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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (26 page)

Sophie parpadeó y dos enormes lágrimas descendieron por sus mejillas. Apenas tenía recuerdos sobre aquello, tan sólo pequeños fragmentos que parecían extraídos de un sueño.

—Más tarde, en Ojai, fui testigo de cómo provocabas torbellinos y hoy, quiero decir ayer, vi cómo creabas fuego de la nada.

—No sé cómo hago ese tipo de cosas —murmuró.

—Lo sé, Sophie, lo sé —comentó Josh. Se puso en pie y se acercó a la ventana para contemplar la vista sobre los tejados parisinos—. Ahora lo entiendo. He pensado mucho sobre esto. Tus poderes han sido Despertados, pero la única forma de controlarlos, la única forma de que estés a salvo, es mediante entrenamiento y práctica. En este momento, tus poderes son tan peligrosos como tus enemigos. Juana de Arco te ha ayudado hoy, ¿verdad?

—Sí, mucho. Ya no escucho las voces, lo cual es una gran ayuda. Pero hay otra razón, ¿verdad? —preguntó.

Josh giró la espada entre sus manos. La piedra era oscura como la noche y unas diminutas incrustaciones de cristal destellaban cual estrellas fugaces.

—No tenemos ni idea del problema en el que nos hemos metido —explicó en voz baja—. Lo único que sabemos es que estamos en peligro, en un gran peligro. Tenemos quince años, no deberíamos preocuparnos de que alguien nos asesine... o nos coma... ¡o algo peor! —exclamó mientras señalaba la puerta de la habitación—. No confío en ellos. La única persona en la que deposito mi confianza eres tú, la verdadera Sophie.

—Pero Josh —respondió Sophie con tono cariñoso—, yo sí confío en ellos. Son buenas personas. Scatty ha luchado para defender la humanidad durante dos mil años y Juana es una persona amable y dulce...

—Y Flamel ha mantenido el Códex oculto durante siglos —continuó Josh rápidamente. Se tocó el pecho y Sophie percibió el crujir de las dos páginas que le había entregado Flamel. Después, continuó—: Hay recetas en este libro que podrían convertir este planeta en un paraíso, que podrían curar cualquier enfermedad.

Josh vio la desconfianza y la duda en la mirada de su hermana y no vaciló en insinuarle lo evidente.

—Sabes que es cierto.

—La Bruja lo sabe. Y sus recuerdos también me revelan que hay fórmulas en el libro que podrían destruir el mundo.

Josh sacudió bruscamente la cabeza. —Creo que ves lo que quieres ver. Sophie señaló la espada.

—Entonces, ¿por qué Flamel te ha entregado la espada y las páginas del Códex? —preguntó con tono triunfante.

—Creo, y sé, que nos está utilizando. Aunque de momento no sé para qué —confesó. Al ver que su melliza empezaba a realizar gestos de negación con la cabeza, añadió—: De cualquier forma, vamos a necesitar tus poderes si queremos permanecer a salvo.

Sophie alargó el brazo y apretó la mano de su hermano.

—Sabes que jamás haría algo que pudiera hacerte daño.

—Lo sé —respondió Josh con expresión seria—. Al menos, no lo harías de forma deliberada. Pero ¿qué sucedería si él te utilizara, tal y como lo hizo en el Mundo de Sombras?

Sophie aceptó la crítica.

—En aquel momento no tenía control —admitió—. Parecía que estuviera en un sueño, contemplando a alguien muy parecido a mí.

—Mi entrenador de fútbol siempre dice que antes de tomar el control, uno debe saber controlarse. Sophie, si puedes aprender a controlar tu aura y dominar la magia —continuó Josh—, nadie podrá volver a dominarte, a controlarte. Serás increíblemente poderosa. E imaginémonos, por decir algo, que nadie Despierta mi potencial. Podría aprender a utilizar esta espada —explicó mientras intentaba girar el arma. Sin embargo, se deslizó hacia un lado y agujereó uniformemente la pared—. ¡Huy!

—¡Josh!

—¿Qué? Casi ni te das cuenta.

Pasó la manga por el agujero. La pintura y el yeso se desprendieron, dejando al descubierto el ladrillo del interior.

—Lo estás empeorando. Probablemente has roto un pedazo de la espada.

Sin embargo, cuando Josh acercó el arma a la luz, no había ni una marca.

Sophie inclinó ligeramente la cabeza hacia delante.

—Sigo pensando, y lo sé, que estás completamente equivocado sobre Flamel y los demás.

—Sophie, tienes que confiar en mí.

—Y confío en ti. Pero recuerda, la Bruja conoce a estas personas, y confía en ellas.

—Sophie —dijo Josh con un gesto de frustración—, no sabemos nada sobre la Bruja.

—Oh, Josh, lo sé todo acerca de la Bruja —contestó Sophie con gran emoción mientras señalaba su frente—. Y ojalá no fuera así. Su vida, miles de años, están aquí.

Josh abrió la boca para responder, pero Sophie alzó la mano para frenarle y añadió:

—Esto es lo que haré: trabajaré con Saint-Germain, aprenderé todo lo que él me enseñe.

—Y al mismo tiempo, vigílale; intenta descubrir qué se traen entre manos él y Flamel.

Sophie ignoró a su hermano.

—Quizá la próxima vez que nos ataquen podremos defendernos —agregó, contemplando los tejados parisinos—. Al menos aquí estamos a salvo.

—Pero ¿por cuánto tiempo? —preguntó Josh.

24

l doctor John Dee apagó la luz y salió de la gigantesca habitación dirigiéndose hacia el balcón. Apoyó los antebrazos sobre la verja de metal y contempló la majestuosa ciudad de París. Había lloviznado y el aire era fresco y húmedo, empapado del amargo aroma del Sena y del humo de los tubos de escape. Detestaba París.

Aunque no siempre había sido así. Antaño, la capital francesa había sido su ciudad favorita de todo el continente europeo y de aquella época conservaba recuerdos maravillosos. Después de todo, aquella ciudad le vio hacerse inmortal. En una de las mazmorras de la Bastilla, una fortaleza convertida en cárcel, la Diosa Cuervo le había conducido al Inmemorial que le había concedido el don de la vida eterna a cambio de su lealtad incondicional.

El doctor John Dee había trabajado para los Inmemoriales, espiado para ellos y emprendido peligrosas misiones en innumerables Mundos de Sombras. Había combatido ejércitos de muertos vivientes, perseguido monstruos por extensos páramos, robado algunos de los objetos más preciados que muchas civilizaciones consideraban sagrados. Con el tiempo, Dee se había convertido en el defensor de los Oscuros Inmemoriales y en uno de sus sirvientes más eficaces; no había nada que se le escapara de las manos, ninguna misión le resultaba demasiado compleja... excepto cuando estaba relacionada con el matrimonio Flamel. El Mago inglés había fracasado, una y otra vez, en el momento de capturar a Nicolas y Perenelle Flamel. Y muchas de las veces que lo había intentado, había sido aquí, en esta ciudad.

Era uno de los grandes misterios de su existencia: ¿ cómo era posible que el matrimonio Flamel le esquivara? Dee había dirigido ejércitos de agentes humanos, muertos vivientes y especies imposibles de catalogar; había tenido acceso a los pájaros del aire; podía dominar el comportamiento de ratas, perros y gatos. Tenía a su entera disposición criaturas procedentes de la mitología. Pero durante más de cuatro siglos, los Flamel habían logrado huir, primero aquí, en París, después en Europa y finalmente en Norteamérica. Siempre se adelantaban a sus movimientos, abandonando la ciudad un par de horas antes de su llegada. Parecía que alguien les avisara de su presencia. Pero eso era, evidentemente, imposible. El Mago no compartía sus planes con nadie.

De repente, se escuchó cómo alguien abría la puerta. Dee abrió las aletas de la nariz, percibiendo el hedor a serpiente.

—Buenas noches, Nicolas —saludó Dee sin volverse.

—Bienvenido a París —comentó Nicolás Maquiavelo en un latín con acento italiano—. ¿Has tenido un vuelo apacible? ¿La habitación es de tu agrado?

Maquiavelo había ordenado a sus agentes que lo recogieran en el aeropuerto y lo escoltaran hasta su magnífica mansión ubicada en la Place du Canadá.

—¿Dónde están? —preguntó Dee de forma grosera, ignorando así las preguntas de su anfitrión e imponiendo su autoridad. Aunque era unos años más joven que el italiano, él estaba a cargo de la situación.

Maquiavelo se unió con Dee en el balcón. Poco dispuesto a rozar su elegante traje con la verja metálica, el italiano permaneció en pie con los brazos cruzados detrás de la espalda. Nicolas, un hombre alto, distinguido y bien afeitado, contrastaba mucho con Dee, un tipo de complexión pequeña, de rasgos muy marcados, de barba puntiaguda y con el cabello recogido en una coleta.

—Continúan en casa de Saint-Germain. Flamel acaba de reunirse con ellos.

El doctor Dee echó un vistazo a Maquiavelo.

—Me sorprende que no hayas tenido la tentación de intentar capturarlos tú —dijo astutamente.

Maquiavelo contempló la ciudad que tenía bajo control.

—Oh, pensé que debería dejarte a ti su captura final —respondió.

—Querrás decir que te han ordenado que me los dejes a mí —añadió Dee con brusquedad. Maquiavelo no musitó palabra.

—¿La casa de Saint-Germain está completamente rodeada ?

—Completamente.

—¿Y sólo hay cinco personas en el interior? ¿No hay sirvientes, o guardias?

—El Alquimista y Saint-Germain, los mellizos y la Sombra.

—Scathach es el problema —murmuró Dee.

—Quizá tenga una solución para eso —sugirió Maquiavelo con voz pausada. Esperó a que el Mago se diera la vuelta para mirarle con sus ojos pálidos y grisáceos en los que, en ese instante, se reflejaban las luces de la ciudad—. He llamado a las Dísir, las adversarias más fieras de Scathach. Tres de ellas acaban de legar.

Dee esbozó una extraña sonrisa. Después se alejó ligeramente de Maquiavelo y realizó una reverencia.

—Las Valquirias, una elección verdaderamente excelente.

—Estamos en el mismo bando —contestó Maquiavelo, ladeando la cabeza—. Servimos a los mismos maestros.

El Mago estaba a punto de entrar otra vez en la habitación cuando, de forma inesperada, se detuvo y se volvió hacia el italiano. Durante un instante, el hedor a huevos podridos cubrió la atmosfera.

—No tienes la menor idea de a quién sirvo —concluyó.

Dagon abrió las puertas se hizo a un lado. Nicolás Maquiavelo y el doctor John Dee entraron en la biblioteca para saludar a sus visitantes.

Había tres chicas jóvenes en la habitación.

A simple vista, las tres resultaban tan similares que incluso podían confundirse con trillizas. Altas y delgadas, con una cabellera rubia que les rozaba los hombros, las tres lucían unos pantalones tejanos azules, una chaqueta de cuero suave y unas botas de caña hasta las rodillas. Los rasgos de sus rostros estaban muy marcados: mejillas pronunciadas, ojos hundidos y mentones puntiagudos. Sólo el color de sus ojos ayudaba a distinguirlas. Cada una presumía de una tonalidad diferente, desde el azul zafiro más pálido hasta el añil más oscuro, casi púrpura. Las tres aparentaban tener entre dieciséis o diecisiete años pero, en realidad, habían nacido antes que la mayor parte de las civilizaciones.

Ellas eran las Dísir.

Maquiavelo caminó hasta el centro de la habitación y se volvió para observar a cada una de las jóvenes, intentando así diferenciarlas. Una estaba sentada en el majestuoso piano de cola, otra holgazaneando en el sofá y la tercera inclinada hacia la ventana, contemplando la noche parisina y sujetando un libro con cubierta de cuero entre sus manos. A medida que el italiano se acercaba a ellas, las tres giraron la cabeza. Entonces Nicolas se dio cuenta de que el color de sus ojos combinaba con su esmalte de uñas.

—Gracias por venir —dijo en latín. El latín, junto con el griego, era el idioma con que los Inmemoriales estaban más familiarizados.

Las jóvenes le miraron inexpresivas. Maquiavelo desvió la vista hacia Dagon, quien había entrado en la habitación y había cerrado la puerta. Se quitó las gafas de sol, revelando así sus ojos bulbosos, y articuló un idioma que ninguna garganta o lengua humana podría pronunciar.

Las jóvenes le ignoraron.

El doctor John Dee suspiró a modo de desesperación. Se dejó caer sobre una butaca de cuero y se entrelazó las manos produciendo un chasquido.

—Ya basta de tonterías —dijo Dee en inglés—. Estáis aquí por Scathach. Ahora bien, ¿la queréis, sí o no?

La joven apoyada sobre el piano miraba fijamente al Mago. Si bien él se dio cuenta de que ella había girado la cabeza hacia un ángulo imposible, no reaccionó.

—¿Dónde está? —preguntó en un inglés perfecto.

—Cerca de aquí —respondió Maquiavelo mientras deambulaba por la habitación.

Las tres jóvenes centraron su atención en él, siguiéndole con la mirada del mismo modo que un búho sigue el rastro de un ratón.

—¿Qué está haciendo?

—Está protegiendo al Alquimista Flamel, a Saint-Germain y a dos humanos —contestó el italiano—. Nosotros sólo queremos a Flamel. Scathach es vuestra —dijo. Después se produjo una pausa y finalmente añadió—: Si queréis quedaros con Saint-Germain, también es vuestro. Para nosotros es inútil.

—La Sombra. Sólo queremos a la Sombra —intervino la joven sentada junto al piano de cola. Sus dedos danzaban sobre las teclas del piano produciendo un sonido delicado y armonioso.

Maquiavelo cruzó la habitación y se dirigió hacia una mesita, donde se sirvió una taza de café. Desvió su mirada hacia Dee y alzó las cejas y la cafetera al mismo tiempo, ofreciéndole así una taza de café. El Mago negó con la cabeza.

—Deberías saber que Scathach aún es muy poderosa —continuó Maquiavelo, dirigiéndose únicamente a la joven que se hallaba sentada junto al piano. Las pupilas de sus ojos color añil eran estrechas y horizontales. Después, el italiano, continuó—: Derrotó a una unidad de agentes de policía muy entrenados ayer por la mañana.

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