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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sans-Souci (26 page)

—Y entonces... —Tuppence reanudó el relato— salí de la casa y pisé aquel charco. A la camioneta del panadero le fue fácil seguirme hasta la estación y, una vez allí, alguien se puso detrás de mí, compré el billete y me oyó pedir uno para Yarrow. Era después de esto cuando las cosas podían ponerse difíciles.

—Los perros siguieron muy bien el rastro —intervino el señor Grant—. Lo volvieron a coger en la estación de Yarrow y en la huella que hizo el neumático que golpeó usted con el pie. Dicho rastro nos llevó hasta el bosquecillo y luego hasta la cruz de piedra, desde donde lo seguimos a través del campo. El enemigo no tenía idea de que pudiéramos seguirla tan fácilmente, después de haber visto cómo se iba y de haberse marchado ellos en opuesta dirección.

—De todas formas —dijo Albert—, buena ansiedad me pasé, pues sabíamos que estaba usted en aquella casa, pero no podíamos figurarnos qué le iba a ocurrir. Entramos por una de las ventanas traseras y atrapamos a la vieja cuando bajó. Se puede decir que llegamos con el tiempo justo.

—Sabía que vendrían —observó Tuppence—. Lo que debía hacer era alargar las cosas todo lo que pudiera. Si no hubiera visto cómo se abría la puerta, hubiera intentado utilizar otro truco. Pero lo emocionante de verdad fue la manera con que, de repente, vi claramente todo el asunto y cuan tonta había sido yo hasta entonces.

—¿Cómo te diste cuenta de ello? —preguntó Tommy.

—«Oca, oca, ganso» —se apresuró a decir Tuppence—. Cuando le dije eso a Haydock, se puso lívido. Y no precisamente porque fuera una frase disparatada y sin sentido. Vi en seguida que para él lo tenía. Y luego estaba la expresión de la cara de esa mujer, de Anna. Era como la de la polaca. Y entonces, como es natural, me acordé de Salomón y lo comprendí todo.

Tommy dio un suspiro de desesperación.

—Tuppence —dijo—, si vuelves a repetir eso otra vez, te pego un tiro yo mismo. ¿Qué es lo que comprendiste? ¿Y qué diablos tiene que ver Salomón con todo ello?

—¿Recuerdas aquellas dos mujeres que se presentaron ante Salomón con un niño, asegurando cada una de ellas que era suyo? Y entonces Salomón dijo: «Muy bien; que lo corten en dos.» Y la falsa madre dijo: «De acuerdo», pero la madre verdadera replicó: «No; dejen que se lo lleve la otra», ya que no estaba dispuesta a que mataran a su hijo. Pues bien, aquella tarde en que la señora Sprot mató a la polaca, todos vimos que fue un milagro el que no matara también a la niña. Desde luego, entonces tenía que haberse puesto todo de manifiesto. De haber sido hija suya, no hubiera podido arriesgarse a disparar como lo hizo. Ello quería significar que Betty no era hija suya, y por ello disparó contra la otra mujer.

—¿Por qué?

—Porque la otra era la verdadera madre de Betty —la voz de Tuppence tembló un poco—. Pobrecita..., pobre y perseguida mujer. Llegó aquí como una refugiada, sin dinero, y con mucho agradecimiento aceptó la oferta de la señora Sprot para adoptar por algún tiempo a la niña.

—¿Y para qué necesitaba la señora Sprot adoptarla?

—Enmascaramiento; nada más que enmascaramiento psicológico de los mejores. No puede concebirse a un espía de primera categoría que lleve consigo a un hijo suyo mientras trabaja. Ésa fue la principal razón de que nunca tomara yo en consideración a la señora Sprot. Nada más que por la niña. Pero la verdadera madre de Betty no podía vivir sin su hija. Averiguó la dirección de la señora Sprot y vino aquí. Rondó por los alrededores, esperando una ocasión propicia, y por fin la encontró y se llevó a la niña.

»La señora Sprot, como es natural, se puso frenética. Costara lo que costara, no quería que la policía interviniera. Y con ese objeto escribió ella misma la nota que dijo luego haber encontrado en el suelo de su habitación, procurando después que interviniera el teniente de navío Haydock para ayudarla. Luego, cuando localizamos a la fugitiva, no podía dejar nada al azar, y la mató. A pesar de lo que dijo la señora Sprot respecto a no conocer nada sobre armas de fuego, es una tiradora de primera clase. Sí; mató a aquella infeliz mujer, y por eso no le tengo ninguna lástima. Es mala de pies a cabeza.

Tuppence hizo una pausa.

—Otra de las cosas que pudo darme un indicio fue el parecido entre Vanda Polonska y Betty. Era a esta última a quien me recordaba la mujer cada vez que la vi. Y luego estuvo aquel absurdo juego de la niña de los cordones de mis zapatos. Cuánto más probable era que hubiera visto hacer aquello a su pretendida madre, que no a Carl von Deinim. Pero tan pronto como la señora Sprot vio lo que hacía la niña, esparció gran cantidad de pruebas acusadoras por el cuarto de Carl, con el fin de que las encontráramos, y añadió la pincelada maestra de dejar entre ellas un cordón de zapato impregnado de tinta invisible.

—Me alegro de que Carl no tuviera nada que ver con ello —dijo Tommy—. Me gustaba mucho ese excelente muchacho.

—No le habrán fusilado, ¿verdad? —preguntó Tuppence con ansiedad, al darse cuenta de que su marido había hablado en pretérito.

El señor Grant sacudió la cabeza.

—Se encuentra perfectamente —dijo—. Y a propósito, les tengo preparada una buena sorpresa en ese sentido.

La cara de Tuppence se iluminó cuando dijo:

—¡Me alegro muchísimo... y más que nada por Sheila! Desde luego, fuimos unos solemnes idiotas al sospechar de la señora Perenna.

—Está complicada en algunas actividades del I.RA. Pero nada más que eso —replicó el señor Grant.

—Sospeché un poco de la señora O'Rourke... y algunas veces de los Cayley.

—Y yo sospeché de Bletchley —añadió Tommy.

—Y entretanto —apuntó Tuppence— era esa insulsa mujer, a la que todos creíamos... madre de Betty.

—No tan insulsa —dijo Grant— sino una mujer muy peligrosa y una actriz consumada. Siento tener que añadir que es inglesa.

—Entonces —observó Tuppence— no siento lástima ni admiración por ella... Ni siquiera trabaja para su patria.

Y miró con viva curiosidad al señor Grant.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —preguntó.

—Estaba todo en esa colección duplicada de cuentos infantiles.

—Los que Betty calificaba de «sucios» —exclamó Tuppence.

—Y lo eran en realidad —dijo el señor Grant secamente—. «Juanito el trompetero» contenía una relación muy detallada de nuestros dispositivos navales. «Juanito, el de la cabeza en el aire» encerraba iguales detalles respecto a nuestras fuerzas aéreas. Y las cuestiones militares estaban apropiadamente incluidas en «Hubo una vez un hombrecillo que tenía una escopetita».

—¿Y «Oca, oca, ganso»? —preguntó Tuppence.

—Una vez tratado con un reactivo adecuado, ese libro contiene, escrita en tinta invisible, una lista completa de todos los personajes importantes comprometidos en la ayuda a la invasión de Inglaterra. Entre ellos hay dos jefes de policía, un vicemariscal del aire, dos generales, el jefe de una factoría de armamento, comandantes de los voluntarios locales para la defensa y varios militares y marinos de menos importancia, así como miembros de nuestro Servicio Secreto.

Tommy y Tuppence se le quedaron mirando fijamente.

—¡Increíble! —exclamó el primero.

Grant sacudió la cabeza.

—No conoce usted la fuerza de la propaganda germana. Va dirigida hacia algo que tiene todo hombre, es decir, a cierto deseo o anhelo de poder que todo ser humano encierra. Esa gente estaba dispuesta a traicionar a su patria; pero no por dinero, sino por una especie de orgullo megalomaníaco de lo que ellos mismos iban a conseguir para su país. En todos los sitios ha ocurrido lo mismo. Es el culto de Lucifer... Lucifer, el Hijo de la Mañana. ¡Orgullo y deseo de gloria personal!

Y añadió:

—Como verán ustedes, con tales individuos dando órdenes contradictorias y embrollando las operaciones, la invasión proyectada tenía muchas probabilidades de ser un éxito.

—¿Y ahora? —preguntó Tuppence.

El señor Grant sonrió.

—Ahora —dijo—, ¡que vengan! ¡les estamos esperando!

Capítulo XVI

—Oye, mamá —dijo Deborah—. ¿Sabes que estuve por creer las más terribles cosas de ti?

—¿De veras? —preguntó Tuppence—. ¿Cuándo?

Miró con ojos muy afectuosos los oscuros cabellos de su hija.

—Cuando te fuiste sin decir nada a Escocia, para reunirte con papá, mientras yo creía que estabas con tía Gracie. Casi pensé que tenías algún asuntillo con alguien.

—¡Pero, Deborah! ¿Eso pensaste?

—No llegué a considerarlo en serio, desde luego. A tus años no pueden pasar esas cosas. Y, además, ya sé que tú y «Cabeza de Zanahoria» os queréis mucho. En realidad, fue un idiota, llamado Anthony Mardson, quien me puso esa idea en la cabeza. Tienes que saber, mamá, pues creo que puedo decírtelo, que luego se ha descubierto que pertenecía a la Quinta Columna. Siempre me pareció que hablaba de una forma bastante rara, diciendo cosas relativas a que todo seguiría igual, o tal vez mejor, si Hitler ganaba la guerra.

—¿Y a ti... ejem... te gustaba mucho ese chico?

—¿Tony? Claro que no. Era un pelmazo. Ahora tengo que bailar esta pieza.

Se alejó en los brazos de un joven de cabellos rubios al que sonreía dulcemente. Tuppence siguió las evoluciones de la pareja durante unos momentos y luego dirigió la mirada hacia donde un joven alto, vestido con el uniforme de las fuerzas aéreas, bailaba con una muchacha rubia y esbelta.

—Creo, Tommy —dijo Tuppence—, que nuestros hijos son unos chicos excelentes.

—Ahí viene Sheila —anunció Tommy.

Se levantó al acercarse la joven a la mesa donde estaban sentados.

Llevaba un traje de noche de color esmeralda, que realzaba su belleza morena. Pero aquella noche su aspecto era sombrío y saludó a los anfitriones con bastante aspereza.

—He venido, tal como les prometí —dijo—. Aunque no puedo imaginar qué es lo que necesitan de mí.

—Porque nos gusta usted —dijo Tommy sonriendo.

—¿De veras? —dijo Sheila—. Pues no sé por qué. Me porté detestablemente con ustedes dos.

Hizo una pausa y luego murmuró:

—Pero les estoy muy agradecida.

—Hemos de encontrarle una buena pareja para que baile con usted —dijo Tuppence.

—No quiero bailar. Aborrezco el baile. Sólo vine a verles.

—Le gustará la pareja que le hemos buscado —insistió Tuppence sonriendo.

—Yo... —empezó Sheila. Y se detuvo al ver que Carl von Deinim venía hacia ellos, atravesando la pista de baile apresuradamente.

Sheila le miró, como deslumbrada, y sólo pudo murmurar:

—Tú...

—Yo mismo —dijo Carl.

Aquella noche, el aspecto de Carl von Deinim era ligeramente diferente. Sheila le miraba con fijeza, un poco perpleja. Sus mejillas habían tomado un vívido color rojo.

Con voz débil, como si le faltara el aliento, la joven observó:

—Sabía que te encontrabas bien... pero creía que todavía estabas internado.

Carl sacudió la cabeza.

—No hay motivo para ello.

Y prosiguió:

—Tienes que perdonarme por haberte engañado, Sheila. Yo no soy Carl von Deinim. Empleé ese nombre por razones que no son del caso.

El joven miró a Tuppence con expresión interrogativa, y ella le animó:

—Vamos, siga. Cuénteselo.

—Carl von Deinim era amigo mío. Le conocí aquí en Inglaterra hace algunos años. Y renové dicha amistad en Alemania poco antes de que estallara la guerra. Me encontraba allí entonces, trabajando para este país.

—¿Para el Servicio Secreto? —preguntó Sheila.

—Sí. Y mientras estuve allí, empezaron a ocurrir cosas extrañas. En una o dos ocasiones pude escapar por muy poco. Mis planes eran conocidos, cuando nadie tenía que estar enterado de ellos. Me di cuenta de que algo no marchaba bien y que la «podredumbre», por expresarlo adecuadamente, había penetrado hasta el propio Servicio en que yo trabajaba. Había sido traicionado por mis propios compañeros. Carl y yo nos parecíamos un poco físicamente, pues mi abuela fue alemana y de ahí que me eligieran para trabajar en Alemania. Carl no era nazi. Sólo le interesaba su trabajo; un trabajo que yo mismo había practicado, la investigación química. Carl decidió, poco antes de que estallara la guerra, escapar a Inglaterra. Sus hermanos estaban prisioneros en un campo de concentración y Carl creía que se encontraría con grandes dificultades para poder salir del país; pero de una forma casi milagrosa, todas aquellas dificultades quedaron allanadas. Y ese hecho, cuando me lo mencionó, hizo que entrara yo en sospechas. ¿Por qué las autoridades alemanas facilitaban a Carl la salida de Alemania, cuando sus hermanos y otros familiares estaban presos en campos de concentración, y él mismo era sospechoso a causa de sus simpatías antinazis? Parecía como si, por alguna razón, les conviniera que Carl estuviera en Inglaterra. Mi propia posición se volvió entonces más precaria. Carl vivía en la misma casa donde yo tenía mi alojamiento y un día le encontré, con gran sentimiento por mi parte, muerto en su cama. Había sucumbido a una gran depresión nerviosa, y se suicidó, dejando una carta que leí y me guardé.

»Decidí entonces efectuar una sustitución. Necesitaba salir de Alemania, y además quería saber las causas por las cuales los alemanes favorecían la salida de Carl. Vestí su cuerpo con mis ropas y lo tendí en mi cama. Tenía la cara desfigurada por el tiro que se disparó en la frente y yo sabía que la patrona de la pensión no tenía muy buena vista.

»Con los papeles de Carl von Deinim vine a Inglaterra y fui a la dirección que le habían recomendado. Esa dirección era la de «Sans Souci».

»Mientras estuve allí, desempeñé el papel de Carl von Deinim y nunca dejé de estar atento a lo que pasaba. Encontré que estaba todo dispuesto para que yo entrara a trabajar en la factoría de productos químicos que hay allí. Al principio creí que el proyecto de los alemanes era obligarme a que trabajara para ellos. Pero más tarde me di cuenta de que el papel asignado a mi pobre amigo era el de cabeza de turco, para el caso de que algo saliera mal.

«Cuando me detuvieron, basándose en falsas pruebas, no dije nada. No quería revelar mi verdadera identidad hasta que no hubiera más remedio, pues necesitaba ver lo que ocurriría.

»Hace unos pocos días me reconoció uno de mis compañeros y se descubrió la verdad.

Sheila exclamó con tono de reproche:

—Debiste decírmelo.

—Si opinas así..., lo siento —contestó él suavemente.

La miró a los ojos y ella, a su vez, le devolvió la mirada, con aspecto irritado y orgulloso... hasta que la irritación se fundió.

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