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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sans-Souci (24 page)

—¡Ah! —exclamó Tuppence, brillándole los ojos.

—Afortunadamente, los voluntarios de estos alrededores son unos chicos muy listos. Se dieron cuenta del aterrizaje y la capturaron.

—¿«La» capturaron?

—Eso es. Era una mujer vestida de enfermera.

—Siento que no fuera una monja —observó Tuppence—. Ya sabe usted las historias que han circulado por ahí acerca de monjas que al pagar el billete del autobús enseñaron un brazo musculoso y peludo.

—Bueno; la cuestión es que no se trata de una monja, ni de un hombre disfrazado. Era una mujer de mediana estatura, algo entrada en años, de pelo oscuro y figura más bien delgada.

—En resumen —dijo Tuppence—, una mujer muy parecida a mí.

—Lo acertó usted exactamente —convino Tony.

—¿Y qué?

Mardson explicó con lentitud:

—Lo que sigue es cosa de usted.

Tuppence sonrió.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo—. ¿Dónde debo ir y qué es lo que debo hacer?

—Le aseguro, señora Beresford, que da gusto tratar con usted. Tiene unos nervios magníficamente templados y bien dispuestos.

—¿Dónde debo ir y qué es lo que debo hacer? —repitió Tuppence con impaciencia.

—Por desgracia, las instrucciones son muy breves. En uno de los bolsillos de la mujer se encontró un trozo de papel con estas palabras escritas en alemán: «Vaya a pie hasta Leatherbarrow, que está al este de la cruz de piedra. Número 14 de Saint Asalph's Road. Doctor Binion.»

Tuppence levantó la mirada. En la cima de la colina había una cruz de piedra.

—Ésa es —observó Tony—. Los postes indicadores de carreteras se quitaron hace tiempo, desde luego. Pero Leatherbarrow es un pueblo grande y caminando hacia el este, desde la cruz de piedra, no hay dificultad en llegar hasta allí.

—¿Está muy lejos?

—Cinco millas, por lo menos.

Tuppence hizo una ligera mueca.

—Un ejercicio muy saludable antes del almuerzo —comentó—. Espero que el doctor Binion me invite a comer cuando llegue a su casa.

—¿Sabe usted alemán, señora Beresford?

—Sólo las cuatro palabras que se utilizan en los hoteles. Deberé insistir en hablar inglés, diciendo que mis instrucciones así lo especifican.

—Es un riesgo tremendo —dijo Mardson.

—Tonterías. ¿Quién se va a imaginar que se ha hecho una sustitución? ¿Acaso todo el mundo sabe, en unas millas a la redonda, que se ha capturado un paracaidista?

—Los voluntarios que intervinieron en la captura de esa mujer están retenidos por el jefe de policía. No quiere que vayan por ahí contando a sus amistades lo listos que han sido.

—¿Puede haberlo visto alguien más... o haber oído algo sobre lo ocurrido?

Tony sonrió.

—Señora Beresford; cada día dicen por ahí que ha sido visto uno, dos, tres, cuatro y hasta cien paracaidistas.

—Eso es cierto —convino Tuppence—. Bueno; usted dirá que he de hacer.

—Tenemos aquí todo el equipo y un agente femenino de la policía, especializada en el arte del maquillaje. Venga conmigo.

En el centro del grupo de árboles había un cobertizo medio derruido y ante su puerta esperaba una mujer de mediana edad y aspecto eficiente.

Dio una ojeada a Tuppence e hizo un gesto de aprobación.

Una vez dentro del cobertizo, Tuppence tomó asiento sobre una caja de embalaje, puesta al revés, y se sometió a una serie de expertas manipulaciones. Al cabo de un rato, la maquilladora se apartó un poco, asintió con aspecto satisfecho y observó:

—Ya está. Creo que ha quedado usted muy bien, ¿no le parece, señor?

—Ha quedado magníficamente —dijo Tony.

Tuppence alargó la mano y cogió el espejo que sostenía la otra mujer. Se miró la cara con ansiedad y a duras penas pudo reprimir un grito de sorpresa.

Las cejas habían sido dispuestas de una forma completamente diferente, lo cual alteraba toda la expresión de su cara. Pequeños trozos de cinta adhesiva, disimulados por mechones de pelo que caían sobre las orejas, estiraban la piel de la cara, con lo que cambiaba su perfil. Una pequeña cantidad de masilla transformó también la línea de la nariz, dando a Tuppence un inesperado perfil aguileño. Y el maquillaje, aplicado científicamente, añadió varios años a su edad por medio de unas profundas rayas que caían desde las comisuras de los labios. La cara en general tenía un aspecto complacido y algo necio.

—Está magníficamente hecho —dijo Tuppence con admiración.

Cautelosamente se tocó la nariz.

—Vaya con cuidado —advirtió la otra mujer.

Sacó dos trozos delgados de goma y preguntó:

—¿Cree usted que podrá soportar esto en la boca, entre los dientes y las mejillas?

—Supongo que tendré que soportarlo —respondió Tuppence tristemente.

Colocó en su sitio las dos piezas de goma y movió tentativamente las mandíbulas.

—No resulta incómodo en realidad —tuvo Tuppence que admitir.

Tony salió entonces discretamente del cobertizo y Tuppence se quitó la ropa que llevaba puesta y se enfundó luego el uniforme de enfermera. No le sentaba mal del todo, aunque le apretaba un poco sobre los hombros. El gorro de color azul oscuro puso el punto final a su nueva personalidad. Rechazó, no obstante, los recios zapatos de puntera cuadrada.

—Si tengo que caminar cinco millas —dijo con decisión— lo haré con mis propios zapatos.

Los demás convinieron en que era una cosa razonable, dado que, además, los zapatos que llevaba Tuppence eran también recios y de color oscuro, con lo que no desentonaban con el uniforme.

Miró con interés el contenido del bolso azul que le entregaron. Polvos para la cara; nada de lápiz para los labios; dos libras, catorce chelines y seis peniques en moneda inglesa; un pañuelo y una tarjeta de identidad a nombre de Freda Elton, 4 Manchester Road, Sheffield.

Tuppence puso dentro del bolso sus propios polvos y la barra para los labios. Luego se levantó, dispuesta para empezar.

Tony Mardson volvió la cabeza y dijo ásperamente:

—No sabe cómo me desprecio por dejarla hacer esto.

—Comprendo muy bien lo que siente.

—Pero, ya ve usted; es absolutamente preciso que sepamos cuándo y cómo empezará el ataque.

Tuppence le dio unos golpecitos en el brazo.

—No se preocupe, muchacho. Aunque no lo crea, me estoy divirtiendo.

Tony volvió a decir:

—¡Creo que es usted maravillosa!

3

Algo cansada, Tuppence se detuvo ante la puerta del número 14 de Saint Asalph's Road y comprobó que el doctor Binion era dentista y no médico.

Por el rabillo del ojo vio a Tony Mardson. Estaba sentado al volante de un coche de aspecto elegante, estacionado ante una casa de la misma calle, pero un poco más abajo.

Se convino en que Tuppence iría andando, tal como rezaban las instrucciones, ya que de haber sido llevada hasta allí en coche, alguien podía haberse fijado en tal cosa.

Es cierto que dos aparatos enemigos habían pasado por allí, volando bajo antes de alejarse, y que tal vez hubieran notado la solitaria figura de la enfermera caminando por el campo.

Tony y la maquilladora partieron en opuesta dirección y dieron un gran rodeo antes de llegar a Leatherbarrow y tomar posiciones en Saint Asalph's Road.

Ya estaba todo dispuesto.

—Se abre la puerta del circo —murmuró Tuppence— y entra un cristiano
en route
hacia los leones. Bueno; no habrá nadie que diga que no estoy viendo la vida en todos sus aspectos.

Cruzó la calle y llamó al timbre, preguntándose al mismo tiempo hasta qué punto le gustaba a Deborah aquel joven. Abrió la puerta una mujer de edad, de cara impasible y rústica. Una cara que no era inglesa.

—¿El doctor Binion? —preguntó Tuppence?

La mujer la miró lentamente de arriba abajo.

—Supongo que será usted la enfermera Elton.

—Sí.

—Entonces, pase a la clínica.

Se apartó y cerró la puerta detrás de Tuppence, quien se encontró en un estrecho vestíbulo pavimentado con linóleo.

La criada le precedió por la escalera y abrió una puerta del primer piso.

—Haga el favor de esperar. El doctor llegará dentro de un momento.

Salió y cerró la puerta.

Era una ordinaria clínica de dentista, con el equipo bastante viejo y usado.

Tuppence contempló el sillón y sonrió pensando que, por una vez, no lo veía con el horror de costumbre. Sentía el mismo miedo que inspira una visita al dentista; pero ahora por causas diferentes por completo.

Al cabo de un rato se abriría la puerta y entraría el doctor Binion. ¿Quién sería? ¿Un desconocido? ¿O alguien a quien hubiera visto antes? Si fuera la persona a la que ella casi esperaba encontrar...

Se abrió la puerta.

El hombre que entró no era la persona a quien Tuppence había imaginado ver. Era alguien que ella nunca consideró como un posible complicado.

Era el teniente de navío Haydock.

Capítulo XIV
1

Un alud de locos pensamientos acerca de la parte que hubiera desempeñado el teniente de navío Haydock en la desaparición de Tommy, rodó por la mente de Tuppence; pero ésta los apartó de sí con resolución. Era aquél un momento en que debía conservar toda su lucidez.

¿La reconocería el marino? Tal cuestión era interesante en extremo.

Se había propuesto de antemano no demostrar sorpresa por nada de lo que viera, y basándose en ello se sintió razonablemente segura de que no había exteriorizado signo alguno de reconocimiento que perjudicara su situación.

Se levantó y permaneció de pie, en actitud respetuosa, como correspondía a una simple mujer alemana en presencia del señor de la creación.

—De modo que ya llegó —dijo el marino.

Habló en inglés y sus maneras eran las que utilizaba de costumbre.

—Sí —dijo Tuppence, y añadió como si presentara sus credenciales—: Enfermera Elton.

Haydock sonrió, con el aspecto de quien acaba de oír un buen chiste.

—¡Enfermera Elton! Excelente.

La miró con aprobación.

—Su aspecto es impecable —comentó.

Tuppence inclinó la cabeza y no respondió. Deseaba que él tuviera la iniciativa.

—Supongo que sabrá lo que tiene que hacer —prosiguió Haydock—. Siéntese, por favor.

Tuppence obedeció.

—Ha de darme usted instrucciones detalladas —dijo.

—Muy apropiado —observó él, con voz en la que se notaba una ligera nota irónica—. ¿Sabe usted qué día? —preguntó.

—El cuarto.

Haydock se sobresaltó. Profundas arrugas cubrieron su frente.

—De modo que ya lo sabe, ¿verdad? —murmuró.

Se produjo una pausa que aprovechó Tuppence para preguntar:

—Por favor, ¿quiere decirme qué es lo que debo hacer?

—Cada cosa a su tiempo —respondió el otro.

Volvió a callar durante unos instantes y después indicó:

—Sin duda, habrá oído usted hablar de «Sans Souci», ¿no es eso?

—No —dijo Tuppence.

—¿De veras?

—No —repitió ella con firmeza.

Y pensó:

«Vamos a ver qué tal te las compones con esto.»

En la cara del marino se reflejó una extraña sonrisa.

—¿De manera que no ha oído hablar de «Sans Souci»? —dijo—. Eso me sorprende muchísimo, porque tenía entendido que vivía usted allí desde hace un mes...

El silencio que siguió estaba cargado de amenazas.

—¿Qué me dice de eso, señora Blenkensop? —preguntó él.

—No sé a qué se refiere, doctor Binion. Acabo de aterrizar esta misma mañana.

Haydock volvió a sonreír. Fue una sonrisa verdaderamente desagradable.

—Unas pocas yardas de tela enredada en unos arbustos, crean una ilusión perfecta. Y yo no soy el doctor Binion. El doctor Binion, que oficialmente es mi dentista, amablemente me cede su clínica de cuando en cuando.

—¿De veras? —dijo Tuppence.

—De veras, señora Blenkensop. ¿O tal vez prefiere que utilice su verdadero nombre de Beresford?

Se produjo un nuevo silencio amenazador. Tuppence exhaló un profundo suspiro.

Haydock movió afirmativamente la cabeza.

—Se le ha descubierto el juego. «Tú sólita has venido a visitarme», como dijo la araña a la mosca.

Se oyó un ligero chasquido y en la mano de Haydock relumbró un objeto de acero azulado.

Su voz cobró un acento áspero cuando anunció:

—Y creo innecesario advertirle que no grite ni trate de alarmar al vecindario. Estaría usted muerta antes de que lanzara el primer grito, y aunque lo lograra, no llamaría la atención. Los pacientes de esta clínica, como usted sabe, gritan muy a menudo.

Tuppence observó sosegadamente:

—Al parecer, ha pensado usted en todo. ¿Y no se le ocurrió también, que mis amigos pueden saber dónde estoy?

—¡Ah! Todavía confía en el muchacho de ojos azules... o mejor dicho, de ojos castaños. En el joven Anthony Mardson, ¿eh? Lo siento, señora Beresford, pero el joven Anthony Mardson resulta que es uno de los más adictos defensores de nuestras ideas en este país. Como acabo de decir, unas pocas yardas de tela producen un efecto maravilloso. Se tragó usted con toda facilidad el cuento acerca de la paracaidista.

—No acabo de comprender el objeto de todo este galimatías.

—¿De veras? No queremos que sus amigos descubran con demasiada facilidad dónde se encuentra usted. Caso de que le sigan la pista, ésta les conducirá a Yarrow, donde un hombre la esperaba a usted en un coche. El hecho de que una enfermera, cuyas facciones son completamente distintas a las suyas, llegara a Leatherbarrow, entre la una y las dos de la tarde, difícilmente podrá ser relacionado con su desaparición.

—Muy bonito —comentó Tuppence.

—Deseo expresarle mi admiración por su presencia de ánimo —dijo Haydock—. La admiro muchísimo. Siento tener que obligarla a ello, pero es imprescindible que sepamos exactamente qué es lo que descubrió usted en «Sans Souci».

Tuppence no contestó.

—Le recomiendo que hable —dijo Haydock suavemente—. Existen ciertas posibilidades... en el sillón y en los instrumentos de un dentista.

Tuppence se limitó a dirigirle una desdeñosa mirada.

El marino se recostó en su asiento y observó calmosamente :

—Sí..., estoy dispuesto a admitir que posee usted una entereza nada común, como ocurre a veces con personas de su tipo y naturaleza. Pero, ¿qué me dice de la otra mitad del cuadro?

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