Read El menor espectáculo del mundo Online
Authors: Félix J. Palma
—Dame el puto número, zorra —escupió Caparrós entre dientes—, si no quieres que desparrame tus sesos sobre la mesa.
Mateo suspiró. No sabía qué le escandalizaba más, si la aplicación con que Caparrós representaba su papel o aquellas frases imposibles. Echó una mirada rápida a su alrededor, y comprobó con alivio que nadie parecía reparar en lo que estaba sucediendo al fondo de la sala. La mujer tecleaba en el ordenador, con la expresión demudada, mientras Caparrós tamborileaba con los dedos de la mano libre sobre el mostrador.
—Está en la UCI —anunció al fin la enfermera con un hilito de voz—. Última planta. Habitación 134.
—Buena chica —la consoló Caparrós con una dulzura casi paternal—. Ahora escúchame atentamente. Voy a apoyarme en el mostrador para apuntarte por debajo de mi brazo sin que nadie pueda verme. Así estaremos un tiempo, hasta que mi amigo regrese. No quiero hacerte daño, pero en cuanto vea un movimiento sospechoso por tu parte no dudaré en apretar el gatillo.
Al oír aquello, Mateo palideció casi tanto como la mujer. ¿Cuántas veces había hecho aquello Caparrós? ¿A cuántas enfermeras habría encañonado con pistolas de juguete? Su compañero se giró hacia él con una amplia sonrisa en los labios y le dedicó un gesto de apremio.
—Vamos, no tenemos todo el día —lo azuzó—. Habitación 134. No lo olvides.
Mateo asintió atolondradamente, y se internó por el pasillo que conducía a los ascensores. Habitación 134, habitación 134, repetía mientras caminaba con la cabeza gacha, evitando mirar al personal del hospital con el que se cruzaba. Cuando alcanzó los ascensores tenía la espalda revestida de sudor. Echó una mirada por encima de su hombro, pero nadie parecía prestarle la más mínima atención. Para su sorpresa, el plan estaba saliendo bien. Caparrós había cumplido su parte como un verdadero profesional. Ahora era su turno. No podía dejarse llevar por los nervios y estropear un plan que él mismo había trazado. Respiró hondo, tratando de serenarse. Cuando las puertas del ascensor más próximo se abrieron, Mateo se apresuró a entrar en él. Estudió el panel de botones, pulsó el de la última planta, y aguardó. Por fortuna, las puertas del ascensor se cerraron antes de que alguien más lo abordase, y Mateo, solo en el interior de la cabina, pudo recostarse contra una de las paredes y pasarse un pañuelo por la frente enjoyada de gotitas de sudor. Le hubiese gustado seguir allí dentro de por vida, recorriendo pisos de algún edificio interminable, un estilete de cemento y cristal clavado en la lustrosa piel del firmamento, pero las puertas del ascensor se abrieron sin apenas darle tiempo a guardarse el pañuelo.
Ante él se extendía ahora el reino de la Dolores, un territorio hecho de pasillos yermos, en los que el silencio flotaba como un velo misterioso. Emprendió su recorrido leyendo los números de las puertas, hasta que encontró la que ostentaba el 134. Mateo tragó saliva. Tras aquella puerta se encontraba la Dolores. Apoyó en ella una mano trémula, y empujó. Se encontró entonces en una habitación cuadrada y diminuta, en la que desplegar un mapa de carreteras habría supuesto el riesgo de una muerte por asfixia. En su centro, había una cama con ruedecitas, sitiada por un puñado de máquinas enigmáticas. En ella descansaba, cubierto hasta el cuello por una sábana, el bulto marchito e inerte en el que se resumía ahora la Dolores. Tenía varios electrodos estratégicamente repartidos por el cuerpo, que traducían la absorta melodía de su interior en líneas y pitidos, y un grueso tubo transparente culebreaba desde su tráquea hasta una máquina con aspecto de microondas aplastado. El resto de los armatostes parecían tener cometidos impenetrables o ignominiosos. Mateo se acercó a la mujer con movimientos reverentes. En realidad, sólo algo parecido a una todopoderosa conciencia cósmica podría decirle si la Dolores se encontraba en aquella cama a causa de su desplante, o sencillamente porque le había llegado el turno, pero ante la duda, Mateo, como cualquier hombre hubiese hecho en su lugar, había elegido cargar con la responsabilidad de lo sucedido, y por ello mismo se sentía en deuda con la mujer. La examinó con afecto. La Dolores tenía los ojos cerrados y, privada de la dulzura de sus pupilas, su expresión semejaba la de un siniestro tótem. Daban ganas de sacrificarle un cordero y exigirle cosechas favorables.
—Hola, Dolores —la saludó—. Soy yo. Soy Mateo.
La mujer no se molestó en desbaratar el silencio al que la obligaba el coma.
—Te han traído al infierno —continuó Mateo echando un vistazo afligido a su alrededor—, pero yo he venido a llevarte al cielo.
Tras decir aquello, sacó del bolsillo las tijeras de podar setos que había sustraído de casa de su hijo. Probablemente, la máquina que le prestaba la respiración tendría un interruptor de apagado en alguna parte, pero estaba convencido de que no lograría encontrarlo sin el manual de instrucciones. Era mucho más rápido y seguro cortar el tubo que se le hundía en la tráquea con aquellas tijeras de las que su hijo, quizá previendo aquel momento, no se había deshecho.
—Si no quieres que siga, házmelo saber de algún modo.
La Dolores continuó impasible. A Mateo incluso le pareció que sus labios se combaban levemente en una sonrisa de agradecimiento, pero tal vez fuese su imaginación. Sea como fuere, la mujer no hizo ningún gesto, y quien calla, otorga. Tratando de que la mano no le temblara, Mateo acercó las tijeras al tubo y lo cortó. Apenas unos segundos después, a pesar de que la expresión de la Dolores no sufrió ninguna alteración, la pantalla del monitor certificó con una línea plana que su vida se había extinguido. A Mateo le irritó que eso fuera todo, que la existencia de aquella mujer terminase de aquel modo tan discreto y carente de solemnidad, no ver su alma surgiendo del cuerpo y elevándose al cielo como una pandorga. Se inclinó sobre su rostro y desovó en sus labios fríos un beso lento y redondo. Llegaba a deshora, como esas cartas que se demoran no se sabe dónde, pero llegaba. Luego se guardó las tijeras en el bolsillo y se apresuró a abandonar el lugar del crimen. Ahora tenía que largarse de allí cuanto antes, porque, después de todo, por mucho que no sintiese el menor remordimiento, por mucho que la Dolores y él supiesen que no se puede matar lo que no está vivo, de cara al mundo en el que vivían, tan refractario a las sutilezas, acababa de cometer un asesinato.
Fuera, en el pasillo, había dos enfermeros conversando. Mateo pasó a su lado en dirección al ascensor tratando de no parecer nervioso, pero fue incapaz de evitar que lo contemplaran con curiosidad. Le pareció que uno de ellos lo llamaba. Aceleró el paso, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho con más fuerza de la habitual. Afortunadamente, el ascensor se encontraba abierto. Entró en la cabina respirando trabajosamente, con el cuerpo embalsamado en sudor frío. Al volverse descubrió que los enfermeros caminaban también hacia el ascensor, sin dejar de observarlo con recelo, y se apresuró a pulsar el botón de la primera planta. Entonces descubrió que tenía la vista borrosa. Los botones bailaban ante sus ojos como un enjambre de avispas luminosas. Apretó como pudo el que se encontraba más abajo del panel, rezando por que fuese el correcto, mientras observaba de soslayo cómo los enfermeros apresuraban el paso. Durante unos segundos interminables los vio avanzar hacia él, hasta que la puerta se interpuso entre ellos. Mateo pudo entonces suspirar aliviado, pero no tuvo tiempo de celebrarlo porque un dolor intenso, devastador, le subió repentinamente por el brazo izquierdo. Fue el preludio de una punzada lacerante en mitad del pecho que lo obligó a recostarse contra la pared y llevarse la mano al corazón. Lo sintió debatirse contra sus dedos como un pájaro vivo. Con más estupor que miedo, se preguntó si estaba sufriendo un infarto, si iba a morir allí, en ningún lugar concreto, deslizándose entre plantas.
Comprendió que así era cuando las puertas del ascensor se abrieron y le mostraron el cielo. Aún tuvo fuerzas para sonreír al comprobar que Caparrós se equivocaba. El cielo no estaba hecho de prados interminables donde los muertos holgazaneaban atendidos por bellas huríes. El cielo era la nada blanca y olorosa que él siempre había imaginado. Tambaleándose y medio ciego, se adentró en aquel limbo inmaculado que olía a detergente barato y, apuradas sus últimas energías, se dejó caer sobre el montículo de sábanas más cercano. Un frío brutal empezó a envolverlo, a infiltrarse bajo su piel como agua de lluvia. Supo que aquello era todo. Cerró los ojos y se preguntó si sería verdad que se podía volver de la muerte. Él esperaba no tener que hacerlo, se encontraba demasiado cansado para ello. Ni aunque eso le ofreciera la oportunidad de advertir a Caparrós que todos los catecismos y mapas celestiales estaban equivocados: al contrario de lo que se creía, el cielo se encontraba debajo del infierno.
Todas las familias esconden sus secretos, las ricas y las pobres. Incluso las intermedias, las que ni viven en palacios ni se hacinan en ratoneras, sino en los llamados unifamiliares, esos consuelos arquitectónicos para quienes tienen pero no les sobra. Los Crespillo, mis suegros, habitaban un adosado de dos plantas, provisto de un garaje hondo, una terraza en la que se enredaban con paciencia las buganvillas y un jardín diminuto, apenas mayor que una alfombra de baño, donde, en caso de necesidad, sólo podrían enterrarse pequeños secretos. Aunque yo llevaba cinco años casado con Eva, aún no había logrado sustraerme a la inercia de almorzar cada domingo en casa de sus padres. Como una tragedia de Esquilo, aquellas reuniones dominicales se basaban en una fatal concatenación de sucesos: cerveza, almuerzo y café. De esos tres actos, que yo asumía como una penitencia, como si se tratase del precio que debía pagar por el milagro de que cada noche Eva pusiera a mi disposición su ondulante cuerpo de nadadora, el más aborrecible era sin duda su obertura, esa hora larga en la que, mientras mi mujer ayudaba a su madre a ultimar la comida, yo debía vagabundear por la casa abandonado a mi suerte, temiendo el momento en el que Eva me colocara en las manos un par de cervezas y, con una sonrisa cómplice, me enviara a la guarida que mi suegro se había construido en el garaje, como quien ofrece a una doncella en sacrificio.
Aquel domingo no fue diferente. A pesar de que las citas eran siempre a las dos de la tarde, y de que Eva me espoleaba para que llegáramos puntuales, la comida nunca estaba dispuesta. Como de costumbre, encontramos a Angelines, mi suegra, apurada en la cocina pero perfectamente emperifollada. Al vernos llegar, nos marcó las mejillas con un manchurrón de carmín que quedó allí como un estigma y, sin dejar de atender el fuego, pasó a resumirnos las barrocas dolencias que la habían aquejado esa semana. Desde el quicio de la puerta, sin decidirme a entrar en aquella capilla donde se practicaba una religión de salsas y especias que me era ajena, observé sobrecogido la frenética actividad de mi suegra. Con delantal y tacones, removía diligente un puchero, al tiempo que vigilaba el cordero del horno, batía huevos para el pastel y aliñaba una aparatosa ensalada, como si se preparase para recibir a un batallón de soldados medio deshechos por la guerra que tras devorar todo aquello procederían a forzarla por turnos, rudos pero competentes. Eva enseguida encontró una tarea en la que ocuparse, y madre e hija iniciaron entonces otra de esas conversaciones embarulladas e insulsas que yo seguía sin demasiado interés, tratando de disimular la sensación de impotencia que me causaba ver cómo nuestras vidas seguían entrelazándose tozudamente, emulando las ramas de las buganvillas que asfixiaban la terraza. Hasta que Eva reparó en mí y sacó un par de cervezas de la nevera, invitándome a contemporizar con mi suegro pese a que ya le había explicado en repetidas ocasiones que entre su padre y yo jamás se produciría el chispazo de la amistad, ni siquiera el leve crepitar del aprecio, por muchas cervezas que le llevase.
Mi suegro Jacobo se había construido en el garaje un pequeño taller donde dilapidaba su jubilación. Con sus relucientes herramientas dispuestas en ganchos a lo largo de la pared, como machetes en una armería, mi suegro trataba de desentrañar los arcanos del bricolaje, doblegando la salvaje madera según las instrucciones de los fascículos que había atesorado durante su aburrida vida de contable. Aunque nunca le había oído hablar de aquella afición que cultivaba en la sacra intimidad del garaje, yo sospechaba que lo que le atraía de ella era la posibilidad de utilizar sus manos para fabricar algo concreto, tras tantos años de lidiar con la abstracción de los números. Ahora, Jacobo podía al fin crear algo que pudiera verse, algo que ocupara un espacio, algo con peso y tacto e incluso olor, donde se encarnara su esfuerzo. Esa mañana, como tantas otras, bajé las empinadas escaleras que conducían al garaje haciendo el mayor ruido posible, con el fin de avisarlo de mi intrusión, mientras maldecía a mis padres por haber tenido la desfachatez de perder la vida en un accidente aéreo, no dejándome otra alternativa que oponer a aquellas comidas con mis suegros que la de un macabro picnic al cementerio. Encontré a Jacobo encorvado sobre su mesa de trabajo, atareado en lo que parecía ser el embrión de una casita para pájaros o una caja donde guardar los útiles del calzado, otro de aquellos objetos, en fin, que yo luego no veía por ningún lado, como si una vez terminados mi suegro procediera a desarmarlos, igual que esos monjes del Tíbet que destruyen sus mosaicos de arena, representando así la muerte y resurrección del universo. O tal vez fuese que toda aquella dedicación no le diese más que hijos truncos, engendros de madera que arrojaba por la noche en los contenedores de sus vecinos, borrando cualquier relación con ellos. Sea como fuere, a sus casi setenta años, mi suegro había escogido el bricolaje para consumir sus últimas fuerzas, aquella energía residual que aún lo mantenía en funcionamiento a pesar de que ya había cumplido con el mundo.
Lo saludé y le tendí una de las cervezas. Como de costumbre, Jacobo no se molestó en disimular cuánto le disgustaba mi presencia en su santuario. Correspondió escuetamente a mi saludo, y se quedó mirándome con suspicacia, sin intentar el menor gesto para liberarme de la cerveza. Mi suegro era un hombre de estatura media, dueño de unos ojos tristes que parecían estar en perpetuo duelo, una tupida mata de cabello canoso y un cuerpo muy enjuto, como hecho de cañas trenzadas. Deposité la cerveza en un claro de su mesa y, por no irme de vacío, cual servil mayordomo, hice algún comentario sobre el tiempo, tratando de propiciar una conversación, aun a sabiendas de que sería inútil. Jacobo se limitó a replicar a mis comentarios con parquedad, como había hecho siempre, desde el día en que Eva nos presentó, cuando tras la primera media hora quedó patente que entre nosotros jamás germinaría una charla fluida, no porque nos aborreciéramos el uno al otro, sino, sencillamente, porque al igual que existen materiales que no conducen la electricidad, hay personas que no dejan pasar la corriente del diálogo. Estábamos condenados de por vida a un intercambio de palabras brusco y receloso. Cuando ya no se me ocurrió qué más añadir sobre el tiempo, sobre aquel sol invernizo que lucía en algún lugar remoto, muy lejos de aquel garaje donde nos pudríamos mi suegro y yo, guardé silencio, momento que Jacobo aprovechó para reanudar su trabajo, dando por zanjado aquel diálogo idiota que nos veíamos obligados a entablar cada domingo. Me quedé un momento observando sus manos, surcadas de cortes y rasguños, como si hubiese tratado de masturbar a un gato. Allí estaba escrito, con su propia sangre, que Jacobo no tenía el menor talento para el bricolaje. Aunque se le daba mejor que las relaciones personales, pues si algo me consolaba era que la indiferencia que mi suegro me profesaba se hacía extensible al resto del universo. Incluso con Eva y Angelines, por lo que yo había podido ver, se mostraba igual de hosco. Más de una vez lo había sorprendido observándolas con desprecio, como si las mujeres le hubiesen causado alguna afrenta imperdonable. Pero por lo que Eva me contaba, ninguna había hecho nada que hubiese podido molestar a su padre. Lo más probable fuese que la exposición continuada a Angelines, aquella mujer verborreica, le hubiese hecho abdicar del lenguaje, pensaba yo con sorna, antes de aceptar que, en realidad, tampoco tenía por qué existir un motivo concreto. Algunas personas simplemente se van agriando con la edad, hasta que, de repente, quienes les rodean olvidan que una vez fueron diferentes. Sin querer darle vueltas a un asunto que en el fondo poco me importaba, le propiné un trago a mi cerveza y me despedí de Jacobo con un gesto vago de la mano que no fue correspondido.