El misterio del cuarto amarillo (23 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

-La señorita Stangerson -respondí de inmediato.

Entonces se puso tan pálido que creí que se iba a desmayar y me di cuenta de que había dado en el clavo: ¡La señorita Stangerson y él saben el nombre del asesino! Cuando se repuso un poco, me dijo:

-Me despido, señor. Desde que está usted aquí, he podido apreciar su excepcional inteligencia y su ingenio sin igual. Este es el servicio que reclamo de usted: quizá me equivoque al temer que se produzca un atentado mañana a la noche; pero, como hay que preverlo todo, cuento con usted para que lo impida... Disponga de todo lo necesario para aislar y proteger a la señorita Stangerson. Haga lo que considere conveniente para que no se pueda entrar a su habitación. Vigile alrededor de ese cuarto como un buen perro guardián. No duerma. No se conceda un segundo de descanso. El hombre al que tememos es de una astucia prodigiosa, como quizá no haya otra igual en el mundo. Esta misma astucia la salvará si usted vigila; porque es imposible que, a causa de esa misma astucia, él no sepa que usted vigila; y, si sabe que usted vigila, no intentará nada.

-¿Ha hablado de esto con el señor Stangerson?

-¡No!

-¿Por qué?

-Porque no quiero, señor, que el señor Stangerson me diga lo que usted me acaba de decir: ¡usted sabe el nombre del asesino! Si usted mismo se sorprendió cuando le dije que el asesino quizás venga mañana, ¡cómo sería el asombro del señor Stangerson si le repitiera lo mismo! Quizás no admita que mi siniestro pronóstico sólo se basa en coincidencias que también él terminaría considerando extrañas... Le digo todo esto, señor Rouletabille, porque tengo una gran... una gran confianza en usted... ¡Sé que usted no sospecha de mí!...

El pobre hombre -prosiguió Rouletabille- me respondía como podía, con rodeos y vacilaciones. Sufría. Sentí lástima por él, y más cuando me daba perfecta cuenta de que se dejaría matar antes que decirme quién era el asesino, del mismo modo que la señorita Stangerson se dejaría asesinar antes que denunciar al hombre del "cuarto amarillo" y de la "galeria inexplicable". El hombre la debe de tener en su poder, o debe de tenerlos a ambos en su poder, de un modo terrible, y a nada deben temerle tanto como a que el señor Stangerson se entere de que su hija está en poder de su asesino. Le di a entender al señor Darzac que se había explicado lo suficiente y que podía callarse, ya que no podía darme más información. Le prometí vigilar y no acostarme en toda la noche. Me insistió para que organizara una verdadera barrera infranqueable en torno de la habitación de la señorita Stangerson, del gabinete donde dormían las dos enfermeras y del salón en el que dormía, desde lo que había ocurrido en la "galeria inexplicable", el señor Stangerson; en una palabra, en torno de sus aposentos. Ante tal insistencia, comprendí que el señor Darzac me pedía no sólo que impidiera al asesino que llegara a la habitación de la señorita Stangerson, sino también que hiciera esa llegada tan manifiestamente imposible, que el hombre se diera cuenta enseguida y desapareciera sin dejar rastro. Así expliqué para mis adentros la frase final con la que se despidió:

-Cuando yo me haya ido, podrá hablarle de sus sospechas sobre lo que puede acontecer esta noche al señor Stangerson, al tío Jacques, a Frédéric Larsan, a todos en el castillo, y así organizar, hasta mi regreso, una vigilancia que parezca a todos una idea única y exclusivamente suya.

El hombre, el pobre hombre, se fue, ya sin saber muy bien qué decir, ante mi silencio y mis ojos, que le decían a gritos que yo había adivinado las tres cuartas partes de su secreto. Sí, sí, realmente debía sentirse completamente desamparado para haber acudido a mí en un momento así y abandonar a la señorita Stangerson, obsesionado como estaba por aquella terrible idea de la coincidencia...

Cuando se fue, me puse a pensar. Y pensé en esto: que había que ser más astuto que la astucia, de tal modo que el hombre, si pensaba ir esta noche a la habitación de la señorita Stangerson, no dudara un segundo de que podíamos sospechar su venida. ¡Por supuesto, había que impedir que entrara, incluso matándolo, pero dejarlo avanzar lo suficiente para que, muerto o vivo, pudiéramos ver claramente su rostro! Porque había que terminar con esto, ¡había que librar a la señorita Stangerson de ese asesinato en potencia!

–Sí, mi amigo -declaró Rouletabille, después de apoyar su pipa en la mesa y vaciar su vaso-, es preciso que vea claramente su cara, de modo de estar seguro de que entra en el círculo que tracé con el extremo correcto de mi razón.

En ese momento, volvió a aparecer la posadera, trayendo la tradicional omelette con panceta. Rouletabille bromeó un poco con la señora Mathieu y ella se mostró con un humor de lo más encantador.

–¡Es mucho más alegre -me dijo- cuando el tío Mathieu está inmovilizado en la cama por su reumatismo, que cuando tiene bien sus piernas!

Pero yo no pensaba ni en los ojos de Rouletabille, ni en las sonrisas de la posadera; yo sólo pensaba en las últimas palabras de mi joven amigo y en la extraña actitud de Robert Darzac.

Cuando terminó la omelette y estuvimos solos de nuevo, Rouletabille retomó el curso de sus confidencias:

–Cuando le envié mi telegrama esta mañana, a primera hora, seguía pensando en las palabras del señor Darzac -me dijo-: "Quizás el asesino venga esta noche". Ahora, puedo decirle que seguramente vendrá. Sí, lo espero.

–¿Y por qué está tan seguro? ¿No será por casualidad...?

–Cállese -me interrumpió, sonriendo, Rouletabille-, cállese, va a decir una tontería. Desde esta mañana, a las diez y media, estoy seguro de que el asesino vendrá, es decir, desde antes de su llegada y, en consecuencia, desde antes de que viéramos a Arthur Rance en la ventana del patio...

_¡Ah! ¡Ah!... -dije. ¡Siendo así...! Pero ¿por qué estaba seguro a las diez y media?

–Porque a las diez y media comprobé que la señorita Stangerson hacía tantos esfuerzos para permitir que el asesino entre en su habitación esta noche, como precauciones para que no lo haga tomaba Robert Darzac cuando recurrió a mí...

–¡Oh! ¡Oh! – exclamé. ¿Es posible? – Y más bajo-: ¿No me dijo que la señorita Stangerson adora a Robert Darzac?

–¡Se lo dije porque es la pura verdad!

–Entonces, ¿no le parece extraño...?

–¡Todo es extraño en este caso, mi amigo, pero créame que lo que usted considera extraño no es nada comparado con las cosas extrañas que le esperan!...

–Habría que admitir -seguí diciendo- que la señorita Stangerson y su asesino mantienen relaciones, por lo menos, epistolares.

–¡Admítalo, amigo, admítalo!... ¡No se equivoca usted en nada!... Ya le conté la historia de la carta sobre de la mesa de la señorita Stangerson, la carta que dejó el asesino la noche de la "galeria inexplicable", la carta que desapareció... en el bolsillo de la señorita Stangerson... ¿Quién podría negar que en esa carta el asesino obligaba a la señorita Stangerson a una nueva cita con él y cómo suponer que no le haya hecho saber a la señorita Stangerson, tan pronto como estuvo seguro de la partida del señor Darzac, que esa cita debía concretarse esta noche?

Y mi amigo se rio silenciosamente; había momentos en que me preguntaba si no me tomaba el pelo.

La puerta de la posada se abrió. Rouletabille se incorporó tan rápidamente que pareció que acababa de sufrir una descarga eléctrica bajo su asiento.

–¡Arthur Rance! – exclamó.

Arthur Rance estaba ante nosotros y saludaba flemáticamente.

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El castillo era propiedad privada, por lo tanto sólo sus dueños podían cazar en sus territorios. Los caseros lo hacían furtivamente y vendían las piezas cobradas en su propio beneficio.

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El conejo es, en Europa, un plato muy apetecido.

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La carne roja es la de vacunos, en canto el conejo, el pollo y el pescado se consideran carnes blancas.

20. UNA MANIOBRA DE LA SEÑORITA STANGERSON

–¿Me reconoce, señor? – le preguntó Rouletabille al caballero.

–Perfectamente -respondió Arthur Rance. He reconocido en usted al chiquillo del bufé... -El rostro de Rouletabille enrojeció de cólera ante el tratamiento de "chiquillo". Y bajé de mi habitación para estrecharle la mano. Es usted un alegre chiquillo.

El estadounidense tiende la mano; Rouletabille desfrunce el ceño, estrecha su mano sonriendo, me presenta a Arthur William Rance y lo invita a compartir nuestra comida.

–No, gracias. Almuerzo con el señor Stangerson.

Arthur Rance habla perfectamente nuestro idioma, casi sin acento.

–No pensé que tendría el placer de volver a verlo, señor. ¿No debía abandonar nuestro país al día siguiente, o a los dos días, de la recepción del Elíseo?

Rouletabille y yo, aparentemente indiferentes a esta conversación casual, prestábamos atención a cada palabra del estadounidense.

La cara rojiza del hombre, sus párpados pesados, ciertos tics nerviosos, todo demuestra, todo prueba el alcoholismo. ¿Cómo este triste individuo puede estar invitado a la mesa del señor Stangerson? ¿Cómo puede intimar con el ilustre profesor?

Unos días después, me enteraría por Frédéric Larsan -quien, al igual que nosotros, estaba asombrado e intrigado por la presencia del estadounidense en el castillo y había realizado sus indagaciones- de que el señor Rance se había vuelto alcohólico sólo unos quince años atrás, es decir, después que el profesor y su hija abandonaran Filadelfia. En la época en t que los Stangerson vivían en los Estados Unidos, conocieron y frecuentaron mucho a Arthur Rance, que era uno de los frenólogos más distinguidos del Nuevo Mundo. Gracias a nuevos e ingeniosos experimentos, había hecho progresar enormemente la ciencia de Gall y Lavater
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. Por último, es preciso decir en favor de Arthur Rance, y para explicar esta intimidad con la que se lo recibía en el Glandier, que el científico estadounidense había prestado un gran servicio a la señorita Stangerson al detener los caballos desbocados de su coche, poniendo en peligro su propia vida. Incluso era probable que, luego de este hecho, una cierta amistad hubiera unido momentáneamente a Arthur Rance y a la hija del profesor; pero nada hacía suponer una historia de amor. ¿De dónde había sacado Frédéric Larsan esta información? No me lo dijo; pero parecía estar más o menos seguro de lo que exponía.

Si cuando Arthur Rance se reunió con nosotros en la Posada del Torreón hubiéramos conocido estos detalles, es probable que su presencia en el castillo nos habría intrigado menos, pero, en todo caso, no habría hecho más que aumentar el interés que sentíamos por este nuevo personaje. El estadounidense debía rondar los cuarenta y cinco años. Respondió de un modo muy natural a la pregunta de Rouletabille:

–Cuando me enteré del atentado, pospuse mi regreso a los Estados Unidos; antes de partir, quería asegurarme de que la señorita Stangerson no estuviera mortalmente herida; y no me iré hasta que se encuentre totalmente repuesta.

Arthur Rance tomó entonces la dirección de la charla, evitando responder a ciertas preguntas de Rouletabille, comunicándonos, sin que lo invitáramos a ello, sus ideas personales sobre el drama, las que no estaban muy alejadas, por lo que pude comprender, de las del mismo Frédéric Larsan, es decir que el estadounidense también pensaba que Robert Darzac tenía algo que ver en el asunto. No lo mencionó, pero no hay que ser un experto para darse cuenta de lo que sugería su argumentación. Nos dijo que conocía todos los esfuerzos que había hecho el joven Rouletabille para llegar a desenmarañar la embrollada madeja del drama del "cuarto amarillo". Nos informó de que el señor Stangerson lo había puesto al corriente de los acontecimientos ocurridos en la "galeria inexplicable". Mientras oíamos hablar a Arthur Rance, adivinábamos que sospechaba de Robert Darzac. Varias veces lamentó que el señor Darzac estuviera ausente del castillo justamente cuando ocurrían en él tan misteriosos dramas, y nosotros entendimos lo que quería decir con esas palabras. Finalmente, opinó que el señor Darzac se había mostrado "muy inspirado, muy hábil", al instalar en el escenario de los acontecimientos a Joseph Rouletabille, quien no dejaría, tarde o temprano, de descubrir al asesino. Pronunció esta última frase con evidente ironía, se levantó, nos saludó y salió.

Desde la ventana, Rouletabille lo miró alejarse y dijo:

–¡Qué facha!

–¿Cree que pasará la noche en el Glandier? – le pregunté.

Para mi sorpresa, el joven reportero respondió "que le era completamente indiferente".

Pasaré por alto lo que hicimos durante la tarde. Es suficiente con que diga que fuimos a pasear por los bosques, que Rouletabille me llevó a la gruta de Santa Genoveva y que, todo ese tiempo, mi amigo consiguió hablarme de cualquier cosa, menos de lo que le preocupaba. Así llegó el atardecer. Estaba muy sorprendido de ver que el reportero no tomaba ninguna de las medidas que yo esperaba. Se lo mencioné cuando, al llegar la noche, estuvimos en su habitación. Me respondió que ya había adoptado todas sus disposiciones y que, esta vez, el asesino no podría escapársele. Cuando manifesté cierta duda, al recordarle la desaparición del hombre en la galería y darle a entender que podía repetirse el mismo hecho, replicó que eso esperaba, y que era lo único que deseaba aquella noche. No volví a insistir, sabiendo por experiencia hasta qué punto mi insistencia sería en vano y estaría fuera de lugar. Me confió que, desde el amanecer y gracias a su cuidado y el de los porteros, el castillo estaba vigilado de tal modo que nadie podría acercarse sin que le avisaran y que, en el caso de que nadie viniera desde afuera, se hallaba muy tranquilo con respecto a los de adentro.

Eran las seis y media en el reloj que extrajo de su chaleco; se levantó, me hizo señas de que lo siguiera y, sin tomar ninguna precaución, sin siquiera tratar de amortiguar el ruido de sus pasos, sin recomendarme que hiciera silencio, me condujo a través de la galería; llegamos a la galería recta y la seguimos hasta el descanso de la escalera, que atravesamos. Entonces seguimos caminando por la galería del ala izquierda, pasando delante de los aposentos del profesor Stangerson. En el extremo de esta galería, antes de llegar al torreón, había un cuarto, que era el que ocupaba Arthur Rance. Lo sabíamos, porque habíamos visto al estadounidense, al mediodía, en la ventana de esa habitación que daba al patio. La puerta estaba situada a lo ancho de la galería pues, a diferencia de los otros cuartos, dispuestos a lo largo, este clausuraba y remataba la galería. En síntesis, la puerta de esa habitación estaba justo enfrente de la ventana "este" que había en el extremo de la otra galería recta, en el ala derecha, allí donde la otra noche Rouletabille había apostado al tío Jacques. Cuando se daba la espalda a esa puerta, es decir, cuando se salía de la habitación, se veía toda la galería a lo largo: ala izquierda, descanso y ala derecha. Lo único que no se veía era, naturalmente, el recodo de la galería del ala derecha.

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