos que se transforman en inmortales por su lealtad a un Inmemorial. Si caen en desgracia con el Inmemorial, el don se rescinde, por supuesto —explicó. De repente, chasqueó los dedos y Josh dio un salto—. El resultado es un envejecimiento instantáneo. Es una forma de asegurar lealtad eterna.

Se volvió una vez más hacia el teclado y con sus dedos dibujó unas notas que, en conjunto, producían un sonido velado. Alzó la vista cuando Josh se reunió con él en frente de la pantalla.

—Pero la verdadera razón por la que la Bruja de Endor me detesta es porque yo, un mortal común, me he convertido en el Maestro del Fuego.

El conde levantó la mano izquierda. De pronto, una llama de múltiples matices empezó a danzar en la punta de cada dedo. El ático empezó a oler a hojas quemadas.

—¿Y por qué le molesta tal cosa? —preguntó Josh, absorto en las llamas que había creado Saint-Germain. Quería, deseaba desesperadamente, ser capaz de hacer algo así.

—Quizá porque aprendí el secreto del fuego de su hermano —confesó. El ritmo musical cambió completamente, haciéndose ahora discordante—. Bueno, digo «aprendí», aunque la palabra más adecuada es «robé».

—¡Robaste el secreto del fuego! —exclamó Josh.

El conde de Saint-Germain asintió con aire satisfecho.

—De Prometeo.

—Y cualquier día mi tío querrá que se lo devuelvas. La voz de Scathach les hizo saltar a ambos. Ninguno se había dado cuenta de que había entrado en el estudio. —Nicolas está aquí —anunció la Guerrera.

22

icolas Flamel estaba sentado en la cabecera de la mesa de la cocina, envolviendo con ambas manos un tazón de sopa caliente. Delante de él había una botella medio vacía de Perder, una copa de vino y un plato repleto de pan crujiente y queso. Alzó la mirada y saludó con un gesto a Josh y Saint-Germain cuando éstos entraron en la cocina seguidos de Scathach.

Sophie estaba sentada en un lado de la mesa, justo enfrente de Juana de Arco, y Josh no vaciló un instante en sentarse junto a su hermana. El conde se acomodó junto a su esposa. Sólo Scathach permaneció en pie, inclinada ligeramente sobre el fregadero, detrás del Alquimista, y observando meticulosamente la noche parisina. Josh se dio cuenta de que aún llevaba el pañuelo que había cortado de la camiseta negra de Flamel.

Josh desvió su atención hacia el Alquimista. Nicolas parecía cansado y envejecido. Incluso su cabellera blanca mostraba unos reflejos plateados que no estaban antes. La piel había adoptado un color asombrosamente pálido, lo cual enfatizaba los círculos oscuros que rodeaban sus ojos y las profundas líneas de expresión de la frente. Las prendas de ropa estaban arrugadas y húmedas por la lluvia e incluso las mangas de la chaqueta que había colgado en el respaldo de la silla de madera estaban manchadas de barro. Las gotas de lluvia destellaban en su chaqueta de cuero negra.

Nadie musitó palabra hasta que el Alquimista se acabó la sopa. Después, cortó unos pedazos de queso que acompañó con trozos de pan. Masticaba de forma lenta y metódica. Vertió agua de la botella verde en su vaso y la bebió en pequeños sorbos. Cuando al fin hubo acabado, se limpió los labios con una servilleta y dejó escapar un suspiro que delataba su satisfacción.

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