El milagro más grande del mundo (4 page)

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Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda

—Muchas veces —asintió el viejo.

—Bien, eso es lo que siento cuando estoy con usted o pienso en su persona. Sólo que no puedo caracterizarlo porque nunca antes lo había sentido.

—La mente es un mecanismo sumamente extraño, señor Og.

—Simon, ni siquiera podría empezar a imaginar cuántos libros y revistas he leído acerca de la mente los últimos diez años, para posible uso en mi revista. Además, mientras más leo más cuenta me doy qué tan poco sabemos sobre ese misterio que está en nuestro interior… o hasta dónde se localiza.

El viejo se frotó las manos contra las mejillas y dijo:

—El doctor Karl Menninger escribió que la mente humana es mucho más que el cofrecillo de trucos del cerebro. Es más bien toda la personalidad formada por los instintos, hábitos, recuerdos, órganos, músculos y sensaciones humanos, todo pasando por un proceso constante de cambio.

—Conozco al doctor Menninger.

—¿En persona? ¿De verdad?

—Si.

—¿Qué clase de persona es?

—Es un gigante, casi de su tamaño, un hombre encantador, al igual que usted… y cuando habla siempre tiene un destello en los ojos.

—¿Hay en mis ojos, como lo llamó, un «destello», señor Og?

—Algunas veces, Simon. Algunas veces.

Sonrió tristemente.

—Me gusta más lo que escribió Milton acerca de la mente. «La mente está en su propio lugar, y puede hacer por si misma un paraíso del infierno, o un infierno del paraíso». Señor Og, nuestra mente es la creación más grande de la Tierra y puede crear la más sublime de las felicidades para su propietario… o puede destruirle.. Sin embargo, a pesar de que se nos ha dado el secreto para gobernarla, para felicidad y beneficio, seguimos ignorando sus potencialidades, como los más estúpidos animales.

—¿El secreto de cómo gobernar la mente en beneficio propio…?

Simon señaló hacia los estantes.

—Todo se encuentra ahí. Uno sólo tiene que estudiar los tesoros que permanecen, expuestos, a nuestro alrededor. Durante incontables siglos el hombre comparó su mente con un jardín. Séneca dijo que la tierra, sin importar qué tan rica fuera, no podía ser productiva si no se cultiva; nuestra mente tampoco podría serlo. Sir Joshua Reynolds escribió que nuestra mente es sólo tierra infecunda, acabada e improductiva, a menos de que se cultive continuamente con nuevas ideas. Y James Allen, en su obra clásica monumental.
As A Man Thinketh
, escribió que la mente del hombre es como un jardín que debe ser cultivado inteligentemente o permitírsele que crezca como la selva, pero ya sea que se cultive o descuide, producirá. Si no se plantan semillas útiles, entonces caerá sobre la tierra una abundancia de semillas improductivas, y los resultados serán equivocados, inútiles, peligrosos y sucios. En otras palabras, sea lo que se a que permitamos que entre en nuestra mente, siempre obtendrá frutos.

Encendí un cigarrillo y estuve pendiente de cada una de sus palabras.

—Actualmente el hombre compara su mente con una computadora, pero sus conclusiones son las mismas que las de Séneca y otros. Las personas que trabajan con computadoras tienen una frase, en realidad siglas, DADA (desperdicios adentro, desperdicios afuera). Si se alimenta información equivocada a una computadora, se obtendrán respuestas equivocadas. Lo mismo ocurre con nuestra mente… ya sea que se piense en términos de un jardín o de una computadora IBM Tres Sesenta. Alimenta material negativo… y eso mismo recogerá. Por otro lado, si programa, o planta pensamientos e ideas positivos, hermosos y correctos, eso cosechará. Como ve es muy sencillo. En realidad puede convertirse en lo que piensa. Lo que un hombre piense en su corazón, eso es él. Allen escribió: «El hombre es hecho o deshecho por sí mismo; en la armonía del pensamiento forja las armas con las que se destruye; también modela las herramientas con las que construye para sí mismo mansiones celestiales de felicidad, fuerza y paz. Con la elección correcta y la aplicación de la verdad del pensamiento el hombre se eleva hasta la perfección divina». Señor Og, recuerde estas palabras: «con la elección correcta». Son la piedra angular para una vida feliz y, posiblemente, algún otro día, me permitirá explicarlo más detalladamente.

—En otras palabras, Simon, lo que está diciendo es que podemos programar nuestras mentes. Pero, ¿cómo?

—Es muy sencillo. Podemos hacerlo personalmente u otros lo harán por nosotros. Simplemente, al escuchar o leer repetidamente un pensamiento o una afirmación, ya sea que constituya una verdad o la más vil de las mentiras, al fin nuestra mente imprimirá ese pensamiento y se convertirá en una parte permanente de nuestra personalidad, tan fuerte que hasta actuaremos de acuerdo a eso sin siquiera considerar o reflexionar en el futuro. Como puede recordar, Hitler hizo esto a un país entero, y la frase «lavado de cerebro» constituye algo que nos es familiar después de las muchas experiencias tristes que tuvimos con nuestras tropas en el Oriente.

—¿Nos convertimos en lo que pensamos?

—¡Siempre!

Esta parecía ser una buena oportunidad para intentarlo, y la aproveché.

—Simon, hábleme de usted mismo. ¿Le importa?

Sacudió la cabeza, puso la copa de vino sobre la mesilla, sus manos sobre el regazo y las observó mientras hablaba.

—No me importa. No he tenido esta oportunidad desde hace muchos años, y me doy cuenta de que espera que yo pueda tocar algún hecho, algún punto que le aclare todo lo concerniente a nuestra relación. Primero que nada tengo setenta y ocho años y buena salud. Llegué a este país en mil novecientos cuarenta y seis.

—¿Llegó después de la guerra?

—Sí.

—¿A qué se dedicaba antes de la guerra?

Sonrió.

—Me doy cuenta que se necesitará una buena porción de fe ciega de su parte para creerme, pero yo dirigía la compañía importadora y exportadora más grande de Alemania, que se dedicaba exclusivamente a productos del Medio Oriente. Mi hogar estaba en Francfort pero la oficina principal de la compañía se encontraba…

—¿En Damasco? —lo interrumpí.

Me miró extrañamente.

—Sí, señor Og, en Damasco.

Me pasé la mano sobre la cara y terminé el Jerez. ¿Cómo, en el nombre de Dios, supe eso? Por alguna razón inexplicable me sentí urgido repentinamente de levantarme y correr fuera de ahí. En vez de eso me quedé sentado, con las piernas inmóviles, paralizado por un dilema desconocido. No quería escuchar nada más y al mismo tiempo quería oír todo. El reportero que hay en mí ganó la partida y empezó a bombardear preguntas como si se tratara de un ambicioso fiscal. Respondió a cada una de mis preguntas con toda calma.

—Simon, ¿tenía sucursales su compañía?

—Diez, en ciudades como Jerusalén, Bagdad, Alejandría, El Cairo, Beirut, Aleppo…

—¿Diez?

—Diez.

—¿Qué clase de mercancía importaba y exportaba?

—En su mayoría eran artículos que tenían algún valor o rareza. Acabados de lana o lino, cristalería fina, piedras preciosas, las alfombras más finas, algunos artículos de piel, papel tapiz…

—¿Dijo usted que su compañía era grande?

—Era la más grande de su tipo en el mundo. Nuestro volumen anual de ventas, aún durante la depresión, en mil novecientos treinta y seis excedía los doscientos millones de dólares estadounidenses.

—¿Y usted era el presidente de la compañía?

Simon bajó la cabeza tímidamente.

—No es difícil ser presidente de una compañía cuando se es el único propietario y fundador y… —tomó mi libro y señaló el titulo— y también el vendedor más grande de la compañía.

Mi anfitrión se levantó y volvió a llenar mi copa. Bebí la mitad de su contenido y lo estudié a él cuidadosamente. ¿Estaba disimulando frente a mí? Finalmente tomé su brazo y le di la vuelta cariñosamente de modo que podía ver directamente hacia sus ojos.

—Simon, dígame la verdad, ¿ha leído mi libro?

—Perdóneme, señor Og, pero jamás había visto una copia de su libro antes de esta noche. ¿Por qué?


El vendedor más grande del mundo
tiene lugar en el tiempo de Cristo. Narra la historia de un joven camellero, Hafid, que quería convertirse en vendedor para ganar la parte de oro que le correspondía y que veía era el fruto de los esfuerzos de otros vendedores de la caravana. Finalmente, después de muchas negativas, el dueño de todo le da un manto a Hafid, para que lo vendiera en la villa más cercana, llamada Belén, para probar si era buen vendedor. En lugar de esto, después de tres humillantes días en los que no puede vender el manto, el joven lo regala a una pareja para calentar a un recién nacido que duerme en un pesebre. Luego regresa a la caravana, creyendo que ha fallado como vendedor, sin percatarse de la brillante estrella que le sigue. Pero su amo lo interpreta como una señal que le había sido profetizada muchos años antes y le da diez pergaminos sobre el éxito que el joven finalmente aplica a su vida y se convierte en… el vendedor más grande del mundo.

—Es una trama sumamente interesante, señor Og.

—Todavía hay más, Simon. Cuando el joven, Hafid, se vuelve rico y poderoso, establece su almacén principal en una ciudad. ¿Le importaría tratar de adivinarla?

—¿Damasco?

—Sí. Y después abre otros almacenes a lo largo del Medio Oriente. ¿Cuántos, Simon?

—¿Diez?

—Sí, nuevamente. ¡Y los artículos que él vendía, como se describe en mi libro, eran exactamente los mismos que usted vendía!

El viejo volteó la cabeza hacia otro lado mientras hablaba calmadamente.

—Esas…. son… coincidencias… extremadamente… extrañas… señor Og.

Le presioné.

—Hábleme de su familia, Simon.

Vaciló durante unos minutos antes de volver a hablar.

—Bien, como le dije anteriormente, mi hogar se encontraba en Francfort. En realidad vivíamos en un suburbio, Sachsenhausen, en una preciosa casa con vista al río Main. Mi tiempo ahí era limitado. Parecía como si siempre estuviera diciéndole adiós a mi familia en el aeropuerto. Cada vez odiaba más los días y semanas que pasaba lejos de mi esposa y de mi hijo. Finalmente, en mil novecientos treinta y cinco, decidí hacer algo para cambiar mi vida. Hice planes cuidadosos para el futuro. Decidí trabajar muy duro hasta mil novecientos cuarenta, y entonces tomaría del negocio lo suficiente para que mi familia y yo viviéramos cómodamente durante el resto de nuestra vida. Cuando llegara ese momento les proporcionaría el control de la compañía a quienes me habían sido leales a lo largo de los años…

Volví a interrumpirle… y esta vez mi voz se quebró.

—Simon, cuando lea mi libro verá que mi vendedor, Hafid, finalmente les dio su negocio y la mayor parte de sus riquezas a aquellos que le habían ayudado a crearlo.

El viejo frunció el entrecejo mientras sacudía la cabeza.

—¡No puede ser! ¡No puede ser!

—Usted mismo lo leerá. ¿Qué pasó con su familia?

—Para entonces, Hitler había subido al poder. Yo, al igual que la mayoría de los hombres de negocios, ignoraba la clase de monstruo al que habíamos permitido asumir el gobierno de nuestro país. Mi esposa era judía y mientras yo me encontraba en uno de mis viajes a Damasco, fui visitado, un día, por uno de los agentes de Hitler. Este me notificó tranquilamente que tanto mi esposa como mi hijo se encontraban bajo lo que él llamó «custodia de protección» y que solamente serían liberados si yo firmaba en favor del Partido Nacional Socialista la posesión de toda mi compañía y sus utilidades. Firmé sin vacilar. Después volé de inmediato hacia Francfort, en donde fui arrestado en el aeropuerto por la policía secreta. Pasé todos los años de la guerra yendo de un campo de concentración a otro. Me imagino que el no haber sido judío salvó mi vida.

—¿Y su esposa e hijo?

—Nunca volví a verlos.

Empecé a decir: «lo siento», pero me contuve.

—¿Y su negocio?

—Se acabó. Los nazis confiscaron todo. Después de la guerra pasé casi cuatro años tratando de encontrar alguna pista sobre mi familia. Tanto los norteamericanos como los ingleses fueron sumamente cooperativos y compasivos. Finalmente supe, a través del servicio de información norteamericano, que tanto mi esposa como mi hijo habían sido asesinados y cremados en Dachau casi inmediatamente después de haber sido capturados.

Era penoso continuar. Me sentía un cruel inquisidor que forzaba al viejo a revivir recuerdos que probablemente habían sido empujados hasta lo más profundo de su mente desde hacía mucho tiempo con el fin de conservar su cordura. Sin embargo, continué:

—¿Cómo llegó a este país?

—En mis buenos tiempos contaba con amigos muy finos en Washington. Uno de ellos intercedió por mí ante las autoridades correspondientes de inmigración, quienes olvidaron mi falta de pasaporte. Otro me prestó dinero para el pasaje. Había visitado Chicago en mil novecientos treinta y uno y me había gustado por su vitalidad, por lo que vine acá.

—¿Qué ha estado haciendo durante todos estos años?

Se encogió de hombros y miró al techo.

¿Qué puede hacer un ex millonario presidente de una compañía, cuyas ambiciones habían muerto en una cámara de gas? Trabajé en un centenar de lugares insignificantes, con la única intención de sobrevivir… de portero de un club nocturno, de cocinero, en la tarea sanitaria de la ciudad, en construcción… en cualquier cosa. Sabía que contaba con el conocimiento, la experiencia y la capacidad necesarias para empezar un nuevo negocio propio, pero no deseaba hacerlo. No existía una razón por la cual desear el éxito o adquirir riquezas, por lo que no me esforcé. Finalmente pasé los exámenes de la ciudad y trabajé de portero de una escuela de la avenida Foster. Ese empleo me sirvió mucho. Me encontraba rodeado de pequeños que reían todo el día. Muy bueno. Y de cuando en cuando podía ver algún chico que me recordara a mi Eric. Era un empleo fino y decente. Me retiré al cumplir sesenta y cinco años, y la ciudad me empezó a dar una pequeña pensión suficiente para vivir… y leer.

—¿Qué le hizo decidirse a ser lo que usted llama trapero?

Simon sonrió y se recostó en su sillón, mirando al techo nuevamente, como si tratara de recordar detalles de un suceso que había permanecido dormido entre sus recuerdos durante largo tiempo.

—Tan pronto como me retiré me cambié a este departamento. Lázaro, yo y mis libros. El que cada mañana camináramos Lázaro y yo alrededor de la manzana se convirtió en un ritual. Una mañana, al salir del edificio volteé hacia la entrada del estacionamiento, en donde lo vi a usted por primera vez; ahí se encontraba una joven dama que parecía estar en dificultades. Su auto estaba estacionado en la entrada, la barra permanecía en posición horizontal, y ella sacudía enojadamente la caja de metal que acepta las monedas que activan la barra. Caminé hacia ella y le pregunté si podía ayudarle. Estaba llorando, y entre sollozos me dijo que había introducido en la caja sus dos últimas monedas y la barra no se había elevado. Más aún, debía estar en clase, en la Universidad de Loyola, en menos de diez minutos, ya que tenía un examen final. Hice lo que cualquier persona hubiera hecho. Saqué dos monedas del bolsillo de mi pantalón, las introduje por la ranura y esta vez la barra si se elevó. Después de esto proseguí mi paseo con Lázaro.

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