Read El milagro más grande del mundo Online

Authors: Og Mandino

Tags: #Autoayuda

El milagro más grande del mundo (5 page)

Para entonces el viejo caminaba por la habitación.

—No habíamos caminado mucho cuando escuché unos pasos apresurados detrás de mí. Me volví para observar que la bella joven se dirigía hacia mí, todavía con los ojos llenos de lágrimas, pero sonriente. Antes de que me diera cuenta de lo que la joven hacia, ésta puso sus brazos alrededor de mi cuello, me jaló hacia ella y me besó en la mejilla… la primera vez que me abrazaba una mujer desde la muerte de mi esposa. La joven no dijo nada… solamente fue un abrazo y el beso… y después se esfumó. Ese incidente trivial fue lo que dio a mi vida un nuevo sentido y dirección, señor Og. Resolví dejar de ocultarme en mi pequeño departamento, dejar de lamentarme por lo que me había deparado la vida, y empezar a dar algo de mi ser a otros después de todos esos años de autocompasión. Como ve, en realidad fue una decisión egoísta, ya que la sensación que tuve, cuando esa agraciada joven me besó, me fue desconocida durante muchos años. Era la sensación que se tiene cuando se ha ayudado a otro sin pensar en algún beneficio personal. Desde entonces soy un trapero.

Me sentí cansado. Las preguntas y respuestas me habían agotado. Sin embargo, había algo más que tenía que saber.

—Simon, usted dijo que el nombre de su hijo era Eric. ¿Cuál era el de su esposa?

—Señor Og, mi esposa tenía un nombre tan encantador como su alma… Lisha.

Lo único que pude hacer fue suspirar y murmurar:

—Simon, por favor, páseme mi libro.

El viejo caballero puso el libro en mi regazo. Pasé apresuradamente las primeras páginas y paré en la catorce.

—¡Simon, vea! Aquí… donde estoy señalando, a la mitad de la página… este es el nombre que le di a la esposa de Hafid, el vendedor más grande del mundo. ¡Léalo!

Un medio sollozo, un medio grito de angustia escapó de los labios del hombre mientras observaba la página impresa. Después me miró, incrédulo, mientras se formaban en sus inolvidables ojos unas grandes lágrimas.

—¡No puede ser, no puede ser!

Tomó el libro con sus enormes manos, mientras observaba resueltamente la página. Finalmente la elevó hasta su mejilla, la recargó cariñosamente contra su barba y murmuró suavemente una y otra vez:

—Lisha… Lisha… Lisha.

CAPÍTULO 4

Pasó un mes antes de que lo volviera a ver.

Habían terminado las horas de trabajo y me encontraba solo en mi oficina tratando de disminuir la correspondencia que se había acumulado durante mi ausencia. Escuché el click de la puerta exterior y me puse rígido. Quien quiera que haya sido, el ultimo en salir olvidó echar llave, y las raterías se estaban convirtiendo en una forma de ganarse la vida en el vecindario.

Entonces, en la puerta de mi oficina, apareció Lázaro con movimientos sin coordinación, moviendo la cola; las orejas subían y bajaban; movía la lengua rápidamente… mientras jalaba de la cuerda que conducía hasta su amo.

El viejo me abrazó.

—Señor Og, me da gusto verle. Lázaro y yo estábamos preocupados por usted.

—Estuve fuera de la ciudad por asuntos de negocios, Simon. Creo que alguien esta tratando de cambiar mi vida.

—¿Para bien?

—No estoy seguro. A lo mejor usted puede decírmelo.

—Sabia que no estaba aquí, señor Og. Todos los días me asomaba por la ventana para ver su pequeño auto café. Nada… ni auto, ni señor Og. Y entonces, esta mañana ahí estaba. Me sentí tan contento. Quería verlo y al mismo tiempo no quería molestarlo. Tardé todo el día en armarme de valor para venir a verle.

—Me alegro de que lo hiciera. De todas formas yo hubiera ido a buscarle para decirle las noticias sobre el libro.

—¿Son buenas?

—Todavía no estoy seguro de lo que me esta pasando.

El viejo asintió y me dio unas orgullosas palmadas en el hombro. Después condujo a Lázaro hasta el perchero, en donde lo amarró. El perro enterró la nariz en la alfombra y cerró los ojos.

—Se ve maravillosamente, Simon. Jamás lo había visto de traje y corbata.

Mi visitante tocó tímidamente la solapa de su arrugado saco Con sus enormes dedos y murmuro:

—No podía visitar al presidente de una compañía pareciendo un vagabundo, ¿o sí?

—¿Por que no? Supongo que ustedes, los traperos, trabajan con disfraces de todos tipos y probablemente se han infiltrado en un mayor número de vidas que la CIA. Son ángeles sin portafolios.

El comienzo de una sonrisa se evaporo repentinamente cuando dije la palabra «ángeles». Después se repuso y forzó una irónica sonrisa.

—Solo un escritor podría lograr una descripción tan aguda. Sin embargo, nosotros los traperos carecemos de recursos. Además existe una explosión demográfica de basureros humanos tan vasta que no somos suficientes para hacer el trabajo adecuadamente. Me pregunto si el editor de su revista, el señor W. Clement Stone, es trapero.

Los dos volteamos hacia el retrato de mi jefe que me miraba cálidamente desde la pared que se encuentra a la derecha de mi escritorio.

—Debe serlo, Simon. Él me sacó de un basurero, hace dieciséis años, cuando estaba acabado, solo y bebiendo con frecuencia. Es gracioso, pero parece ser que ustedes los traperos tienen una política de silencio en cuanto a sus buenas obras. Debido a que me encuentro cerca de él he tenido la oportunidad de conocer a algunas de las personas a las que ha ayudado el señor Stone y, sin embargo, muy pocas de sus acciones como buen samaritano se publican en los periódicos.

Simon movió la cabeza en señal de aprobación.

—Esto se debe a que los traperos tratamos de seguir la ley bíblica que Lloyd Douglas hizo famosa en su libro Magnificent Obsession.

—O sea, hacer el bien y… callarse.

Su explosiva risa llenó la habitación.

—Eso es lo que quise decir, aunque nunca había oído que lo dijeran de esa misma forma. Creo que sigo prefiriendo el mandato original de Jesús, como lo escribió Mateo.

—Simon, ¿sabía usted que cuando se publicó el libro Magnificent Obsession la venta de Biblias se elevó increíblemente en todo el mundo?

—¿Por que, señor Og?

—Porque todos empezaron a buscar el pasaje bíblico que dio origen a dicho libro, y Douglas, con un rasgo de ingenio, jamás lo señaló específicamente en su libro. El buscar el pasaje casi llegó a convertirse en el pasatiempo más popular en este país durante un año, o más, haciendo de Magnificent Obsession un best seller. Además, aquellos que encontraron dicho evangelio, o capítulo lo conservaron como un secreto al que podía aspirarse sólo si se descubría personalmente.

—Podríamos utilizar ese truco actualmente, señor Og.

—Sí. ¿Conoce el pasaje, Simon?

El viejo sonrió, se levanto y me observo desde el otro extremo del escritorio, cerró su mano derecha manteniendo erguido el índice hacia mí… Y mientras lo movía, dijo:

«Estad atentos a no hacer vuestra la justicia delante de los hombres para que os vean; de otra manera no tendréis recompensa ante vuestro Padre, que esta en los cielos.»

«Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya, recibieron su recompensa.»

«Cuando des limosna, no sepa la izquierda lo que hace la derecha para que tu limosna sea oculta, y el Padre, que ve lo oculto, te premiará».

Estoy seguro de que nunca fue dicho de mejor forma… excepto en la montaña… hace dos mil años.

Le serví a mi amigo una taza de horrible café y platicamos un poco mientras caminaba, taza en mano, lentamente por mi oficina. Se detuvo frente a la pared en la que se encuentran algunas fotografías autografiadas y leyó en voz alta los nombres; su voz aumentaba en volumen gradualmente cada vez que leía otro nombre más, como queriendo significar que estaba impresionado. El viejo lobo me estaba toreando y me encantaba.

—Rudy Vallee, Art Linkletter, John F. Kennedy, Charles Percy, Harland Sanders, Joey Bishop, senador Harold Hughes, Frank Gifford, James Stewart, Robert Cummings, Robert Redford, Barbra Streisand, Ben Hogan, Norman Vincent Peale… ¿éstos son sus amigos?

—Algunos sí… y los otros pensaron mostrar su agradecimiento por un artículo que les hicimos algún día.

—Me gusta James Stewart. Todas sus películas… son buenas. ¿Lo conoce?

—Le conocí hace muchos años. Yo era bombardero de su grupo B—24 durante la Segunda Guerra Mundial.

—¿Stewart era valiente?

—Muy valiente. Terminó su viaje de combate mucho antes de que hubiera escolta para proteger a nuestros bombarderos. Además podía beber más que ninguno de nosotros.

—Bien. Bien.

Simon prosiguió con el inventario de mi oficina, probablemente comparándola con la decoración de su antigua oficina presidencial en Damasco. Un leve olor a alcanfor emanaba de su traje de corte severo y, sin embargo, lo llevaba con una dignidad y estilo que permitían imaginarlo detrás de un enorme escritorio de caoba, dando consejos cuando estos eran necesarios y también poniéndose difícil cuando alguien lo merecía.

Finalmente dejó la taza de café y dijo:

—No puedo esperar más tiempo. Dígame sus buenas nuevas, señor Og.

—Usted me trajo buena suerte, Simon; estoy seguro de ello. Debe existir mucho de duende debajo de esa fachada de trapero suya. ¿Recuerda esa última noche, en su casa, cuando descubrimos todas esas sorprendentes coincidencias entre el héroe de mi libro y usted?

—¿Cómo puedo olvidarla?

—Bien, cuando llegué a mi casa encontré un mensaje de mi editor, Frederick Fell. Cuando le llamé me dijo que una gran editora de ediciones de bolsillo quería una cita con él, su vicepresidente, Charles Nurnberg, y conmigo, el lunes, para discutir la posible compra de los derechos de reimpresión de mi libro. Por lo tanto, la noche de ese domingo viajé hacia Nueva York.

—¿Estaba preocupado, nervioso?

—No mucho… por lo menos esa noche. Pero a la mañana siguiente, en Nueva York, me levanté a las seis y fume mucho y bebí una tonelada de café mientras esperaba que fuera hora de la reunión a la una. Aún así, llegué al edificio de la editorial, en la Quinta Avenida, con una hora de anticipación. Entonces… hice algo que no había hecho durante mucho, mucho tiempo. Justo al lado se encontraba una iglesia. Ni siquiera recuerdo el nombre, pero estaba abierta y entré.

—¿Que hizo después?

—Recé. En realidad caminé hasta el altar, me arrodillé y recé.

—¿Cómo rezó?

—De la única forma que se hacerlo. No pedí nada, solamente que Dios me diera el valor y el camino para manejar lo que viniera. Es gracioso, Simon, pero casi pude escuchar una voz que preguntaba: «¿Donde has estado, Og?» Entonces, antes de que me diera cuenta de lo que estaba pasando, comencé a llorar… y no podía parar. Afortunadamente no había nadie, pero de todas formas me sentí como un tonto.

—¿Por que lloraba? ¿Lo sabe?

—Me imagino que el estar en una iglesia me recordó todos esos domingos en los que iba a misa con mi madre cuando yo era joven. Mi mundo casi terminó cuando ella murió, de un ataque cardiaco, justamente después de terminar la preparatoria. Ella era algo especial y me había convencido de que yo iba a ser escritor desde que estaba en la primaria. Todavía recuerdo cómo revisaba mis composiciones y otros trabajos escritos que llevaba a casa. Teníamos una relación tan buena que ella criticaba mi trabajo, constructivamente, y yo siempre lo aceptaba y resolvía esforzarme más. Estaba tan orgullosa cuando me convertí en redactor de noticias de nuestro periódico del colegio que cualquiera pudo haber pensado que, había sido contratado por el
New York Times
. Ella quería que fuera a la universidad, pero en mil novecientos cuarenta estábamos pasando por una época difícil. Entonces murió… y yo entre a la Fuerza Aérea de la Armada.

—¿Nunca fue a la universidad?

—No.

El viejo volvió a observar mi oficina y sacudió la cabeza.

—Sorprendente. ¿Qué más sucedió en esa iglesia?

—Nada más. Finalmente dominé mis emociones, y para entonces ya casi era hora de nuestra cita, por lo que salí de la iglesia, crucé la calle y entre al edificio. Cuando salí del elevador en el piso veintiséis, me encontré a mí mismo caminando a lo largo de un gran corredor tapizado con fotografías de algunos de los escritores más famosos del mundo, cuyos libros habían sido publicados por esa compañía. Lo único que podía pensar era. «Mamá, lo logramos. ¡Estamos aquí junto a lo mejor!»

—¿Y su reunión con los ejecutivos de la compañía?

—Fue extraordinariamente bien. Una gran mesa de juntas, una gran habitación, muchos nombres, muchas caras. Como supimos después, ya habían decidido comprar los derechos de reimpresión. Lo que querían saber era si mi persona era adecuada para la promoción y el mercado junto con el libro.

—Balzac, Dickens, Tolstoi… habrían fallado en ese examen.

—Posiblemente este en lo cierto. En fin, les hablé durante diez minutos, les dije como escribí el libro, y me imagino que les cause una buena impresión.

Ahora el viejo estaba reviviendo sustitutivamente cada minuto de mi actuación. Se recostó excitadamente y me señaló con ambas manos, motivándome para que continuara.

—Finalmente, el director de la junta observó a mi editor, Fred Fell, y le preguntó qué queríamos a cambio de los derechos. El señor Fell, con su mejor voz de jugador de póquer, contestó que deseaba un dólar por cada ejemplar en cartone vendido hasta la fecha… y hasta ese momento habíamos vendido trescientos cincuenta mil ejemplares. Se dejo oír un poco de excitación alrededor de la mesa y el director dijo que no habían pensado llegar tan lejos. Entonces se excusó, hizo una seña a uno de los vicepresidentes, y ambos dejaron la habitación. Me imagino que solamente tardaron unos minutos, Simon, pero para mí fue como un siglo. Cuando regresaron, el director se dirigió hacia el señor Fell, le tendió la mano y él se la estrechó. ¡Así fue!

—¿Así de sencillo?

—Sí.

—¿Le están pagando trescientos cincuenta mil dólares?

—Sí.

—¡Señor Og, usted es rico!

—No tanto como piensa. El señor Fell se queda con la mitad de eso y ambos lo compartimos con el Tío Sam.

—Pero, señor Og, ya ha obtenido una suma considerable en regalías por todos esos libros en cartoné, ¿o no?

—Sí.

—¿Sabrá usted que F. Scott Fitzgerald recibió solamente cinco dólares quince céntimos de regalías, tres años después de publicarse The Great Gatsby y que para la fecha de su muerte esa obra maravillosa estaba ya descontinuada?

Other books

Relative Danger by June Shaw
American Childhood by Annie Dillard
Lady Flora's Fantasy by Shirley Kennedy
Destroying Angel by Alanna Knight
Fighting for Love by L.P. Dover