El menor espectáculo del mundo (12 page)

—No van a abrirnos —auguró, fatalista, Caparrós.

Mateo casi deseó que su pronóstico fuese cierto. Desde el momento en que se habían plantado ante el edificio, su corazón había comenzado a latir con más fuerza y las rodillas le temblaban. La posibilidad de que la Dolores se encontrase allí había vuelto a hacer que el cuerpo se le amotinase. Pero no hubo suerte. La puerta se abrió, y una mujer de unos cincuenta años, de rostro afilado y ojeroso, les derramó encima una mirada inquisitiva. Se abrigaba con una rebeca muy gastada, y llevaba el cabello recogido sin gracia en un moño desmadejado que más parecía el nido de un pájaro donde hubiese hurgado una comadreja. Mateo se aclaró ruidosamente la garganta, como un tenor a punto de salir al escenario, y le preguntó con un hilito de voz si una anciana llamada Dolores vivía allí. La mujer asintió, sin dejar de estudiarlos con recelo. Se identificó al fin como Elena, hija de la aludida. Él le explicó entonces que eran amigos de su madre, que se habían enterado de que había ingresado en el hospital y que venían a preguntar cómo se encontraba. Sus palabras desencadenaron un segundo escrutinio, aún más pormenorizado. Finalmente la mujer debió de juzgarlos inofensivos, porque se apartó a un lado y les permitió la entrada.

Apenas franquearon el umbral, los asaltó un olor familiar y barroco, hecho de tufo a sumidero, guiso de siempre y vida apretada. Aquel olor a ángel que se pudre en alguna parte, tan parecido al que gravitaba en la casa de su hijo o en su pisito del extrarradio, y que Mateo siempre había considerado propio de los campamentos humanos que caían fuera de la jurisdicción de Dios, los acompañó a lo largo del lóbrego corredor por el que les guió la mujer. Envuelto en una penumbra tupida y jalonado de cuadros cinegéticos, el pasillo fue a desaguar a un saloncito diminuto donde parecía llevarse a cabo un ensayo del Apocalipsis: el televisor retumbaba en una esquina, la alfombra era una escombrera de juguetes y, sobre una mesita de cristal, dos niños de cuatro o cinco años urdían un duelo entre un camión de bomberos y un grotesco dinosaurio azul. Mateo suspiró aliviado cuando la mujer les ordenó que se fuesen a jugar al dormitorio, pero tuvo que apartar la mirada cuando esta, ante la negativa de los críos, no dudó en sacarlos de allí a rastras. Así se procedía en aquel sitio, pensó, observando con apuro aquella dinámica íntima. Cuando Elena regresó, quien sabía si tras partirles el cuello o arrojarlos por la ventana, desbrozó el sofá de revistas del corazón y les invitó a sentarse. Mateo y Caparrós se apresuraron a tomar asiento, temiendo que ahora que no había niños a la vista, la ira de la mujer cayese a plomo sobre ellos. Cuando los tuvo sentados, Elena sonrió con satisfacción, como si estuviese ante dos focas amaestradas.

—¿Les apetece un café? —preguntó.

Mateo y Caparrós asintieron al unísono, y la mujer se perdió hacia la cocina, de donde pronto regresó con una bandeja en la que daban bandazos tres tazas, un azucarero y un platito con pastas y galletas. Mientras distribuía las cosas sobre la mesa con los armoniosos movimientos de un trilero, Mateo echó un vistazo temeroso al pasillo que se abría al otro lado del cuarto, preguntándose si la Dolores se hallaría agazapada en algún lugar de la casa, aguardando a que su hija le diese el pie para llevar a cabo su aparición estelar.

—¿Dónde conocieron a mi madre? —quiso saber la mujer.

—En el parque —respondió Mateo, ante la mirada sorprendida de Caparrós.

La mujer lo miró con extrañeza.

—¿Era allí donde pasaba las mañanas?

—Sí.

Elena sacudió la cabeza, sonriendo ligeramente. Con sus manos de santo de madera, sacó un paquete de tabaco de uno de los bolsillos de la rebeca y les ofreció un cigarrillo. Ambos rehusaron el ofrecimiento. Elena se encogió de hombros, se subió un cigarrillo a los labios, lo encendió y escupió a un lado un gurruño de humo. Sólo entonces se animó a romper el suspense:

—A mi madre le dio un infarto el jueves pasado —les informó.

Mateo y Caparrós cabecearon al unísono. Un infarto. Al final, tampoco la Dolores había demostrado demasiada imaginación, pensó Mateo.

—Fue algo que nos cogió por sorpresa a todos —reconoció Elena, expulsando el humo con morosidad—. Mi madre tenía muy vigilados el colesterol y la tensión, ¿saben? Pero aquella mañana se levantó extrañamente silenciosa, se tomó el desayuno abstraída y, antes de irse, se asomó a la ventana del salón y permaneció unos minutos mirando el cielo, como si esperase ver a Dios escondido entre las nubes como un conejo. Al poco se llevó la mano al pecho, soltó un gemido ronco, y se desplomó sobre la alfombra.

—No somos nada —comentó Caparrós en tono trágico, acunando una pastita de aspecto rancio que no se decidía a llevarse a la boca.

—Ya la tarde anterior había estado rara —continuó la mujer ignorando al viejo—. Estuvo probándose un montón de vestidos antiguos que hacía años que no se ponía, hasta que la llamé para cenar. Entonces me miró sorprendida, como si hubiese perdido la noción del tiempo, y dijo que prefería acostarse sin comer nada. Le pregunté qué le pasaba, pero no quiso decírmelo. Imaginé que había pasado la tarde acordándose de papá, vistiéndose para él, como si supiese que al día siguiente Dios vendría por ella.

Mateo dejó su taza de café sobre el platito, como si de repente pesara toneladas. Caparrós soltó un suspiro más o menos desgarrador, e intentó formular otro comentario aciago:

—Estoy seguro de que fue así, señora. Los viejos olemos la muerte, créame. Somos como esos perros que...

—En fin —lo interrumpió la mujer—, ahora se encuentra en coma. Al parecer, el infarto le ha dañado mucho el cerebro.

Caparrós, indiferente al ostracismo conversacional al que pretendía arrastrarlo la mujer, alzó las manos al cielo, como exigiendo que alguien les explicara los caprichos del universo.

—¿Existe alguna posibilidad de que salga del coma? —inquirió Mateo.

La mujer negó con la cabeza, mientras expulsaba otra hilacha de humo.

—Los médicos creen que no despertará —dijo con resignación—. Incluso se han atrevido a sugerirme que sería mucho mejor para todos que la naturaleza siguiese su curso. Pero yo no he querido ni oír a esos cabrones. Dios se la llevará cuando tenga que llevársela.

Mateo asintió.

—Tenemos que irnos ya —dijo de pronto, propinándole un disimulado codazo a Caparrós, que se levantó al instante, todavía con la pastita en la mano.

La mujer los observó alzarse bruscamente, como muertos devueltos a la vida por alguna suerte de pócima o conjuro. Visiblemente aliviada, aplastó el cigarrillo en el cenicero y también ella se levantó para conducirlos a la salida antes de que cambiasen de opinión. Estaban a punto de abandonar el salón cuando Mateo se detuvo, entorpeciendo la marcha, para preguntarle a la mujer, preso de una súbita inspiración, si tenía alguna foto de su madre de joven. Elena lo observó con curiosidad.

—Claro. En su habitación hay algunas —dijo al fin, señalando hacia una puerta que había al otro lado del pasillo.

Mateo interpretó el gesto como una invitación a profanar libremente el santuario de la Dolores, y se dirigió hacia allí mientras los otros aguardaban en la penumbra lastimosa del corredor. Se trataba de un cuartito con las paredes pintadas de malva. La elección del color le sorprendió, hasta que comprendió que aquella habitación debía de haber sido en el pasado la madriguera de alguna hija de Elena. Los espiches y agujeros que horadaban las paredes, y el armario rosa cuyas puertas se hallaban empapeladas con fotos de cantantes jóvenes, reforzaron su hipótesis. Pero de aquella época sólo quedaba un rumor de juventud, que se extinguía lentamente bajo el efluvio dulzón de la vejez. Se imaginó a la Dolores examinando con curiosidad aquellas fotos de muchachitos atléticos con flequillo y pendiente, sintiéndose ajena a esa nueva encarnación del deseo. ¿Había un modo más perverso de obligarla a tomar conciencia del paso del tiempo? Pero, al menos, ella no había sido deportada al cuarto de los trastos. Mateo contempló la cama que ocupaba una esquina, la mesilla de noche con su rosario y su jarrita de agua, la mecedora poblada de cojines donde la Dolores acuñaba su cansancio de siglos, los trapitos de encaje que cubrían cada mueble como los espumarajos de un epiléptico, y la ventana orientada a los jardincitos de abajo, a través de la cual podía espiarse el trasiego del mundo sin ser descubierto.

Reparó entonces en la constelación de fotografías que había colgadas junto a la cama. En la mayoría aparecía la Dolores casi como la había conocido, mientras entre sus brazos circulaba una legión de bebés con aspecto de pan recién horneado. Pero una de ellas la mostraba con unos treinta años, junto a un hombre corpulento de mirada resuelta, que lucía un sombrero de paño marrón y sonreía a la cámara como si la vida fuese una inacabable parrillada de felicidad. Le sorprendió que aquella desconocida llevase prendida a la boca la sonrisa un poco desabrida de la Dolores. A los treinta no había sido guapa, tampoco de muchacha, según revelaba otra de las fotografías del lote, que la mostraba con unos dieciocho años, vestida con un trajecito sobrio que le enturbiaba las formas y sentada en una butaca incómoda que parecía haber sido sustraída de un convento, en lo que debía ser el estudio de un fotógrafo depresivo. La nariz demasiado grande, la boca demasiado pequeña, el cabello como un manojo de algas trenzadas. Sólo la dulzura desbocada que le bullía en la mirada parecía redimirla de la vulgaridad. Mateo descolgó la foto y la observó detenidamente, intentando relacionar aquella muchachita con la anciana que había conocido en la puerta del hospital, pero no logró liberarse de la sensación de que eran dos personas diferentes. Le resultaba sin embargo sospechoso que la vida les hubiese hecho encontrarse a estas alturas, con los ovillos de sus existencias ya desliados del todo, tras haber dejado sobre el mundo el mismo rastro endeble, como de tinta simpática, cada uno con su hatillo de sueños todavía a la espalda, cada uno con más recuerdos de los que podía recordar, recuerdos que no necesitaban enseñarse para saber que provenían de la misma cepa de miseria, porque Dios carece de la imaginación suficiente como para inventarle un destino diferente a cada una de sus criaturas. Ambos eran variantes de una misma y doliente partitura. Para qué entonces aquel encuentro intempestivo, qué podrían haber añadido a unas vidas ya selladas si se hubiesen citado en alguna cafetería para mirarse a los ojos. De qué serviría ahora experimentar algo que no habían sentido a su debido tiempo, cuando ya nada podría prender en aquella piel arrugada tan parecida al cartón mojado. Quizá, si se hubiesen conocido en aquella época, el amor les hubiese atacado con una furia inexplicable, pero se habían encontrado cuando él lo único que podía hacer, según lo visto, era intentar matarla provocándole un infarto. Sin embargo, le conmovía a Mateo el gesto de la Dolores, el que ella confiara en que aún no estaba todo perdido, que no por viejos tenían que cerrarse ellos mismos la tapa del ataúd. La Dolores creía que todavía era posible sentir, pero él no había querido ayudarle a demostrarlo, temiendo que una emoción imprevista, que un sentimiento a destiempo, pudiera pulverizarlo, porque en el palomar de su corazón no había sitio ya para ningún halcón.

Iba a colgar la foto de nuevo en la pared, pero se detuvo a medio camino. Tras considerarlo unos segundos, decidió guardársela en el bolsillo interior del abrigo, pues apropiársela se le antojó un gesto de cortesía más que de pillaje. Y salió del cuarto de la Dolores con paso resuelto, sabiendo que para su hija aquel repentino vacío en la pared resultaría más elocuente que cualquier cosa que él pudiera decir.

Caparrós era una enteca figura oscura y mojada recortada contra la puerta de Urgencias. Se había puesto para la ocasión una gabardina que le quedaba grande y le otorgaba cierto aspecto de espantajo, y llevaba las solapas alzadas contra el afilado rostro. Lo saludó con un movimiento de cabeza breve, casi castrense.

—¿La has traído? —preguntó Mateo.

—Sí —respondió Caparrós—. Y he elegido mi favorita. La ocasión lo merece.

Mateo asintió distraído y le bajó las solapas, desbaratando el aire de espía barato que Caparrós se había esforzado en componer. Le hubiese gustado poder borrarle también la mirada de sicario con la que había salido de casa, pero eso no sabía cómo hacerlo. Finalmente, se encogió de hombros, y se volvió hacia la entrada del hospital, que a aquella hora se encontraba envuelta en una inusitada calma. Era la primera vez que iban a franquear la puerta de lo que para ellos se había ido convirtiendo con los días en una suerte de templo sagrado.

—Bueno —suspiró para insuflarse ánimos—, vamos allá.

—Adelante —gruñó Caparrós.

Tras la puerta los aguardaba una sala amplia como una pista de tenis, poblada de butacas de plástico verde; aproximadamente una docena de ellas estaban ocupadas por personas somnolientas que esperaban a ser atendidas, iluminadas con vehemencia por las despiadadas luces del techo. Al fondo de la estancia se encontraba el mostrador de recepción, tras el cual se atrincheraba una enfermera cuarentona de rostro adusto. Hacia allí se dirigieron Mateo y Caparrós tras intercambiar una mirada. Con el paso decidido y nervioso de dos atracadores de bancos, llegaron hasta el mostrador y echaron un vistazo a su alrededor, comprobando con alivio que disponían de la intimidad suficiente para llevar a cabo su plan.

—Por favor, señorita, ¿la habitación de Dolores Montiel? —inquirió Mateo.

La enfermera alzó el rostro de sus papeles, y los observó con desgana.

—¿Son ustedes familiares suyos? —preguntó con una punta de desconfianza.

—Somos amigos —respondió Mateo.

—Pues me temo que no puedo dejarles pasar, caballeros —les despachó la enfermera, volviendo a sus informes.

—Quizá no nos hayamos explicado bien —intervino Caparrós inclinándose sobre el mostrador e imponiéndole a su voz un tono amenazador que a Mateo le resultó excesivo—. Queremos saber el número de habitación de nuestra amiga. No nos obligue a usar la violencia.

La enfermera estudió a Caparrós de arriba abajo con una mirada socarrona.

—¿Perdón? —dijo, desafiándolo con una sonrisa escéptica.

Caparrós sacudió lentamente la cabeza, visiblemente decepcionado. Luego dio un paso atrás, sumergió la mano con gesto de ilusionista en los intersticios de su gabardina, y sacó una pistola con la que apuntó a la enfermera entre los ojos. Mateo alzó las cejas al ver que se trataba de un pistolón antiguo, fabricado en madera, de empuñadura curva, percusor de hierro labrado y adornos en nácar. Dudó de que aquel arma pintoresca, que Caparrós parecía haber sustraído del cinto al mismísimo Barbanegra mientras dormía, diese el pego. Sin embargo, la enfermera no parecía muy versada en armamento, a juzgar por la repentina palidez que embargó su rostro.

Other books

A Hidden Element by Donna Galanti
Untamed Wolf by Heather Long
Wildflower by Imari Jade
Damaged by Indigo Sin
Torment by Jeremy Seals
Sand: Omnibus Edition by Hugh Howey
Deliverance by Adrienne Monson
TheFallenStarBookSeries1 by Sorensen, Jessica
The Kryptonite Kid: A Novel by Joseph Torchia