El menor espectáculo del mundo (21 page)

—Hoy es su cumpleaños —dijo alguien a su espalda.

Sorprendido, Alberto se volvió. La vecina del bajo, una mujer de unos sesenta años, lo observaba desde la puerta entreabierta de su piso, con un plato envuelto en papel de aluminio entre las manos.

—De doña Elvira, digo. Hoy cumple años. Ahora mismo iba a llevarle unas rosquillas que le he preparado. La pobrecilla está muy sola. ¿La conoce usted?

—Un poco —respondió Alberto, incómodo por el escrutinio al que lo estaba sometiendo la mujer, que lo observaba recelosa, meciendo peligrosamente el plato—. Era amigo de José Luis —se vio obligado a añadir, esperando que aquello la tranquilizara.

—Era un muchacho estupendo —dijo la mujer, aparentemente contenta de conocer a un amigo del difunto—. Su pérdida fue terrible para Elvira. No sé cómo lo soporta, la verdad. Sobre todo cuando, dos meses después del accidente de José Luis, su hermana, creyéndose culpable de su muerte porque viajaba a Bruselas para verla a ella, se suicidó tomándose un tubo entero de pastillas.

Alberto sintió que le faltaba el aire. La cabeza empezó a darle vueltas y, al borde del desmayo, se despidió de la vecina con un murmuro ininteligible y se precipitó hacia la puerta del inmueble. El aire gélido de la noche le ayudó a recobrarse. Se apoyó en una farola, respirando con dificultad. ¿La mujer también había muerto? ¿Con quién había hablado entonces?, se preguntó, sintiendo cómo un sudor frío le resbalaba por la espalda. ¿Había hablado con un fantasma? De repente, al recordar la voz de la mujer, su risa de cascabel, sintió miedo, un miedo atroz, desmesurado, pero también algo parecido a una profunda grima al comprender que había mantenido contacto con una persona que no existía, con alguien que habitaba otro mundo. Pero aquello no podía ser, se dijo, obligándose a buscar otra explicación antes de que lo dominara el pánico. Era más racional pensar que no había hablado con la mujer del retrato, sino con otra, tal vez con la compañera de piso de la desconocida quien, como él, también se hacía pasar por un muerto. Quizá la anciana, sumida en la soledad y el delirio tras la muerte de su hija, seguía marcando su número de teléfono cada noche para reprocharle que nunca la llamase, y su antigua compañera de piso, apiadándose de ella, había decidido suplantar a su amiga. Aquella posibilidad, mucho más sensata, lo tranquilizó.

Más sereno, se abotonó el abrigo, haciéndose la promesa de continuar con su papel. Acudiría allí cada año, se pondría el birrete y cortaría la tarta, y aguardaría la llamada de aquella desconocida para hablar con la hermana que nunca había tenido. Y pudiera ser que, mientras su vida verdadera continuaba inmóvil, varada en el descansillo de la escalera de Cristina, en su otra vida, la desconocida viniera a verlos, a ocupar la mecedora vacía que quedaba en la habitación, y mientras la oía hablar de Bruselas, él podría cogerle la mano por debajo de las enaguas, sin importarle encontrarla tan fría como debía estarlo la suya, porque qué importaba que ella hubiese muerto ingiriendo un tubo entero de pastillas y él en una catástrofe aérea si ahora estaban allí, todos juntos componiendo un mundo de mentira, un mundo dentro del mundo en el que poder ser felices. Sonrió, mientras del cielo, en ráfagas lentas y suaves, comenzaban a caer copos de nieve, como si alguien, en alguna parte, hubiese sacudido un bibelot.

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