El mal (70 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

—Hazle caso —dijo entonces Beatrice—, y dentro de un rato, cuando el cuerpo no te responda, podrás experimentar el dudoso placer de matar a una amiga. Vas a elegir muy bien a tu tercera víctima, Jules. Sigue perdiendo tiempo mientras oscurece. Luego lo pagarás.

Jules dudaba, alternaba miradas hacia cada una de ellas, como rogándoles en silencio que le ayudaran a decidir.

—¿Pero a ti qué te pasa? —Michelle atacaba ahora a la otra chica—. ¡No sé qué haces aquí, pero no entiendo tanto interés en que Jules se mate! ¿Qué pasa, quieres tener más compañía entre los muertos?

Ahora la que saltó fue Beatrice, sufriendo la herida de aquella acusación.

—¡No estoy muerta! —recuperó el aplomo de golpe, como si se arrepintiese de lo que acababa de decir pero fuera tarde para desdecirse—. Ya no.

Mathieu, mientras tanto, se había ido aproximando a Jules dando un rodeo. Gracias a eso había podido llegar al pequeño muro que impedía el acceso a la cornisa, que él salvó sin ser visto. De algo servía estar en tan buena forma. En aquel punto ya nada lo separaba de la caída al vacío, pensó entre temblores. A continuación, se agachó —tragó saliva, sufría de vértigo y si lanzaba una única mirada hacia la calle se jugaba la vida— y empezó a arrastrarse hacia Jules, que permanecía de pie, sin sujetarse, atendiendo a la disputa entre Beatrice y su amiga.

—Claro que estás muerta —Michelle escupía sus palabras, dotándolas de un desprecio desconocido hasta entonces—. Este no es tu mundo, ya no. Vuelve al tuyo y déjanos en paz...

—Podemos seguir discutiendo —a Beatrice se la notaba dolida por el último ataque de Michelle, aunque no estaba dispuesta a ofrecer una imagen débil—, pero eso no ayudará a Jules. Está condenado, y lo sabes. Debe acabar con todo antes de que sea demasiado tarde...

La súbita aparición de Mathieu, que se alzaba junto a Jules y lo empujaba contra el muro, interrumpió al espíritu errante. Ahora Jules se debatía encajonado entre los fuertes brazos de su amigo, cuyas manos se habían anclado al tabique con la energía del miedo. A Mathieu se le había erizado la piel, luchando por no imaginar la nada que se abría justo detrás de él, a un escaso medio metro. Un escalofrío le recorrió la espalda, y deseó que aquello acabara cuanto antes.

—¡Joder, si sigues moviéndote me vas a tirar, Jules! —se quejó—. ¿Es eso lo que quieres?

Aquel argumento pareció convencer al chico que, resignado, terminó por saltar el muro y situarse fuera de peligro, seguido de Mathieu, bajo la atenta y decepcionada mirada de Beatrice.

Solo entonces Michelle se permitió un prolongado suspiro de alivio. En realidad no habían resuelto nada —todo continuaba siendo absurdo, inabarcable—, pero al menos la situación se había vuelto menos crítica.

Tal vez aquella breve tregua fue lo que hizo que la mente de Michelle recuperara su fluidez, su agudeza. Y empezó a caer en la cuenta de nuevos detalles que no había sabido reconocer.

—Beatrice —comenzó—, ¿tú cómo sabías lo de los cadáveres desangrados? Nosotros nos hemos enterado esta misma tarde...

—Yo también lo sabía —confesó Jules, desde su nueva posición, escoltado por la silueta atlética de Mathieu—. Lo han dicho por la radio y en internet también sale algo. Aunque hay muy poca información.

¿Beatrice escuchando la radio, atendiendo a los periódicos online? A Michelle no le cuadró aquella imagen. Pero sobre todo no le cuadró el dato que la propia Beatrice les había facilitado minutos antes:

—¿Y cómo sabes que la última víctima es un okupa? No creo que la prensa haya facilitado ese detalle...

Michelle recordó la explicación del forense. Según la versión de Marcel, horas antes del asesinato de aquel chico, la detective Betancourt había visto en el mismo lugar a una chica joven, de pelo castaño y bellos rasgos, espiando por una ventana, que poco después desapareció sin dejar rastro.

¿Beatrice, acosando a Pascal?

Michelle, impactada ante su propia audacia, establecía conjeturas que superaban todo lo creíble. Pero la presencia allí de Beatrice era tan oportuna... Ahora que la veía, que observaba sus ojos idos, la imaginaba sin esfuerzo obsesionada con el Viajero.

—Tú estuviste allí, ¿verdad? —preguntó—. En el lugar del crimen.

—Yo... —el espíritu errante no continuó.

Beatrice. Ella, una criatura de otro mundo, acechando en el interior de un viejo edificio donde poco después moría asesinado un joven del que parecía saber demasiado. Aquello sonaba cada vez peor.

Esta vez Jules no había sido capaz de justificarla; él tampoco había logrado averiguar ningún detalle sobre la segunda víctima. Se creó un silencio de lo más embarazoso, cortante. El semblante del espíritu errante fue adquiriendo una hostilidad insospechada, nadie habría imaginado que su rostro angelical podía sufrir una transformación tan drástica.

Entonces, rabiosa, se lanzó contra Michelle dando un sorprendente salto.

CAPITULO 51

Pascal había renunciado en esta ocasión a la eventual compañía del capitán Mayer durante el tramo de sendero brillante. Una vez confirmada la ruta, se había lanzado a buena velocidad por aquel reguero luminoso que serpenteaba entre las tinieblas, y por primera vez no le atemorizaba ese paisaje que caía como un espeso cortinaje de negrura a ambos lados del camino. La propia gravedad de la misión y su extrema urgencia bloqueaban su mente.

Pronto reconoció el punto del sendero que marcaba la posición invisible del barranco —el capitán Lafayette le había facilitado la orientación con la referencia de unas grandes piedras que ejercían de señal natural. Tras estudiar con detenimiento qué panorama se abría entre las sombras, se introdujo en la tenebrosa bruma, en dirección a la grieta del terreno que conducía al nivel de los hogareños. Al poco rato ya había penetrado en la gruta que conducía a su destino.

No se detuvo ni frenó, a pesar de que en su agitado descenso se magulló varias veces las rodillas por culpa de dolorosos golpes contra las rocas. Por fin alcanzó el fondo de aquella brecha —continuaba sin percibir sonidos amenazadores a su alrededor—, y entonces se puso a buscar la silueta de Ralph, ese joven suicida de piel cobriza que se había comprometido a esperarle.

¿Habría cumplido su palabra?

Pronto lo distinguió, sentado sobre un relieve del risco más próximo a la zona de las cuevas, inmóvil. Aún no se había percatado de la presencia de Pascal, y se dedicaba a otear la planicie que se extendía ante sus ojos con la actitud lánguida de quien solo atesora recuerdos. El Viajero imaginó miles de perfiles similares, mudos y estáticos en infinidad de cuevas orientadas al vacío.

La sombría región de aquellos que no se habían aferrado lo suficiente a la vida como para soportar sus dificultades.

Pascal no pudo disimular su admiración al comprobar la forma tan exacta en que se cumplían sus expectativas: al despedirse en la ocasión anterior, había advertido a Ralph que no podía concretar ni el día ni la hora de su siguiente cita —pues se trataba de algo próximo pero imposible de precisar— hasta comprobar cómo se iban desarrollando los acontecimientos en el mundo de los vivos. El suicida, sonriendo ante su ingenuidad, se había apresurado a señalar que no hacía ninguna falta concretar nada. Sencillamente, él siempre estaba allí. La existencia de los suicidas se limitaba a eso. A esperar en soledad la promesa de un horizonte.

Los hechos demostraban que Ralph estaba en lo cierto. Allí se encontraba. Como siempre.

—Hola, Ralph.

El aludido se volvió.

—¡Viajero! —exclamó exaltado—. Pensaba que no ibas a volver.

—El tiempo en mi mundo funciona a otro ritmo.

—Eso es verdad.

—Las cosas se han complicado mucho —comunicó Pascal, impaciente—. Necesito volver a este París sin perder tiempo.

El suicida asintió.

—Pues adelante. Yo ya estoy preparado.

Y le mostró, satisfecho, un alargado palo de madera en el que había incrustado de forma tosca una pieza afilada de algún material desconocido, similar al ámbar pero muy oscuro y con estrías rojizas.

Pascal sonrió.

—Eso no te servirá contra la carne muerta, Ralph.

—Te equivocas —repuso con acento triunfal—. Este mineral solo puede conseguirse en las entrañas de las cuevas de mi región.

—Las cuevas de los suicidas.

—Eso es. Desde tiempos inmemoriales, nuestra esencia se ha filtrado a través de la piedra caliza que conforma el macizo de las cavernas, las lágrimas de la gente que se arrebató la vida han contaminado su composición con nuestra tristeza. Eso ha dado lugar a la aparición de vetas de este mineral en lo más profundo de las cuevas. Y por eso su contacto directo con la piel es tóxico, provoca un estado de melancolía que te anula por completo.

Pascal atendía a las explicaciones con cierto escepticismo.

—¿Y qué efecto puede tener eso contra las criaturas malignas?

—Las desorienta —contestó Ralph—. Yo no puedo acabar con ellas, pero las puedo debilitar para ti.

* * *

Beatrice cayó con fuerza sobre Michelle —esta sintió un escalofrío de espanto al percatarse de que su adversaria ofrecía un sorprendente tacto cálido—, y ambas rodaron por el suelo.

Llegados a aquel punto, incluso Jules se había olvidado por un instante de su situación, y junto a Mathieu se lanzó a separar a las chicas antes de que ese enfrentamiento acabase todavía peor.

¿Qué más podía ocurrir?

Mathieu y Jules tuvieron que hacer uso de todas sus energías para lograr interrumpir aquel combate, pues Michelle se estaba quedando sin respiración bajo su atacante. Así pudieron descubrir la extraordinaria fuerza que Beatrice ocultaba.

«Su propia fuerza la incrimina», alcanzó a pensar Michelle entre mareos. «Ella no es como nosotros. Aunque ya no esté fría y se mueva por este mundo».

Una vez quedó inmovilizada, Beatrice lloró. Y lo hizo con la intensidad, con la rabiosa profusión de lágrimas que solo la repentina conciencia de un error atroz puede provocar.

—Tú no pudiste matar a esas personas, Jules —Michelle dirigía sus ojos a su compañero gótico.

Beatrice seguía sollozando, mientras Mathieu no perdía de vista a su amigo, por si se le ocurría alguna nueva locura.

—Pero qué dices —él se resistía a creerlo, también al borde de las lágrimas—. No sabes el infierno que estoy viviendo. No tienes ni idea...

—Los vampiros no cortan cuellos —insistió ella, terca—. Muerden.

—Pero a lo mejor debo alimentarme así hasta que el proceso termine y me salgan colmillos...

Ella tuvo que reconocer que también había pensado así en un primer momento. Pero la inexplicable presencia de Beatrice, las coincidencias... La versión de Jules era, definitivamente, demasiado fácil, no resolvía todas las incógnitas.

Y, sobre todo, ¿de dónde había sacado el espíritu errante ese sospechoso conocimiento sobre las víctimas? Aquellos crímenes apenas habían trascendido.

No obstante, tampoco la acusación hacia el espíritu errante ataba todos los cabos sueltos. ¿Y la medalla con la inscripción de Bertrand que ella había descubierto en la habitación de Jules?

Aunque, claro, si Beatrice había llegado hasta aquella azotea y había podido espiar de cerca a Pascal... ¿qué limites tenía a la hora de aproximarse a ellos? ¿Hasta qué punto lo había estado haciendo?

Todo era muy confuso. Habían acudido hasta allí para impedir que Jules se suicidara debido a sus remordimientos por las dos muertes. Y ahora, aunque se confirmaba su inexorable infección vampírica, su autoría en los asesinatos no estaba tan clara.

El caso era que los dos cadáveres habían sido desangrados.

Michelle se inclinó sobre Beatrice, todavía sujeta por Mathieu y Jules, y tomó una de sus muñecas.

La otra chica no ofreció resistencia, dejándose hacer con un elocuente gesto de resignación.

No tenía pulso.

Michelle miró a sus amigos moviendo la cabeza hacia los lados.

—Dame —Mathieu cogió con delicadeza el brazo de Beatrice y reanudó la búsqueda, con un resultado igual de infructuoso. Su semblante al soltar aquella mano mostraba un considerable aturdimiento, que se intensificó cuando tampoco pudo localizar los latidos del corazón.

—Jules no ha matado a nadie.

La voz de Beatrice se elevó por encima del rumor bajo del tráfico, un murmullo sordo que alcanzaba aquella altura con una apagada resonancia.

Claudicaba. Por fin.

—Yo... yo ansiaba volver a estar viva.

Beatrice dirigió una mirada cargada de intención a Michelle, que la interpretó a la perfección.

—Todos albergamos la semilla del Mal —comenzó, con la mirada perdida—, su aliento nos acorrala en ocasiones, aprovecha nuestra debilidad y nos hipnotiza con sus tentaciones. Cuando, casi sin darte cuenta, sucumbes a su oferta, esa semilla germina en tu interior, va nutriéndose de ti, te va corrompiendo. Y ya es tarde para todo, no te queda sino seguir adelante, consciente de que avanzas hacia tu propia destrucción.

La voz suave de Beatrice fluía de sus labios teñida de dolor, de un dolor que brotaba de sus mismas entrañas. Nadie osó interrumpirla.

—Yo caí. El Mal, a través de una de sus muchas caras, me ofreció la posibilidad de volver a la vida; mis sueños podían hacerse realidad. Consentí a cambio de un elevado precio: vendí mi alma a cambio de vivir el amor. Sacrifiqué algo eterno... por algo efímero.

«Pero así era el amor», pensaba ella. «Todo por un instante real, por una caricia, por un beso auténtico».

Beatrice lloraba, aunque sus lágrimas parecían envueltas por un extraño sosiego. Michelle escuchaba aquella declaración sin dejar de preguntarse qué papel había jugado Pascal en todo aquello. Ahora los titubeos del chico, su empañada mirada en determinados instantes, despertaron en ella el fantasma del desengaño, de la traición. Porque ¿qué había sucedido entre ellos para que Beatrice estuviera dispuesta a arriesgar tanto?

La magnética voz de Beatrice continuaba, mientras tanto, con su letanía de los horrores:

—Pero el Mal me engañó. Solo cuando mi decisión era irreversible, descubrí que mi cuerpo seguía muerto. Lo único que la oscuridad había hecho por mí era trasladarme a la dimensión de los vivos y ofrecerme la posibilidad de aparentar vida, de calentar este cuerpo que veis, impidiendo la podredumbre que es inevitable.

Beatrice bajó los ojos, hundida ante el peso de los remordimientos que ahora se agolpaban furiosamente dentro de ella.

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