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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (73 page)

En el piso superior, un incrédulo Verger se disponía a conjurar a otro espíritu del Más Allá. Anuladas la detective y la vidente, solo el Guardián se interponía como enemigo digno en su camino hacia la Puerta Oscura.

Pero tuvo que interrumpir su propósito.

Cerca de él acababa de hacer acto de presencia una chica joven, hermosa, que lo miraba desde un rincón cercano con una intensidad subyugante.

¿De dónde había salido? Verger había detenido sus movimientos, perplejo. ¿Qué hacía allí?

* * *

Los padres de Dominique contemplaban ensimismados el hueco que había dejado la camilla en la unidad de cuidados intensivos. Desde que se lo llevaran para la intervención quirúrgica, allí solo habían quedado cables sueltos —que por fin habían dejado de oscilar, una declinante inercia que parecía conservar el hálito vital del joven muchacho—, monitores desconectados y las varillas metálicas destinadas a soportar el peso de los goteros.

Los padres dejaban vagar sus miradas en torno a ese vacío, esperanzador en el fondo. Mientras aquel lugar no fuese ocupado por otro cuerpo, por otra víctima de la enfermedad o de un accidente, resistiría viva en ellos la ilusión de que Dominique retornase con el corazón palpitante. Mientras él conservara aquel lugar asignado, aquel espacio entre agonizantes, su futuro no quedaba descartado por los doctores.

El tiempo transcurría y continuaban sin tener noticias. La sala donde tenía lugar la intervención estaba cerrada a cal y canto; ni una rendija permitía atisbar las maniobras, los gestos de los cirujanos.

Y los padres aguardaban, enfrentándose a un goteo continuo de visitas —familiares, amigos, compañeros de su hijo— y llamadas a sus móviles. El miedo impedía que sus cuerpos ofreciesen el aspecto exhausto que en otras circunstancias habrían mostrado. Allí seguían, atentos a cada sonido que prometiera noticias.

Unas noticias que no llegaban.

* * *

Edouard, pálido, había estado escuchando el eco amortiguado de multitud de ruidos, la desordenada cadencia —casi el fragor— de un combate que se libraba al nivel de la calle. El joven médium dio la espalda a la Puerta Oscura y, adelantándose, se situó bloqueando la puerta del sótano.

«Constituyo la última barrera», se repitió enfrentándose a su propio nerviosismo.

Acarició el talismán que le entregase Daphne meses atrás y el grueso medallón que lo acreditaba como Guardián. Sentía que aquellos objetos le insuflaban aliento, firmeza, que de alguna manera multiplicaban sus fuerzas. La propia Puerta ejercía, además, de catalizador de sus capacidades. Sin duda, a pesar de su soledad, en aquel entorno Edouard se había vuelco mucho más fuerte de lo que jamás había sido. Y percibía ese vigor que estimulaba sus músculos y su mente rodeándolo de un aura especial.

No obstante, si se cumplían las peores expectativas y Verger superaba la resistencia de Marcel Laville y su maestra, ¿cómo podría él detener a aquel poderoso hechicero?

Tal vez Verger hubiera quedado muy debilitado a pesar de su victoria, procuró animarse. En caso contrario...

CAPITULO 53

Verger apenas lograba entender no solo la súbita aparición de aquella chica tan joven en ese lugar, sino, sobre todo, la absoluta e inquebrantable insolencia con la que le mantenía la mirada.

Qué excepcional solidez, qué aplomo.

En el vestíbulo se oyeron más pisadas. Verger, todavía titubeante ante aquel cambio en las circunstancias, se asomó para descubrir la llegada de un chico y una chica a los que reconoció gracias al espionaje que había llevado a cabo en el entorno de Pascal Rivas: eran amigos del Viajero, que se apresuraban en aquel momento a socorrer a la detective al distinguir su cuerpo caído en uno de los laterales de la estancia.

¿Qué estaba ocurriendo?

La situación se le iba de las manos. Furioso, se inclinó sobre el tapete que mantenía extendido en el suelo, decidido a convocar una nueva presencia de ultratumba que acabase con todo rastro de vida en aquel palacio.

—No.

Verger ya extendía sus brazos cuando aquella firme negativa llegó a sus oídos a través de la delicada voz de la chica desconocida. El hechicero, anonadado, se irguió y alzó los ojos hacia ella.

La joven se había aproximado, escapando del resguardo de las sombras. La tenue luz de las antorchas permitió a Verger advertir la verdadera esencia de sus pupilas vidriosas. Su cuerpo, a la espera de una nueva dosis de sangre, empezaba a mostrar su aspecto real.

—Está muerta —musitó, empezando a tomar conciencia de lo que ocurría.

Verger hizo una mueca de pavor, consciente de que no disponía de armas para enfrentarse a aquel ser que continuaba, inexorable, acercándose a él con una extraña parsimonia, como si ya nada importase, como si el destino estuviera sellado para ellos.

El hechicero, impotente, incapaz de hallar una salida, giró el rostro hacia el vestíbulo donde permanecían los demás. Todos observaban la escena en completo silencio. En sus gestos solemnes pudo apreciar la provocación de una renacida esperanza.

La joven muerta llegó hasta él. Verger procuró en vano apartarse, espantado, hasta sentir contra la espalda la barrera inamovible de un tabique de piedra. Gritó.

Beatrice sonreía, sin despegar sus ojos de los de su oponente. Adelantó sus manos, ahora frías, en un tenebroso abrazo del que el hechicero no pudo zafarse. El contacto con aquella piel muerta anuló la voluntad de Verger. Bajo aquel cuerpo adormecido latía el pánico.

La chica lo fue llevando, casi con ternura, siempre a la misma velocidad. Juntos subieron aquella escalera hasta alcanzar el piso que Beatrice buscaba. Ella lo conducía casi de la mano, lo hipnotizaba con sus pupilas transparentes. Y le sonreía.

Se situaron junto al amplio ventanal cuyo cristal había destruido Verger para acabar con la detective Betancourt. Desde allí veían el París cotidiano, su amalgama de tejados, el resplandor amarillento de las farolas, el paso fugaz de algún vehículo.

Y la noche, que los recibía con su frescor invernal.

Beatrice dio un paso más, situándose al borde de la repisa.

—Nos queda mucho camino juntos, mucho más que los metros que nos separan del suelo —le susurró ella al oído—. Yo debo morir por segunda vez. Ambos hemos de pagar el precio por escoger el camino de la oscuridad.

Entonces Beatrice, lanzando una última mirada melancólica al vestíbulo, en una suerte de despedida dirigida en realidad a un Viajero que ahora no estaba allí, se dejó caer por el ventanal, arrastrando con ella a André Verger. Él lanzó un grito desesperado que se prolongó hasta que sus cuerpos se estrellaron contra la acera.

* * *

Durante el camino —la senda pedregosa que ahora atravesaba, con aquel cielo pétreo salpicado de fisuras de luz— no habían surgido contratiempos, y el Viajero había aprovechado para informar a Ralph de los pormenores de la misión que debían llevar a cabo. El suicida arrugó el entrecejo cuando oyó hablar del ente demoníaco, pero mantuvo su actitud intrépida.

—Necesito escapar de mi rutina —se explicó—. Puede que esta sea la última vez que pueda hacerlo. Y si ya me estoy arriesgando al rebasar el recinto de las cuevas, ¿qué importa llegar más lejos?

A Ralph, además, Pascal le inspiraba una confianza absoluta que lo impulsaba con su propia fuerza. No había olvidado el victorioso combate que aquel misterioso vivo del que se consideraba deudor había librado contra las alimañas.

El Viajero había asentido en silencio al escuchar aquellos argumentos. El mismo ponía en juego mucho más: su vida y su muerte, la felicidad de su familia y amigos, un hipotético futuro con Michelle. Michelle... Su recuerdo le inundó por un momento.

Pascal y el suicida se hallaban ya ante París, frente al panorama desértico de aquella ciudad atrapada en una dimensión detenida que parecía absorber incluso el eco. El Viajero no podía evitarlo: cada vez que se encontraba con esa imagen apocalíptica necesitaba dedicar unos minutos a contemplarla con gesto cautivado. Ya se había acostumbrado a apreciar la belleza hostil que albergaban los lugares más inhóspitos, aunque en esta ocasión apenas se demoró en esa recreación.

—Vamos primero al cementerio donde está enterrado Marc Vicent —adelantó, consultando el plano de París que acababa de sacar de su mochila—. Se trata de una de las localizaciones donde es más probable que el ente se haya refugiado.

—Vale.

—Y no olvides que nos interesa que no nos descubran hasta el último momento.

Ambos se adentraron en la ciudad poniendo especial cuidado en no resultar visibles desde las ventanas oscuras de las casas. Avanzaban mediante correteos furtivos para salvar los espacios abiertos, y mientras atravesaban las aceras no se separaban de las paredes de las construcciones. Se comunicaban por gestos, como miembros de un comando en plena misión.

Transcurrió una hora. La silenciosa apatía reinante, la ausencia de movimiento y ruidos que flotaba en el ambiente, provocaba que el camino se hiciera aún más largo de lo que en realidad era. De todos modos, el cementerio de Montmartre quedaba lejos del punto por el que ellos habían accedido a la ciudad —al menos, este avance los situaría cerca del segundo objetivo—, una distancia que iban superando sin encontrar resistencia visible.

Nada
parecía
perturbar la paz que imperaba en aquella región.

Por fin alcanzaron su destino y llegaron hasta la puerta del camposanto que les interesaba. Estaba cerrada. Pascal aprovechó aquella pausa para consultar el plano elaborado por Dominique y confirmar hacia dónde tenían que dirigirse. La simple visión del papel arrugado con los trazos a boli trajo a la memoria del Viajero la imagen penosa de su amigo ingresado en el hospital, y la conciencia de que se encontraba muy cerca del lugar donde Dominique había sufrido el atropello. El lugar donde probablemente había sido víctima no del accidente, sino de la trampa.

—¿Crees que ese demonio nos espera? —preguntó Ralph en voz baja, ayudando al Viajero a volver de su ensimismamiento.

Pascal lo pensó un instante, suponiendo que el ente demoníaco tendría previsto el contratiempo de que Verger no lograra atraparlo en el mundo de los vivos.

—Sí —reconoció, contrariado—. Aquel hogareño que me atacó, seguro que nos ha delatado. El ente sabe que voy a acudir. Y si, tal como imaginamos, Verger está detrás del atropello de mi amigo, eso quiere decir que el hechicero lo sorprendió buscando la tumba del ente, así que puede incluso que también él haya tenido tiempo de comunicárselo a Marc.

—Vaya.

—Por eso nos estamos mostrando tan cautos. No creo que contemos con el elemento sorpresa. Ya no.

Sin embargo, de nada servía aguardar, así que el Viajero desenvainó la daga y, haciendo un gesto al suicida, se apresuró a sobrepasar el acceso principal al cementerio para dirigirse hacia uno de los laterales. Ralph avanzaba tras él esgrimiendo su afilado palo.

Por fin llegaron hasta una puerta más discreta, que también estaba cerrada con llave. ¿Era aquel un indicio prometedor?

—Es muy raro que no se pueda entrar al cementerio —opinó Ralph, compartiendo las suspicacias del Viajero—. A lo mejor sí está en el interior esa criatura que buscas.

Sin duda, la estrategia que Marc había mostrado hasta el momento permitía contemplar aquella alternativa. Pascal aproximó el filo de su daga a la cerradura, que empezó a derretirse debido al calor que producía el arma. A los pocos segundos, entraron.

La calma reinaba entre las tumbas.

—En un cementerio no puede haber hogareños —susurró Ralph, mirando hacia todos lados—. Aunque como moradas de sueño eterno tienen su reflejo en este nivel.

Esa afirmación reducía las ya menguadas posibilidades de que el ente hubiera escogido aquel emplazamiento para ocultarse; si en verdad contaba con el apoyo de algunos espíritus, no iba a desperdiciarlo de aquella manera tan estúpida, retirándose al único enclave donde no podían acompañarle. No. De todos modos, tenían que comprobarlo.

Los dos caminaron entre lápidas, sin provocar el más leve ruido, armas en ristre. Pronto quedó ante su vista la tumba que buscaban; leyeron sobre ella el nombre que ahora representaba al Mal: Marc Vicent. Sin embargo, el vacío se palpaba en cada rincón de aquel recinto mortuorio, confirmando que allí no encontrarían al ente demoníaco.

Todo lo que se mostraba ante sus ojos era un simple recuerdo sobre el que ni siquiera se agitaba el viento.

Pero se engañaban. No todo era un recuerdo. Un gruñido amenazador acababa de llegar hasta ellos, un aliento agresivo que los alcanzó sorteando las sepulturas con rapidez hambrienta. Al Viajero se le heló la sangre.

Algo más merodeaba por el cementerio, algo que los había detectado.

Aquel sonido corroboraba la suposición de Pascal: Marc le esperaba. Lo que el chico no había imaginado era que el ente tendría tan claro cuál sería el primer lugar al que se dirigiría el Viajero una vez en el nivel de los fantasmas hogareños.

El espíritu maligno le había tendido una trampa.

* * *

En el interior del palacio se había impuesto el silencio. La calma retornaba a la escena tras la violencia, se deslizaba por los muros de piedra con la discreta suavidad del telón aterciopelado que discurre por el escenario anunciando el final de la función.

Una representación improvisada que, como las mejores obras, había dejado para el final un truculento golpe de efecto.

Casi podían percibir el eco del adiós de Beatrice flotando aún junto al ventanal resquebrajado, sus cabellos agitándose en la caída mortal como el vaivén de un pañuelo que oscila en ademán de despedida.

Ellos se miraban unos a otros, ensimismados, todavía asumiendo lo que acababa de suceder.

Todo había acabado allí. André Verger era historia, su cuerpo permanecía aplastado sobre una acera, en un justiciero guiño al modo cruel en que el atropello había dejado a Dominique tendido en el asfalto.

Todo había acabado allí, en efecto; aunque solo allí. Pascal continuaba inmerso en su propio reto, ignorando la suerte corrida por el espíritu errante.

Poco a poco, cada uno de ellos fue sobreponiéndose a la impresión y tomando conciencia de que aquel paréntesis absorto no detenía el tiempo.

El ente continuaba proyectando su sombra sobre el mundo de los vivos.

CAPITULO 54

Eran dos carroñeros, grandes, corpulentos y en avanzado estado de descomposición, que habían ido aproximándose a ellos en actitud acechante, con los ojos inyectados en sangre.

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