Read El mercenario Online

Authors: Jerry Pournelle

Tags: #Ciencia Ficción

El mercenario (8 page)

Tomó la hoja de la impresora y su mano no tembló cuando firmó al pie.

De acuerdo, Martin, pensó. De acuerdo. Te he ganado el tiempo que me pediste, que me pedisteis tú y Sergei Lermontov. Ahora, ¿podréis hacer algo con él?

V

2087 d.J.C.

El bote de aterrizaje cayó de la nave de guerra en órbita. Cuando hubo descendido hasta una distancia segura, sus retropropulsores se dispararon y, cuando hubo entrado en las rarificadas capas exteriores de la alta atmósfera del planeta, se abrieron tomas de aire en la proa. El tenue aire fue chupado y comprimido, hasta que la temperatura de estancamiento en la cámara del pulsorreactor fue lo bastante alta como para la ignición.

Los motores se prendieron. Se desplegaron alas para suministrar sustentación a velocidades hipersónicas, y el espacioplano giró, para volar sobre el vacío océano hacia la masa continental, que se hallaba a dos mil kilómetros de distancia.

El aparato voló sobre recortadas montañas de doce kilómetros de alto, luego cayó rápidamente hacia llanuras cubiertas de bosques espesos. Fue frenando, hasta que ya no fue un peligro para la delgada tira de tierras habitadas a lo largo de las costas oceánicas. El gran océano del planeta estaba unido a un mar menor por un canal casi totalmente encerrado en tierras, que no tenía más de cinco kilómetros de ancho en su punto más amplio, y casi todos los colonos vivían cerca de la unión de ambas aguas.

La capital de Hadley se hallaba en una larga península en la boca de ese canal y los dos puertos naturales, uno en el mar, el otro en el océano, daban a la ciudad el adecuado nombre de Refugio. El nombre sugería una tranquilidad que la ciudad ya no tenía.

El vehículo extendió sus alas a su máxima dimensión y flotó bajo, sobre las tranquilas aguas del puerto del canal. Tocó las mismas y descansó en ellas. Los remolcadores corrieron a través de las claras aguas azules. Sudorosos marinos lanzaron cabos y remolcaron a la nave de aterrizaje hasta el muelle, en donde la amarraron.

Una larga hilera de Infantes de Marina del CoDominio, en uniforme de guarnición, salió del bote. Se reunieron en los muelles de gris cemento en ordenadas y brillantes líneas. Dos hombres de civil siguieron a los Infantes fuera del vehículo.

Parpadearon ante el desacostumbrado brillo azulblanquecino del sol de Hadley. Éste se hallaba tan lejos, que sólo les hubiera parecido un pequeño punto si hubieran sido tan tontos como para mirarlo directamente. El aparente pequeño tamaño era sólo una ilusión causada por la distancia: Hadley recibía tanta iluminación de su más caliente sol como la Tierra la recibe del Sol.

Ambos hombres eran altos y se erguían tan tiesos como los Infantes que había delante de ellos, tanto que, de no ser por sus ropas, hubieran podido ser tomados por miembros del batallón que desembarcaba. El más bajo de los dos llevaba el equipaje de ambos, y se mantenía respetuosamente detrás; aunque fuera mayor de edad, obviamente era un subordinado. Vieron cómo dos hombres jóvenes llegaban, inciertos, al muelle. Los uniformes azules sin adornos de los recién llegados contrastaban fuertemente con los brillantes, en rojo y oro, de los Infantes de Marina del CoDominio, que pululaban a su alrededor. En este momento los Infantes ya estaban apresurándose a entrar de vuelta en el vehículo para sacar petates, armas y todos los artículos transportados por un batallón ligero.

El más alto de los dos que iban vestidos de civil se enfrentó a los recién llegados de uniforme.

—Supongo que están aquí para recogernos —les dijo, con tono placentero. Su voz resonó por sobre el ruido del muelle y se oyó con facilidad por encima del estrépito, a pesar de que no había gritado. Su acento era neutral: el inglés casi universal de los oficiales no rusos de los Servicios del CoDominio, y denotaba su profesión casi con tanta seguridad como lo hacía su postura y su tono de mando.

Aun así, los recién llegados parecían inciertos. Últimamente se veía en los astronautas a un montón de ex oficiales de la Armada Espacial del CoDominio. Los presupuestos del CD eran más bajos cada año.

—Creo que sí —dijo finalmente uno de ellos—. ¿Es usted John Christian Falkenberg?

En realidad, su nombre correcto era John Christian Falkenberg III, y sospechaba que su abuelo hubiera insistido en lo de “tercero”, pero:

—Correcto. Y el sargento mayor Calvin.

—Es un placer el conocerle, señor. Yo soy el teniente Banners y éste es el alférez Mowrer. Pertenecemos al Estado Mayor del presidente Budreau.— Banners miró en derredor, como si esperase a otros hombres, pero no había nadie más que los Infantes de Marina de uniforme. Le echó a Falkenberg una mirada algo asombrada y añadió—: Tenemos transporte para usted, pero me temo que sus hombres tendrán que caminar. Son unas once millas.

—Millas. —Falkenberg sonrió para sí. Desde luego aquel planeta estaba en los confines del Universo, usando esas medidas…—. No veo razón por la cual diez saludables mercenarios no puedan marchar dieciocho kilómetros, teniente.

Se volvió para enfrentarse a la oscura forma del portón de entrada del bote de aterrizaje y llamó a alguien de adentro:

—Capitán Fast, no hay transporte, pero alguien le mostrará por dónde ha de llevar, en marcha, a los hombres. Hágales que lleven todo su equipo.

—Esto, señor, eso no será necesario —protestó el teniente—. Podemos ofrecerles… bueno, tenemos transporte a caballo para el equipaje.

Miró a Falkenberg, como si esperase que éste se fuera a echar a reír.

—No es raro en los mundos coloniales —comentó Falkenberg—. Los caballos y las muías podían ser transportados como embriones congelados y no necesitaban industrias de alta tecnología para producir más, ni necesitaban una base industrial que les proporcionara combustible.

—El alférez Mowrer se ocupará de todo —dijo el teniente Banners. Hizo de nuevo una pausa y pareció pensativo, como incierto acerca de si decirle algo a Falkenberg. Finalmente, agitó la cabeza—. Creo que sería bueno que les hiciera llevar a sus hombres sus armas personales, señor. No debería haber ningún problema, camino de los cuarteles, pero… En cualquier caso, diez hombres armados no deberían, desde luego, tener ningún problema.

—Ya veo. Quizá debería ir con mis soldados, teniente. No sabía que las cosas estuvieran tan mal en Hadley.

La voz de Falkenberg era tranquila y calmada, pero contempló con cuidado a los jóvenes oficiales.

—No, señor. En realidad no lo están… Pero no tiene sentido el correr riesgos —hizo un gesto al alférez Mowrer, para que fuera al vehículo de aterrizaje y se volvió de nuevo a Falkenberg. Una gran mesa negra se alzó del agua, más allá de la nave. Chapoteó y se desvaneció. Banners pareció no darse cuenta, pero los Infantes de Marina gritaron excitados—. Estoy seguro de que el alférez y sus oficiales podrán encargarse del desembarco, y al presidente le gustaría verle de inmediato, señor.

—Sin duda. De acuerdo, Banners, lléveme allí. El sargento mayor Calvin vendrá conmigo.—Siguió a Banners muelle abajo.

Esta farsa no tiene sentido, pensó Falkenberg. Cualquiera que vea a diez hombres armados, guiados por un alférez de la Guardia Presidencial va a saber que son tropas mercenarias, lleven ropas civiles o no. Otro caso de información falsa.

A Falkenberg le habían dicho que mantuviese en secreto el estatus real de sus hombres, pero esto no iba a funcionar. Se preguntó si eso le haría más difícil el mantener sus propios secretos.

Banners les llevó rápidamente, a través de los ajetreados cuarteles de la Infantería de Marina del CoDominio, por delante de aburridos centinelas que saludaron a medias al uniforme de la Guardia Presidencial. La fortaleza de los Infantes era un hormiguero de actividad, con cada espacio abierto repleto de armas y mochilas: los signos de una fuerza militar que se dispone a trasladarse a otro destino.

Cuando estaban dejando el edificio, Falkenberg vio a un anciano oficial naval.

—Excúseme un momento, Banners. —Se volvió hacia el capitán de la Armada del CoDominio—. Mandaron a alguien a por mí; gracias, Ed.

—No hay problema. Informaré de tu llegada al Almirante. Le gusta seguirte la pista. De modo no oficial, claro está. Buena suerte, John. Dios sabe que vas a necesitar ahora un poco de ella. Lo que te hicieron fue una injusticia.

—Así son las cosas.

—Aja, pero la Flota acostumbraba a cuidarse mejor de los suyos. Me estoy empezando a preguntar si nadie estará a salvo. ¡Ese maldito Senador…!

—Olvídalo —le interrumpió Falkenberg. Miró hacia atrás para asegurarse que el Teniente Banners no podía oírles—. Dales mis saludos al resto de tus oficiales. Mandas una buena nave.

El capitán sonrió débilmente.

—Gracias. Viniendo de ti, eso es todo un cumplido.— Tendió su mano y asió firmemente la de John—. Mira, despegaremos dentro de un par de días, no más. Si necesitas que te lleve a alguna parte, puedo arreglarlo. El maldito Senado no tiene por qué saberlo. Podemos arreglarte un viaje a cualquier lugar, dentro del territorio del CD.

—Gracias, pero creo que me quedaré.

—Las cosas podrían ponerse duras aquí —afirmó el Capitán.

—¿Y no lo son en cualquier otra parte del CoDominio? —preguntó Falkenberg—. Gracias de nuevo, Ed.

Casi le saludó, pero se contuvo en el último momento.

Banners y Calvin le estaban aguardando, y Falkenberg se dio la vuelta. Calvin alzó tres bolsas de efectos personales como si estuvieran vacías y empujó la puerta para abrirla con un solo suave movimiento. El capitán del CD los contempló, hasta que hubieron dejado el edificio, pero Falkenberg ya no volvió la vista atrás.

—Malditos sean —murmuró el capitán—. Malditos sean todos ellos.

—El coche está aquí.— Banners abrió la puerta trasera de un maltratado vehículo de cojín de aire, de modelo no discernible. Había sido montado canibalizando piezas de una docena de otras máquinas, y era evidente que algunas partes eran retazos artesanales hechos por algún mecánico sin demasiada experiencia. Banners montó en el asiento del conductor y puso en marcha el motor. Tosió dos veces y luego funcionó suavemente, y se alejaron entre una nube de humo negro.

Fueron por otro muelle, en donde otro vehículo de aterrizaje con alas tan grandes como todo el vehículo de los Infantes de Marina estaba descargando un torrente interminable de pasajeros civiles. Los niños lloraban y largas filas de hombres y mujeres miraban con incertidumbre a su alrededor, hasta que eran urgidos a seguir adelante por hombres de uniformes similares al de Banners. El acre hedor de los humanos sin lavar se mezclaba con el fresco aire salado del océano que llegaba de más allá. Banners subió las ventanillas con expresión de disgusto.

—Siempre es lo mismo —comentó Calvin, sin dirigirse a nadie en especial—. Siendo como es el racionamiento de agua en esas naves-prisión del CoDominio, les lleva luego semanas en el planeta el volver a sentirse limpios.

—¿Ha estado alguna vez en una de esas naves? —le preguntó Banners.

—No, señor —le contestó Calvin—. Pero he estado en botes de asalto de la Infantería de Marina que casi eran igual de malos, supongo. Pero no puedo suponer que me agradase el verme enlatado en un cubículo con diez o quince mil civiles, durante seis meses.

—Quizá veamos el interior de una de esas naves —comentó Falkenberg—. Y nos sintamos felices de tener tal oportunidad. Hábleme de la situación aquí, Banners.

—No sé por dónde empezar, señor —le contestó el teniente—. Esto… ¿sabe usted algo de Hadley?

—Suponga que no sé nada —le respondió Falkenberg. Vale la pena que vea la valoración de la situación que hacen los oficiales del presidente, pensó. Podía notar el informe hecho por la Inteligencia de la Flota llenándole el bolsillo interior de su túnica, pero esos estudios siempre dejaban fuera detalles importantes; y la actitud de la Guardia Presidencial podía ser trascendental para sus planes.

—Sí, señor. Bien, para empezar, estamos muy lejos de las más cercanas rutas de navegación… pero supongo que eso ya lo sabe. La única razón por la que teníamos algo de tráfico mercante era por las minas. De torio, las vetas más ricas que se habían conocido, y lo fueron durante un tiempo, hasta que se empezaron a agotar. Durante los primeros años, eso es todo lo que tuvimos. Las minas están arriba en las colinas, a unas ochenta millas de distancia, en esa dirección.

Señaló hacia una delgada línea azul, que apenas si era visible en el horizonte.

—Deben de ser unas montañas bastante altas —dijo Falkenberg—. ¿Cuál es el diámetro de Hadley? ¿Sobre el ochenta por ciento de la Tierra o algo así, no? El horizonte debe de estar bastante cerca.

—Sí, señor. Ésas son montañas muy altas. Hadley es pequeño, pero aquí todo lo tenemos mejor y más grande —había orgullo en la voz del joven oficial.

—Los paquetes parecen bastante pesados para un planeta tan pequeño —comentó Calvin.

—Hadley es muy denso —le contestó Banners—. La gravedad es casi de un noventa por ciento estándar. En cualquier caso, las minas están allá, y tienen su propio espaciopuerto, en un lago cercano. Refugio, que es esta ciudad, fue fundada por la American Express Company. Ella trajo a los primeros colonos, un montón de ellos.

—¿Voluntarios? —preguntó Falkenberg.

—Sí. Todos voluntarios. Los habituales marginados. Supongo que mi padre era bastante representativo: un ingeniero que no podía soportar la lucha continua por escalar puestos y que estaba harto de las restricciones de la Oficina de Tecnología, acerca de lo que podía aprender. Ellos fueron la primera oleada, y se quedaron con las mejores tierras. Fundaron la ciudad y pusieron a rodar la economía. En menos de veinte años le habían pagado a la American Express todos sus préstamos —el orgullo de Banners era evidente, y Falkenberg sabía que había sido un trabajo duro.

—¿Cuándo fue eso, hace cincuenta años? —preguntó.

—Sí.

Estaban yendo por calles atestadas, en las que se alineaban casas de madera y algunos edificios de piedra. Habían pensiones, bares, burdeles para los marinos espaciales— todos los establecimientos habituales de una calle portuaria, pero no se veían otros coches en la calle. En cambio, todo el tráfico era de carros, tirados por caballos o bueyes, bicicletas y peatones.

El cielo sobre Refugio era claro. No había ni señales de humo de fábricas o de desechos industriales. Allá en el puerto, los remolcadores se movían con la silenciosa eficiencia de los motores eléctricos, y también había barcos veleros, impulsados por el viento, botes langosteros movidos a remos e incluso una goleta con todo su velamen desplegado, hermosa sobre la clara agua azul. Lanzaba penachos de espuma mientras corría mar adentro. Un buque velero de tres mástiles, con las velas plegadas, estaba atracado a un muelle, mientras los obreros portuarios lo cargaban a mano con grandes balas de algo que podría ser algodón.

Other books

The Butterfly Heart by Paula Leyden
One Way (Sam Archer 5) by Barber, Tom
The Governess Club: Bonnie by Ellie Macdonald
The Diary Of Mattie Spenser by Dallas, Sandra
Cool Shade by Theresa Weir
El árbol de vida by Christian Jacq
RETALI8ION: The Cobalt Code by Meador, Amber Neko