—Simon, siempre habrá un pequeño grupo de detractores, con mucha educación y poca experiencia, listo para acusarle de ofrecer soluciones simplistas y protectoras a lo que ellos clasifican como problemas extremadamente complicados, necesitando por lo general cinco años de sesiones de terapia con un costo de cincuenta dólares la visita semanal. Así pues, me gustaría obtener un dólar por cada ser humano que haya sido ayudado, verdaderamente ayudado, inspirado por la lectura de Carnegie, Peale, Brande, Hill, Stone y muchos otros, aun sin haber conocido a los autores.
—Incluyendo a Mandino.
—Formaré parte de ese grupo el día que ellos me necesiten: Simon, ¿aún quiere multiplicarse a sí mismo?, ¿Aún quiere ayudar a miles y no sólo a un puñado?
—Por supuesto.
—Bien, hay dos ingredientes necesarios para que el «Memorándum de Dios» se convierta en todo un éxito. En primer lugar, debe existir la necesidad de él y entonces debe haber un escaparate que asegure la amplia distribución entre aquellos que lo necesiten. Recuerdo que Lillian Roth escribió en su libro
I'll Cry Tomorrow
, que había sido incapaz de rescatarse a sí misma de su muerte en vida, por el alcoholismo, hasta que finalmente aprendió a decir las dos palabras más difíciles que jamás pronunció. Dichas palabras eran «necesito ayuda». Usted mismo me dijo que el mejor momento para ayudar a las personas era cuándo habían perdido toda esperanza y ya no contaban con nadie en quien apoyarse. Simon, si se pone a escuchar, casi podrá oír un coro de millones de personas de toda clase, posición y profesión en el mundo, pidiendo ayuda. La necesidad de su mensaje ahora, es tan grande que posiblemente nunca la llenaremos tan bien como deberíamos. Rico o pobre, blanco o negro, bello o feo, solitario o no… todos necesitan ayuda. Existen millones que piensan que la vida, su vida, no ha sido el paraíso, en cambio sí un infierno… en la tierra.
Simon había inclinado la cabeza y estaba tan pendiente de mi conversación como generalmente yo lo estaba de la suya. No hizo ningún comentario, así que continué.
—El segundo ingrediente para asegurar el éxito es que el «Memorándum» obtenga una buena distribución. Ni siquiera lo he leído, pero le prometo esto: haré del «Memorándum de Dios» parte de mi próximo libro y también escribiré sobre usted… y llamaré al libro El milagro más grande del mundo. Le mostraremos al mundo cómo realizar ese milagro… cómo reciclar su propia vida y a regresar de su muerte en vida.
—¿Haría usted eso por mi?
—Por usted, por supuesto… pero también por todos aquellos seres humanos que desean una oportunidad para vivir y ni siquiera se dan cuenta de que ésta los está esperando.
De repente toda la habitación se llenó con su risa.
—Señor Og, como recuerdo de mis días como presidente, la mayor parte de los memorándums tenían copias al carbón que pasaban a diversos individuos o departamentos dentro de la organización. El «Memorándum de Dios»… ¿podemos sacarle copias para distribuirlas por el mundo?
—¿Por qué no? Tenemos cuatro mil millones de trabajadores en esta compañía nuestra, todos luchando por una vida mejor… o deseando luchar si supieran cómo. Démosles a todos la oportunidad de descubrir el milagro más grande del mundo y, cuando eso suceda, tendremos nuestro cielo aquí mismo, ¡en la tierra!
—Nosotros les mostraremos cómo, señor Og, se lo mostraremos.
—Simon, al igual que la mayoría de las veces que estoy con usted he perdido la noción del tiempo. Debo apresurarme. ¿Puede proporcionarme el «Memorándum» para que lo lea durante el fin de semana?
Su vacilación casi imperceptible podría haber pasado desapercibida para cualquier otro.
—No esta noche, amigo mío, pero sí pronto… muy pronto estará en su poder.
Lo conocía lo suficiente como para no presionarle.
—Está bien; buenas noches, viejo amigo.
—Buenas noches, joven amigo. Y gracias por esta fiesta de cumpleaños que nunca olvidaré. Usted ha encendido una vela para mí esta noche.
Mientras caminaba por debajo de la barra del estacionamiento que él había sostenido aquel día en la nieve, aproximadamente un año antes, me volví y miré hacia la ventana de su departamento.
Ahí, dibujado contra la cálida luz proveniente de la sala, estaba la oscura sombra del nuevo geranio rojo de Simon.
El grueso sobre de manila descansaba ominosamente sobre mi escritorio ese lunes que jamás olvidaré.
Había estado de viaje nuevamente en lo que estaba convencido que sería el último viaje de promoción de mi libro. Este aburrido viaje había tomado dos semanas, doce vuelos, diez ciudades, diez camas de hoteles extrañas, diez llamadas tempraneras para despertarme… y la misma serie interminable de preguntas y respuestas desde Nueva Orleáns hasta Monterey.
Llegué temprano a la oficina esperando poder adelantar el trabajo acumulado en la canastilla de «entradas». El olor del café recién hecho impregnaba el lugar. Solamente Vi Noramzyk, quien había llegado temprano desde siempre, se me había adelantado.
Tomé el sobre marrón y observé la cuidadosa escritura europea del anverso con una combinación de horror y pánico. En la esquina superior izquierda, en donde generalmente se escribe el remitente, se encontraban las siguientes palabras:
Un regalo de despedida
de parte de un viejo trapero.
En el centro del sobre se encontraba mi nombre y la dirección de mi oficina:
Sr. Og Mandino,
Presidente de la revista
Sucess Unlimited
6355 Broadway
Chicago, Illinois 60660
En la esquina superior derecha se encontraban las estampillas con valor de un dólar veinte céntimos. No estaban canceladas. No había ninguna marca de la oficina de correos.
Aventé el paquete y salí corriendo de mi oficina justo en el momento en el que empujé la puerta que da al corredor, Pat entraba. Su sonrisa de bienvenida se esfumó cuando observó la expresión de mi rostro.
—¿Qué pasa?
La así por un brazo y prácticamente la empujé hasta mi oficina. Entonces me incliné hacia el escritorio para levantar el sobre de donde lo había arrojado y se lo mostré.
—¿Cuándo recibimos esto?
Tomó el sobre de mis manos, leyó el mensaje y se encogió de hombros.
—No lo sé. Toda su correspondencia está en la caja. No había visto esto antes… No estaba aquí cuando cerré el viernes. Debe haber llegado esta mañana. Posiblemente llegó por medio de un mensajero, ¿no?
Tomé el teléfono con violencia y marqué los dígitos 24… o sea, los de nuestro departamento de suscripciones. Barbara Voigt, nuestra gerente de suscripciones, no tuvo tiempo de darme la bienvenida.
—Barbara, pídale a Vi que suba a mi oficina, por favor.
Vi llegó pronto a mi oficina, deteniéndose incómodamente en la puerta; su cara angelical expresaba preocupación e intriga por la razón por la que quería verla.
—Vi, ¿abrió la oficina esta mañana?
—Sí, siempre lo hago.
—Lo sé. ¿Le dio alguien este paquete?
—No.
—¿Vio a algún extraño cuando abrió esta mañana?
—No, nadie andaba por aquí, excepto Charlie, el portero. Yo sólo preparé el café; como siempre, esperé hasta que se llenó la cafetera, me serví una taza y salí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Está bien. No se preocupe. Gracias.
Deposité el sobre en mi escritorio. Tomé mi sobretodo y salí corriendo de mi oficina. La acera estaba empezando a volverse blanca debido a la primera nevada de Chicago, y vagamente recuerdo haberme resbalado, y haber caído varias veces mientras corría hacia el estacionamiento; atravesaba la calle Winthrop y me adentraba en el edificio donde vivía, Simon. No me molesté en tocar la campana y subí apresuradamente las escaleras hasta llegar al segundo piso. Cuando llegué, empecé a golpear la puerta del apartamento de Simon.
Finalmente se abrió la puerta y me encontré a mi mismo observando la cara de una mujer cuyo cabello estaba lleno de rizadores, y que sostenía a un pequeño entre sus brazos. Otro mugriento niño se abrazaba fuertemente a la bata rosa de la mujer. Pensé que Simon debía estar involucrado en otra de sus misiones de caridad.
—El señor Potter, por favor.
—¿Quién?
—El señor Potter. El viejo. Él vive aquí.
—Aquí no vive nadie con ese nombre.
—¿De qué está hablando? Él ha vivido aquí durante años. Dígale que Og Mandino está aquí.
—Mire, Mac, mi nombre es Johnson. He vivido aquí durante cuatro años y tengo que saber que aquí no hay nadie llamado Potter.
Empezó a cerrar la puerta pero lo impedí con el brazo y entré al departamento.
—Vamos, señora, no juegue conmigo. Yo he estado en este departamento más de cien veces durante este año. Un viejo llamado Simon Potter vive aquí. ¿En dónde está?
Antes de que la mujer pudiera responder, mis ojos revisaron el departamento, y mientras lo hacía sentí cómo se me enchinaba la piel. Ni una sola cosa me era familiar. Nuestros dos sillones favoritos no estaban ahí. No estaban las pilas de libros. La alfombra había sido remplazada por un espantoso linóleum anaranjado y azul. La mujer, quien ahora apretaba al pequeño contra su pecho, murmuró:
—Mac, le doy cinco segundos para que se largue antes de que empiece a gritar y llame a la policía. ¡Quién demonios se cree que es para entrar en esa forma a mi departamento, animal! Debería estar en la cárcel o en un manicomio. ¡Lárguese!
Sentí que las piernas me temblaban. Tenía el estómago hecho nudos. Tenía ganas de vomitar. Me dirigí lentamente hacia la puerta y elevé mis brazos con desesperación.
—Lo siento, señora. Probablemente me encuentre en el departamento equivocado. ¿Conoce a Simon Potter? Viejo, piel oscura, muy alto, y posee un perro, un bassett.
—No hay nadie con esas señas en este edificio. Tendría que conocerlo, he vivido aquí durante cuatro años.
—¿En el departamento de junto?
—En esa dirección vive una viejilla italiana con su hija. En ésa, ahí, un negro que vive completamente solo. Le digo que aquí no vive nadie llamado Potter. ¡Ahora desaparezca!
Me disculpé una vez más y salí hacia el corredor. La puerta se cerró de golpe y pude observar los números rojos que me eran tan familiares… 21. Seguía sintiéndome débil, así que me senté en las escaleras para tratar de ordenar mis pensamientos. ¿En dónde estaba Simon? ¿Estaba soñando todo esto? Si era eso, entonces estaba teniendo una pesadilla infernal.
En cualquier momento, pensé, saldría Rod Serling bajando las escaleras y me daría la bienvenida a otro programa más de la serie «Galería nocturna».
Entonces, tuve una idea. Bajé las escaleras corriendo, pasé el vestíbulo, y salí disparado hacia el sótano. En el último extremo podía observar una luz y podía escuchar el zumbido del calentador de petróleo. Una figura ligeramente sombreada estaba recostada en el respaldo de una silla debajo de la única lámpara.
—¿Es usted el portero?
—Sí, señor, sí, señor.
—¿Ha estado aquí mucho tiempo?
—Toda la noche.
—No. no… quiero decir, ¿cuánto tiempo ha trabajado en este lugar?
—En febrero cumpliré once años.
—¿Existe algún Simon Potter registrado como propietario de un departamento de este edificio? Alto, de piel oscura, pelo largo. Barba. Se parece mucho a Abraham Lincoln. Tiene un perro, un bassett.
—En este edificio no están permitidos los perros.
—¿Conoce al hombre que le describí?
—No, señor.
—¿Ha visto alguna vez al hombre que le he descrito, ya sea aquí o afuera, en la calle?
—No, señor. Conozco a todos los que viven en el edificio y prácticamente a todos los del vecindario, y cerca de aquí en los últimos once años y jamás he visto al hombre que dice, se lo aseguro.
¿Está seguro?
—Completamente seguro.
Subí los escalones corriendo, atravesé la calle hasta el estacionamiento y abrí el auto. Finalmente me encontré en la estación de policía de la avenida Foster, aunque sigo sin recordar cómo llegué hasta ahí. Estacioné mi auto entre dos autos patrulla y corrí hasta la estación. Esperé impacientemente frente a la ventanilla alambrada hasta que un joven sargento hizo una fría señal de asentimiento.
—Sargento, mi nombre es Mandino y mi negocio se encuentra en Broadway.
—Sí, señor.
—Una persona ha desaparecido. Tenía un amigo que vivía en un apartamento, en el número 6353 de la calle Winthrop. Lo conozco desde hace más de un año. Estuve fuera dos semanas y cuando regresé, esta mañana, había un paquete sobre mi escritorio, el cual tenía mi nombre y dirección y algunas palabras en la esquina, superior izquierda que suponían que ese era un regalo de despedida de su parte.
—¿Qué había dentro del paquete?
—No lo sé. En el momento en el que leí el mensaje de despedida corrí a su departamento y…
—¿Y…?
—Él no estaba ahí. Más aún, las personas que se encontraban en su departamento dijeron que él nunca había vivido ahí… y no conocían al hombre que les describí.
—¿Está seguro de haber ido al departamento adecuado?
—Estuve en él miles de veces. Departamento número 21. Hablé con el portero del edificio; no conocía a nadie llamado Simon Potter; dijo que nunca había habido una persona así en el edificio en los últimos once años en los cuales él había trabajado en el edificio.
—¿Se siente bien, señor?
—Sí, estoy bien. Estoy sobrio y no estoy molestando, en serio. ¿Cómo diablos iba a inventar una historia tan extraña?
—Escuchamos historias más extrañas.
—No lo dudo.
—¿Cuál era el nombre de esa persona?
—Potter… Simon Potter. Tenía casi ochenta años de edad. Pelo largo y oscuro. Y barba. Alto. Poseía un perro… un perro bassett.
El sargento encendió un cigarrillo y me estudió detenidamente durante algunos segundos Después se volvió sin decir absolutamente nada y se introdujo en una oficina posterior. Posiblemente pasaron unos quince minutos antes de que reapareciera.
—No hemos recogido a nadie que tenga ese nombre o responda a la descripción de su amigo, por lo menos en las tres últimas semanas. Pero nos encontramos en una enorme ciudad. ¿Por qué no va a echar un vistazo al hospital Cook County?
—Está bien.
—Y a otro lugar.
—¿A dónde?
—A la morgue de la calle Polk.
Me dirigí hacia el hospital. Ahí fueron considerados y pacientes conmigo y revisaron los registros de los últimos catorce días. No había nadie que tuviera el nombre de Simon o respondiera a su descripción, que hubiera sido traído para algún tipo de tratamiento. También ellos sugirieron que fuera a la morgue. Hacia allá fui. Me trataron desconsideradamente… como si se tratara de alguien que estuviera llenando una queja en una tienda de departamentos. Obviamente habían escuchado historias similares, hora tras hora, sobre padres, hijos, hermanos, hermanas, amantes perdidos. Revisaron metódicamente sus archivos microfilmados y al final se me acercó un joven que sostenía en la mano un expediente.