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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (74 page)

Pascal, mientras se ponía en guardia, sintiendo cómo se intensificaba la energía que irradiaba la daga, entendió ahora por qué el cementerio estaba cerrado. El ente debía de haber atraído a aquellas dos fieras y las había dejado encerradas a la espera de que el Viajero se encontrara con ellas. Ralph, con menor convicción, alzaba su palo.

Pascal se situó delante y aguardó el primer ataque, que apenas tardó unos segundos en producirse. El mayor de los carroñeros dio un salto entre dos tumbas e intentó caer sobre ellos con las garras extendidas. El Viajero, atento, adivinó la maniobra y se retiró a tiempo de esquivar aquella masa pestilente. Ya experto en la lucha cuerpo a cuerpo, no esperó para lanzar una estocada; sabía que el aterrizaje brindaba unos instantes en los que el adversario se mostraba más vulnerable. Por eso dio un paso adelante mientras lanzaba un tajo que hirió al carroñero en el vientre, y lo dejó en el suelo retorciéndose entre aullidos. De su cuerpo manaba en abundancia un líquido turbio y humeante.

El otro ser había aprovechado para aproximarse por un lateral, pero, sorprendentemente, Ralph había logrado frenarlo blandiendo su estaca. Quizá la intuición animal de la bestia le advertía de que aquella arma tan rústica ocultaba un riesgo mayor que el aparente.

Lo que hubieran dado ellos dos por poder dejar de escuchar los rabiosos bramidos que surgían de las bocas infectas de aquellas criaturas.

Gracias al tiempo que le había hecho ganar el suicida, Pascal pudo terminar de ejecutar al primer carroñero decapitándolo de un golpe limpio, antes de avanzar para encararse con el segundo, que enseñaba los dientes como un perro rabioso.

Una vez más, ante la intimidante agresividad de aquel ser, de complexión mucho más fuerte y mayor altura, Pascal se dejó llevar por los propios estímulos que nacían de la daga. En su mente se dibujó el trazado certero que, de inmediato, su mano armada describió en el aire para frenar el ímpetu con el que la criatura se abalanzaba sobre él. El carroñero poco pudo hacer para esquivar aquel filo brillante que alcanzaba su cuerpo con extrema facilidad, a pesar de sus aspavientos nerviosos y la furia con la que intentaba arrastrar a Pascal bajo su abrazo. Muy pronto, hostigado por el Viajero, empezó a acusar las heridas infligidas por la daga sin haber logrado rozar siquiera a su adversario, tras el que se parapetaba un asustado Ralph.

El carroñero cayó al fin, incapaz de sostenerse. Incluso entonces no reducía su fiereza y continuaba lanzando zarpazos. Su creciente debilidad permitió poco después que Pascal lo ensartara de un solo golpe, acabando con él definitivamente.

Ni él ni Ralph perdieron el tiempo. Era evidente que allí no iban a encontrar lo que buscaban, así que comenzaron a caminar para dirigirse al segundo de los objetivos posibles: el lugar donde Marc, en vida, había secuestrado a su última víctima.

Pascal ya no se molestaba en envainar su daga; habría sido absurdo en aquella situación en la que en cualquier momento podía surgir el peligro. Por eso la mantenía empuñada mientras se deslizaban por aquel territorio.

De nuevo se encontraron recorriendo las calles desiertas de París, conforme a la ruta marcada por el plano que Pascal consultaba cada cierta distancia. Tomaban las mismas precauciones que habían tenido desde el principio, evitando quedar al descubierto demasiado tiempo al cruzar de manzana, y sin separar casi la espalda de los tabiques de los edificios. Por su propia naturaleza, los hogareños solían permanecer en las profundidades de las construcciones donde aguardaban, así que aquella forma de moverse dificultaba que fuesen interceptados.

—Cuidado —susurró el suicida a Pascal, señalando una ventana abierta a la altura de la calle.

El Viajero comprendió y se agachó para esquivarla. Si, tal como sospechaban, había algunos fantasmas hogareños que obedecían a Marc, cabía la posibilidad de que modificasen sus hábitos para atacar desde los límites de sus propios emplazamientos. ¿Quién estaba en condiciones de asegurar que no existía ese peligro acechando en los lugares que atravesaban? Había que ser muy cuidadoso, y una ventana abierta podía convertirse con facilidad en una trampa.

Por fin, casi dos horas después, llegaron hasta las proximidades del parque infantil que constituía su objetivo. Ahora debían extremar la prudencia. Por eso Pascal detuvo el avance y se giró hacia el suicida.

—De acuerdo con el plano, la zona que nos interesa comienza detrás de esa esquina —la señaló, cien metros más adelante—. ¿Seguro que quieres continuar? Este no es tu problema, puedes esperarme aquí.

El Viajero arriesgaba mucho. Ansiaba la compañía del otro chico en aquel mundo donde el aislamiento se hacía patente con una consistencia casi física; pero no estaba dispuesto a arrastrarlo a una suerte incierta. Ya sufría bastantes remordimientos como para incrementarlos, en caso de que a Ralph le ocurriese algo. Había que correr los riesgos imprescindibles y no estaba en condiciones de garantizar la seguridad del suicida.

Ralph se lo pensaba, mientras tanto. Sabía que se enfrentaban a una criatura peligrosa, y un descuido podía conducirle a la Tierra de la Oscuridad. Por otra parte, quedarse allí también tenía sus inconvenientes; aunque no era habitual en aquel nivel, cabía la posibilidad de que apareciese un centinela y lo sorprendiese fuera de la zona que le correspondía. Pero no había tiempo para demorarse en reflexiones.

—Voy contigo —decidió al fin.

Pascal, ya con el rostro grave que imponía la concentración, no volvió a preguntarlo. Se limitó a asentir sin dejar de observar aquel recodo que les impedía divisar el sector donde, en principio, se ocultaba Marc. Sus ojos, con una severidad desconocida en él, no se apartaban de aquella dirección, y la daga también parecía haber intensificado su potencia, como si la proximidad del Mal estimulase sus poderes. No era la primera vez que Pascal se percataba de aquella reacción en su arma. Tal vez se trataba de avidez, como la que invadía a los guerreros ante la inminencia de la batalla.

El chico inició sus pasos sin mitigar la firmeza en cada zancada; en su interior, ahora solo tenía cabida su faceta de Viajero. En cuanto salvó la distancia que los separaba de la esquina, se detuvo y, apretando con fuerza la empuñadura de su daga, asomó la cabeza lo justo para calibrar el panorama que se extendía ante ellos.

Nada sospechoso.

No se veía el parque infantil, tan solo un espacio vacío entre los edificios. Algo lógico: Pascal cayó en la cuenta de que ese recinto que había esperado divisar no tenía rango de morada. Lo único que se había hecho en aquel espacio era jugar, reír. Nada quedaba allí de esos recuerdos, resonancias de una vitalidad infantil que tenía que resultar insultante en ese entorno marchito.

Tampoco se percibía ninguna presencia en las proximidades, tan silenciosas como todo en la dimensión de los hogareños.

Lo que sí llamó la atención del Viajero fue una de las puertas de la construcción más próxima al lugar donde debería estar el parque. Se trataba de una casa vieja, de cinco alturas, cuya fachada mostraba un color gris polvoriento y que terminaba en un tejado del que sobresalían varias chimeneas de piedra salpicadas de hollín.

Aquella puerta, entornada, mostraba el interior en sombras de la casa.

La única puerta abierta de cuantas se ofrecían ante su vista; una imagen tentadora, una invitación sutil a continuar su búsqueda.

¿Se trataba de un nuevo ardid de su adversario? El Viajero lo dudó, pues Marc no contaría con que él apareciese tan pronto en aquel lugar. En realidad, daba igual. Pascal ya estaba sobre aviso de los peligros existentes y no tenía más alternativa que avanzar siguiendo aquel rumbo. No era posible llegar hasta el ente demoníaco sin asumir riesgos.

El Viajero se giró, comprobando que Ralph —palo en mano— continuaba a su lado. Después, comenzó a caminar hacia aquel acceso que se mantenía tan estático como todo lo demás. Allí no había ráfagas de aire que aminorasen siquiera por un instante la pesadez del silencio o provocaran el alivio de un leve movimiento. Nada.

Ambos fueron cubriendo casi sin respirar los metros que los separaban de aquel edificio, atravesando el área donde, en el mundo de los vivos, los columpios existían.

Llegaron hasta la puerta, se detuvieron en su vano. La calma no se había interrumpido, aunque los dos sentían como si aquella precaria serenidad hubiese aumentado su espesor hasta hacerse asfixiante. Pascal atisbo en el interior el comienzo de unas escaleras. Había que decidirse.

El Viajero y Ralph se miraron mientras atenazaban sus armas con resolución. Y Pascal se dispuso a dar el primer paso.

* * *

En el sótano, todos se iban recuperando de lo vivido. Edouard escuchaba, todavía disfrutando del inmenso alivio que suponía el hecho de que quien apareciese tras los múltiples ruidos y gritos no fuese Verger. Habían vencido. Al menos, de momento.

La batalla terrenal se había superado. No obstante, incluso los éxitos tenían un precio, y se trataba de un coste que iba más allá de las heridas y lesiones que presentaban Marcel y Daphne.

—La detective Betancourt ha muerto —comunicó en ese momento Marcel, con gravedad, mientras acariciaba su espada.

Poco a poco iba rescatando del contacto con el arma las energías consumidas en el pulso con Verger.

Sabedor de lo que la policía podría necesitar —alguna patrulla acudiría enseguida, teniendo en cuenta que sobre la acera permanecían aún los cadáveres de Beatrice y André Verger—, no habían movido el cuerpo de Marguerite, y eso que dejarla allí arriba, sola, resultaba muy duro. Lo que habían hecho, al menos, había sido cubrirlo, con extrema delicadeza. Aunque eso supusiese contravenir las normas que tan bien conocía Marcel.

Todos los accesos a la zona subterránea del palacio habían sido bloqueados por tabiques corredizos que encajaban con precisión en los cimientos del edificio, de modo que los agentes encargados de investigar las muertes de Marguerite, Beatrice y Verger jamás sospecharían lo que se ocultaba en aquel antiguo caserón.

La mente de Marcel volvía una y otra vez, mientras se preparaba para la inminente aparición de la policía, al bulto tapado de su amiga detective.

Una manta no podía eludir el hecho innegable de que ella había fallecido en acto de servicio, pero al menos a ellos les permitió abrigar la sensación de que la cuidaban, de que se despedían de ella con un último gesto cariñoso. Se lo merecía. El forense imaginó que, lo que en el fondo había conducido a Marguerite a ese fatal desenlace, lo que en realidad la había llevado al palacio aquella noche, era la convicción de que sus propias armas continuaban sirviendo. A pesar de los extraños fenómenos que la enorme mujer había visto en los últimos tiempos, seguía aferrada a los parámetros racionales que sustentaban su vida. Y tenía su lógica.

Pero se equivocaba, y acudir al palacio de Le Marais había sido un error de trágicas consecuencias. Valiente y honesta, la detective se había negado a quedarse al margen, como pretendía Marcel, y lo había pagado con su vida. Al menos nadie de su comisaría estaba al tanto de sus últimos movimientos, por lo que disponían de más tiempo antes de inoportunas intromisiones.

—Lo siento —dijo el joven médium, consciente de la amistad que el Guardián había mantenido con Marguerite Betancourt.

Marcel le pasó un brazo por los hombros.

—Gracias, Edouard. Ella luchó hasta el final.

Michelle y Mathieu ayudaban mientras tanto a Daphne, todavía muy débil, a acomodarse en uno de los asientos cerca de la Puerta Oscura. Habían convenido no sacar el tema de Jules hasta que todo hubiese terminado, por lo que no habían explicado ni su repentina marcha del palacio, ni su más que oportuna aparición algo más tarde. Sin embargo, el joven médium, ajeno a esa determinación, aludió a ello.

—He notado una presencia extraña... —dijo entonces Edouard—. Durante vuestro enfrentamiento con el hechicero.

Tanto Marcel como Daphne se habían vuelto hacia los chicos que habían traído al espíritu errante, con la interrogación pintada en la cara.

—Era Beatrice —reconoció Michelle, procurando camuflar lo mucho que le dolía hablar de ella, incluso pensar en Pascal—. Había venido a nuestro mundo para encontrarse con el Viajero...

—¡Un momento! —cortó Edouard, sobresaltando a todos—. Percibo algo.

El médium se había levantado de su silla y, con los ojos cerrados y el rostro alzado, parecía asistir a ráfagas invisibles que llegaban hasta él desde diferentes puntos.

—¿El Viajero? —preguntó Daphne.

Edouard asintió en silencio; se concentraba para delimitar la señal, para ubicarla en la distancia.

—Es él —extendió un brazo y señaló una dirección—. Por allí.

El joven médium no se movía, muy pendiente de sus propias sensaciones.

Marcel se apresuró a conseguir un plano de París que guardaba en una estancia próxima. Volvió enseguida y, atendiendo a la orientación del edificio dentro de la ciudad, buscó localizaciones sospechosas que se ubicasen en la dirección marcada por el chico.

—Justo —notificó—. En ese sector de la ciudad está el parque infantil donde Marc cometió su último delito.

—Donde Dominique intuía que podía encontrarse Marc —murmuró Mathieu.

Durante un fugaz instante, todos se preguntaron por el estado del muchacho atropellado. La ausencia de noticias sobre él, dadas las circunstancias, podía constituir un buen síntoma. Tal vez se había estabilizado dentro de la gravedad... o quizá la falta de novedades radicaba en un simple problema de cobertura. A fin de cuentas, habían pasado buena parte del tiempo en el sótano del palacio.

—De todos modos, necesito saber cómo se encuentra —declaró Michelle.

—Todos lo necesitamos —se apresuró a añadir Mathieu—. Vamos a llamar.

Marcel le alargó su móvil, el único que mostraba señal. Michelle tecleó en él, tensa ante la amenaza que suponía cualquier información reciente sobre las críticas circunstancias de su amigo.

—Edouard, id mientras tanto al parque infantil —la Vieja Daphne, sobreponiéndose a su propio agotamiento, exhibía en sus facciones una firmeza casi juvenil—. El Guardián y tú. Pascal puede necesitaros y desde allí será más fácil que entréis en contacto con él. Los demás nos quedaremos aquí, custodiando la Puerta.

—Ya hay quien se encargará de atender a la policía cuando llegue —advirtió Marcel—. Vosotros no salgáis de esta zona subterránea bajo ningún concepto; no podemos permitirnos que os vea ningún agente.

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