El mensaje que llegó en una botella (35 page)

Read El mensaje que llegó en una botella Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

—Carl, o sea, no me gusta la idea.

Carl decidió hacerse el sordo.

—Aparte de ser el hábitat de truchas de fiordo, hay otra indicación de que debemos buscar la caseta de botes en las bocas de los fiordos. Aunque me duele reconocerlo, Pasgård ha hecho un buen trabajo. Después de que los biólogos marinos hicieran sus pruebas, esta mañana ha mandado el papel a la Policía Científica para que analicen las sombras que mencionó Laursen. Y en efecto, resulta que era tinta. En cantidades minúsculas, pero había.

—Creía que los escoceses ya lo habrían comprobado —opinó Yrsa.

—Claro, pero lo que más han analizado han sido las letras del papel, no tanto el papel en sí. Pero cuando los de la Policía Científica han vuelto a analizarlo esta mañana, se han dado cuenta de que había restos de tinta por toda la hoja.

—¿Era solo tinta, o ponía algo? —preguntó Yrsa.

Carl sonrió. Una vez estuvo con uno de sus amigos tumbado en la plaza del mercado de Brønderslev examinando una huella de zapato. Algo borrada por la lluvia, pero aun así distinta a las demás, sin duda. Veían que en la punta de la suela había unas letras rayadas, pero hubo de pasar algo de tiempo hasta que cayeron en la cuenta de que la huella del zapato escribía las letras invertidas en el suelo. Ponía PEDRO. Y pronto se propagó que debía de ser uno de los trabajadores de la fábrica de maquinaria Pedershaab, que temía que le robasen el único par de zapatos de trabajo. Así que cuando los chicos metían la ropa en la taquilla cuando iban a la piscina al aire libre en la otra punta de la ciudad, siempre pensaban en el pobre Pedro.

Así fue como empezó el interés de Carl por el trabajo de detective, y ahora podía decirse que en cierta medida había vuelto al punto de partida.

—Resulta que la tinta correspondía a un texto invertido. El papel de la pescadería no llevaba nada impreso, de modo que debió de pasar algo de tiempo junto a un periódico, y su tinta se calcó.

—Hala… —reaccionó Yrsa, inclinándose hacia delante cuanto lo permitían sus piernas cruzadas—. ¿Y qué ponía?

—Bueno, si no fuera porque las letras eran grandes, no lo habríamos conseguido, pero por lo que he entendido han llegado a la conclusión de que ponía «Frederikssund Avis», que he averiguado que es un semanario gratuito.

Pensaba que en ese punto Assad se partiría de regocijo, pero no dijo nada.

—¿No lo entendéis? Eso reduce muchísimo las posibilidades geográficas, si creemos que el pedazo de papel proviene de la zona donde se recibe ese semanario gratis en el buzón. Si no, habríamos tenido que tomar en consideración toda la costa del norte de Selandia. ¿Os dais cuenta de cuántos kilómetros son?

—No. —Fue la seca reacción desde el asiento de atrás.

Tampoco él lo sabía.

Entonces sonó su móvil. Miró un momento la pantalla y se puso contento.

—Mona —dijo en un tono completamente distinto al empleado antes—. Me alegro de que hayas llamado.

Notó que Assad se removía en el asiento del copiloto. A lo mejor ya no pensaba que su jefe estaba perdido para siempre.

Carl trató de invitarla a su casa aquella misma noche, pero no lo llamaba por eso. No, esta vez era por cuestiones profesionales, le dijo riendo, y el pulso de Carl se desbocó. Resulta que tenía de visita a un colega a quien le gustaría mucho hablar con Carl de sus traumas.

Carl frunció el ceño. ¡Vaya! Así que le gustaría, ¿eh? ¿Qué diablos les importaban sus traumas a los colegas de Mona? Los había estado guardando con celo para ella.

—Me siento estupendo, Mona, o sea que no es necesario —dijo, y se imaginó su cálida mirada.

Mona volvió a reír.

—Sí, claro, estoy segura de que te subió la moral que ayer pasáramos la noche juntos, ya me doy cuenta, pero hasta entonces no estabas tan animado, ¿verdad? Y tampoco puedo estar día y noche de servicio.

Carl volvió a tragar saliva. De solo pensarlo echaba a temblar. Estuvo a punto de preguntarle por qué no podía hacerlo, pero se contuvo.

—Vale, entonces de acuerdo.

Estuvo a punto de decir «cariño», pero reparó en la atenta mirada burlona de Yrsa por el retrovisor. Y se controló.

—Tu colega puede venir mañana. Pero andamos con mucho trabajo y tendrá que ser solo un momento, ¿vale?

No quedaron en su casa para aquella noche. ¡Mierda!

Tendrían que dejarlo para mañana. Eso esperaba.

Apagó el móvil y dirigió a Assad una sonrisa fingida. Cuando aquella mañana se miró en el espejo se sentía como un auténtico Don Juan. Ahora le costaba más.

—Oh, Mona, Mona, Mona, ¿cuándo llegará el día en que te coja de la mano? ¿Cuándo podremos… escaparnos? —canturreó Yrsa.

Assad se sobresaltó. Si no la había oído cantar antes, ahora sí que la había oído. Tenía una voz ciertamente especial.

—No la conocía —dijo Assad. Se volvió un segundo hacia atrás, asintiendo con la cabeza. Después se quedó callado.

Carl sacudió la cabeza. ¡Ostras! Ahora que Yrsa sabía lo de Mona, iban a saberlo todos. Tal vez no debiera haber respondido la llamada.

—Imagínate —dijo Yrsa desde el asiento trasero.

Carl miró por el retrovisor.

—¿Qué tengo que imaginar? —dijo, preparado para el contraataque.

—Frederikssund. Imagínate si asesinó a Poul Holt aquí, cerca de Frederikssund —continuó Yrsa, mirando al frente.

Bueno, al menos las relaciones de Carl y Mona ya no ocupaban su mente. Y claro que sabía a qué se refería ella. Frederikssund no estaba lejos de donde vivía Yrsa.

La maldad no hacía distingos entre ciudades.

—Entonces ahora vais a intentar encontrar una caseta de botes en la boca de uno de los fiordos —siguió diciendo Yrsa—. Da miedo pensarlo, si es que es verdad. Pero ¿por qué no crees que pueda ser más al sur? Allí también leen prensa local de vez en cuando, ¿no?

—Tienes razón. Puede haberlo llevado de la zona de Frederikssund a otra parte, por alguna razón. Pero por algo hay que empezar, y eso parece lógico. ¿Verdad, Assad?

Su copiloto no dijo nada. Puede que estuviera ya medio mareado.

—¡Aquí! —dijo Yrsa, señalando la acera—. Puedes dejarme aquí.

Carl miró el GPS. Bastaba continuar por Byvej y Ejner Thygesens Vej para llegar a Sandalparken, donde ella vivía. ¿Por qué dejarla allí?

—Enseguida llegamos, Yrsa. No es ninguna molestia.

Se dio cuenta de que ella estaba a punto de declinar la oferta. Lo más probable era que dijera que tenía que hacer compras, pero en ese caso tendría que dejarlo para más tarde.

—Te acompaño un momento si no te importa, Yrsa. Quiero saludar a Rose y decirle una cosa.

Carl vio sin dificultad las arrugas que se formaron en la piel encalada del rostro de Yrsa.

—Solo un momento —repitió, para quitarle la iniciativa.

Aparcó ante el número 19 y salió del coche.

—Tú quédate aquí, Assad —ordenó, mientras abría la puerta a Yrsa.

—Creo que Rose no está en casa —informó Yrsa en las escaleras, con una expresión facial que Carl no le había visto antes. Más apagada y laxa de lo habitual. Como la expresión que pones cuando sales del aula de examen sabiendo que has hecho un examen mediocre.

—Espera fuera un momento, Carl —lo instó Yrsa mientras abría con llave la puerta del piso—. Puede que esté todavía en la cama. Estos días hay veces que no se levanta.

Carl observó el cartel de la puerta mientras Yrsa llamaba a gritos a Rose en el interior. Solo ponía «Knudsen».

Yrsa dio un par de gritos más, y después volvió a la puerta.

—No, Carl. En este momento no está, a lo mejor ha salido a hacer unas compras. ¿Quieres que le diga algo cuando vuelva?

Carl empujó un poco la puerta y logró meter el pie en el recibidor.

—No, ya sé qué hacer: le escribiré una nota. ¿Tienes por ahí un pedazo de papel?

Con la práctica y destreza adquiridas durante años, se adentró algo más en el territorio. Como una babosa que mueve su cuerpo deslizándose de manera imperceptible. No se veía que moviera los pies, pero de pronto había recorrido varios metros, y ahora era imposible echarlo.

—Está algo revuelto —se disculpó Yrsa, todavía con el abrigo puesto—. Rose lo revuelve todo cuando está así. Sobre todo cuando pasa sola todo el día.

Tenía razón. El pasillo era un revoltijo de ropa, embalajes vacíos y montones de revistas viejas.

Carl miró a la sala. Si aquello era el dominio de Rose, desde luego no se parecía en nada a como se imaginaba Carl que viviría una roquera con pelo punki y cantidad de bilis fluyendo por su cuerpo. No, si alguien se había encargado de los interiores, solo podía ser una
hippy
de pura cepa, recién vuelta de un
trekking
por Nepal con la mochila llena de baratijas. No había visto nada igual desde la época en que se acostaba con una chica de Vrå. Varas de incienso, grandes fuentes de latón y cobre con elefantes y todo tipo de figuras esotéricas labradas. Paños de batik en las paredes, pieles de buey en las sillas. Solo faltaba una bandera de Estados Unidos desgarrada para volver a mediados de los setenta. Todo ello bien condimentado con una capa de polvo más que gruesa. Aparte de los montones de revistas no había nada, nada en absoluto, que le dijera que las hermanas Yrsa y Rose pudieran ser las arquitectas de aquel desbarajuste anacrónico.

—Bueno, tampoco está tan
revuelto
—argumentó, dejando deslizar la vista por los platos sin fregar y las cajas de pizza vacías—. ¿Qué superficie tiene el piso?

—Ochenta y tres metros cuadrados. Aparte de la sala, tenemos un cuarto cada una. Pero tienes razón, esto no está tan mal, pero deberías ver los cuartos.

Soltó una carcajada, aunque tras su fachada estaba dispuesta a sacudirle un hachazo antes que dejarlo acercarse ni diez centímetros a las puertas de sus refugios íntimos. Esa era la información que transmitía de aquella manera suya tan retorcida. Pero Carl tenía la suficiente experiencia con mujeres.

Exploró la sala con la mirada y trató de encontrar un par de cosas que destacaran. Si querías conocer los secretos de la gente, siempre había que fijarse en las cosas que destacasen.

Lo encontró enseguida. Una cabeza de corcho sintético, de las que se usan para guardar sombreros o pelucas, y después un cuenco de porcelana lleno hasta arriba de frascos de pastillas. Avanzó un paso para ver los nombres de los medicamentos y a nombre de quién estaban expedidos, pero Yrsa se interpuso y le tendió el papel.

—Puedes sentarte ahí a escribir, Carl —propuso, señalando una silla libre de ropa—. Ya se lo daré a Rose cuando vuelva.

—Bueno, Carl, tenemos a lo sumo hora y media de luz; otro día tendréis que venir algo antes.

Carl asintió con la cabeza ante Klaes Thomasen, y después miró a Assad, que estaba en la cabina del barco como un ratón acurrucado en una esquina. Parecía perdido dentro del chaleco salvavidas rojo fosforito. Igual que un niño nervioso ante su primer día en la escuela. Sin ninguna confianza en que el viejo marino gordo, que daba chupadas a su pipa mientras tiraba del timón, pudiera librarlo de la muerte segura a la que lo condenaban las olitas de cinco centímetros.

Carl miró el mapa cubierto de plástico.

—Hora y media —observó Klaes Thomasen—. Bueno, y ¿qué es lo que buscamos en concreto?

—Tenemos que encontrar una caseta de botes suspendida sobre el agua, pero que debemos suponer aislada de los caminos habituales y que quizá sea imposible de ver desde el agua. Creo que la primera vez podemos navegar desde el puente del Príncipe Frederik hasta Kulhuse. ¿Crees que podemos llegar más lejos?

El policía jubilado sacó hacia fuera el labio inferior y mordió la pipa con fuerza.

—Esto no es una embarcación de regatas, solo es un barco normal y corriente —gruñó—. Apenas llega a los siete nudos, pero creo que nuestro marinero lo apreciará. ¿Qué dices, Assad? ¿Cómo va todo ahí dentro?

La tez de Assad, por lo general oscura, parecía haberse dado un baño de agua oxigenada. Aquello iba a ser duro.

—Siete nudos, dices. Eso es como trece kilómetros por hora, ¿no? —comentó Carl—. Entonces, no vamos a poder llegar a Kulhuse y volver antes de anochecer. Yo esperaba que pudiéramos pasar al otro lado de la península de Hornsherred, hasta Orø, y después volver.

Thomasen sacudió la cabeza.

—Puedo decirle a mi mujer que nos recoja en Dalby Huse, al otro lado, pero no llegaremos más lejos. Y navegaremos medio a oscuras el último trecho.

—¿Y el barco?

Se encogió de hombros.

—No sé, si no encontramos hoy lo que buscamos, mañana puedo seguir la búsqueda, por pasar el rato. Ya sabes: un viejo policía nunca muere con viento en contra.

Debía de haberlo inventado él.

—Hay otra cosa, Klaes. Los dos hermanos que estuvieron en la caseta oían una especie de ronroneo. Como de un molino de viento o algo por el estilo. ¿Te suena de algo?

Sacó la pipa de la boca y dirigió a Carl una mirada de sabueso inglés.

—Ha habido bastante revuelo en la zona con eso que llaman infrasonidos. Será verdad, pues la discusión viene desde mediados de los noventa.

—¿Qué son los infrasonidos?

—Pues una especie de ronroneo. Sonidos muy graves y muy enervantes. Durante mucho tiempo se pensó que el culpable podría ser la acería de Frederiksværk, pero el argumento perdió fuerza cuando cerraron la fábrica por un tiempo y aun así los sonidos continuaron.

—La acería. ¿No está en una península?

—Sí, más o menos, pero los infrasonidos pueden percibirse muy lejos de la fuente. Algunos sostienen que pueden notarse hasta a veinte kilómetros de distancia. Al menos, había quejas tanto de Frederiksværk y Frederikssund como de Jægerspris, al otro lado del fiordo.

Carl observó la superficie de agua salpicada de gotas de lluvia. Todo parecía estar en paz. Casas acurrucadas al abrigo de la espesura, prados y sembrados fértiles. Barcos anclados en el agua quieta y gaviotas volando en bandadas cuando se juntaban las suficientes. Y en medio de aquel paisaje húmedo y empalagoso se oía un profundo ronroneo. Tras las fachadas de aquellas casas tan encantadoras había gente que estaba de la olla.

—Si no sabemos cuál es la fuente del ronroneo ni su extensión, no nos vale de nada —hizo saber Carl—. Había pensado investigar si había muchos molinos de viento en la zona, pero es que no sabemos ni siquiera si se trata de eso. Parece ser que todos los molinos de viento de Dinamarca estuvieron parados esos días. Esto va a ser bastante complicado.

Other books

World by Aelius Blythe
The Life of an Unknown Man by Andreï Makine
Bluenose Ghosts by Helen Creighton
Never Say Never by Victoria Christopher Murray
Presumed Dead by Shirley Wells
The Best Man's Baby by Victoria James