El misterio del cuarto amarillo (25 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

Me retiré al cuartito oscuro. Veía toda la galería hasta el fondo, una galería iluminada como de día. Evidentemente, nada de lo que iba a ocurrir en ella se me podía escapar. ¿Pero qué iba a ocurrir? Quizás algo muy grave. Nuevo recuerdo inquietante del abrazo de Rouletabille. ¡No se abraza así a los amigos sino en las grandes ocasiones, o cuando van a correr algún peligro! ¿Entonces yo corría peligro?

Mi puño se crispó sobre la culata del revólver y esperé. No soy un héroe, pero tampoco un cobarde.

Esperé cerca de una hora sin advertir nada anormal. Afuera, la lluvia, que había empezado a caer violentamente hacia las nueve de la noche, había cesado.

Mi amigo me había dicho que probablemente no ocurriría nada hasta las doce o la una de la mañana. Sin embargo, no eran sino las once y media cuando la puerta de la habitación de Arthur Rance se abrió. Oí el débil chirrido de los goznes. Parecía que la habían abierto desde adentro con la mayor precaución. La puerta permaneció abierta un instante, que me pareció muy largo. Como la puerta abría hacia la galería, es decir, hacia afuera de la habitación, no podía ver ni lo que pasaba en el cuarto ni detrás de la puerta. En ese momento, percibí un extraño ruido que se repetía por tercera vez, proveniente del parque, y al que no había prestado mayor importancia de la que se suele dar al maullido de los gatos que andan de noche por los tejados. Pero esta tercera vez el maullido fue tan puro y tan especial que recordé lo que había oído contar acerca del grito del Animalito de Dios. Como, hasta el momento, ese grito había acompañado a todos los dramas que habían ocurrido en el Glandier, no pude dejar de estremecerme al pensar en esto. De inmediato, vi aparecer, del otro lado de la puerta, a un hombre que volvió a cerrarla. Al principio no pude reconocerlo, ya que me daba la espalda y estaba inclinado sobre un bulto bastante voluminoso. Luego de cerrar la puerta y cargar el bulto, el hombre se volvió hacia el cuartito oscuro. El que salía, a aquella hora, de la habitación de Arthur Rance, era el guardabosque. Era el Hombre Verde. Llevaba puesto el mismo traje con que lo habíamos visto en el camino, frente a la Posada del Torreón, el día en que llegué al Glandier, y que también llevaba esa misma mañana cuando, al salir del castillo, nos lo encontramos Rouletabille y yo. No había dudas, era el guardabosque. Lo vi muy claramente. Su cara parecía expresar cierta ansiedad. Cuando el maullido del Animalito de Dios resonó afuera por cuarta vez, apoyó el bulto en la galería y se acercó a la segunda ventana, contando desde el cuartito oscuro. No hice ningún movimiento porque temía revelar mi presencia.

Cuando estuvo frente a la ventana, pegó su frente contra los cristales traslúcidos y miró la oscuridad del parque. Permaneció allí medio minuto. La noche, por intervalos, era clara, iluminada por una luna resplandeciente que, de pronto, desaparecía detrás de un nubarrón. El Hombre Verde levantó los brazos dos veces e hizo señas que no comprendí; después, alejándose de la ventana, volvió a cargar el bulto y se dirigió al descanso de la escalera por la galería.

Rouletabille me había dicho: "Cuando vea algo, desate el cordón".

Yo veía algo. ¿Era esto lo que Rouletabille esperaba? No me correspondía decidirlo: sólo tenía que ejecutar la orden que me habían dado. Desaté el cordón. Mi corazón latía, a punto de estallar. El hombre llegó al descanso, pero, ante mi gran asombro, cuando esperaba verlo seguir su camino por el ala derecha de la galería, lo vi bajar la escalera que conducía al vestíbulo.

¿Qué hacer? Estúpidamente, miré la pesada cortina que había caído sobre la ventana. Ya había hecho la señal, y no veía aparecer a Rouletabille en la esquina del recodo de la galería. Nadie vino; nada se presentó. Estaba perplejo. Transcurrió una media hora, que me pareció un siglo. ¿Qué hacer ahora, aun si veía otra cosa? Ya había dado la señal, no podía darla por segunda vez... Por otro lado, aventurarme en la galería en ese momento podía arruinar todos los planes de Rouletabille. Después de todo, yo no tenía nada que reprocharme, y si había pasado algo que mi amigo no esperaba, el único responsable era él. Como no había ninguna manera de prestarle alguna ayuda para advertirle, arriesgué el todo por el todo: salí del cuartito y, siempre descalzo, calculando mis pasos y escuchando el silencio, me dirigí al recodo de la galería.

No había nadie allí. Fui a la puerta de la habitación de Rouletabille. Escuché. Nada. Llamé muy suavemente. Nada. Giré el picaporte, la puerta se abrió. Entré a la habitación. Rouletabille estaba tendido, cuan largo era, sobre el parqué.

22. EL CADÁVER INCREÍBLE

Con una ansiedad inexpresable, me incliné sobre el cuerpo del reportero y tuve la alegría de comprobar que dormía. Dormía con ese sueño profundo y enfermizo con el que vi dormirse a Frédéric Larsan. Él también era víctima del narcótico que habían volcado en nuestros alimentos. ¿Por qué yo no había corrido la misma suerte? Entonces pensé que debían de haber vertido el narcótico en el vino o en el agua, porque así se explicaba todo: yo no bebo durante las comidas. Como padezco por naturaleza de una obesidad prematura, estaba a régimen seco, como le dicen. Sacudí con fuerza a Rouletabille, pero no logré que abriera los ojos. Este sueño debía de ser obra de la señorita Stangerson. Seguramente, ella había pensado que era más de temer la vigilancia de ese muchacho, que lo preveía todo, ¡que sabía todo!, que la de su padre. Recuerdo que, mientras nos servía, el mayordomo nos había recomendado un excelente vino Chablis, que, probablemente, había pasado por la mesa del profesor y de su hija.

Así transcurrió más de un cuarto de hora. Ante circunstancias tan extremas, cuando tanto necesitábamos estar despiertos, decidí emplear medidas enérgicas. Eché un jarro de agua sobre la cabeza de Rouletabille. ¡Por fin abrió los ojos! Unos pobres ojos apagados, sin vida ni mirada. ¿Pero no era acaso la primera victoria? Quise completarla; le di a Rouletabille un par de cachetadas en las mejillas y lo levanté. ¡Suerte! Sentí que se incorporaba entre mis brazos y lo oí murmurar:

–¡Siga, pero no haga tanto ruido!...

Seguir cacheteándolo sin hacer ruido me pareció una empresa imposible. Me puse a pellizcarlo y a sacudirlo, y pudo sostenerse sobre sus piernas. ¡Estábamos salvados!...

–Me han dormido... -dijo. ¡Ah! Pasé quince minutos abominables antes de ceder al sueño... ¡Pero ahoya ya pasó! ¡No me deje solo!...

No había terminado la frase, cuando un horrible alarido, que resonó en todo el castillo, un verdadero grito de muerte, nos desgarró los oídos...

–¡Maldición! – aulló Rouletabille. ¡Llegamos demasiado tarde!...

Y quiso precipitarse hacia la puerta; pero estaba aturdido y rodó contra las paredes. Yo ya estaba en la galería, empuñando el revólver, y corría como loco hacia la habitación de la señorita Stangerson. En el preciso instante en el que llegaba a la intersección del recodo de la galería y la galería recta, vi a un individuo que huía de los aposentos de la señorita Stangerson y que, en un par de saltos, alcanzó el descanso de la escalera.

No pude contenerme: disparé... El tiro resonó en la galería con un estruendo ensordecedor; pero el hombre, que seguía saltando como un desquiciado, bajó velozmente la escalera. Corrí detrás de él gritando: "¡Alto! ¡Alto o te mato!...". Cuando me precipitaba a mi vez hacia la escalera, vi frente a mí a Arthur Rance, que llegaba desde el fondo de la galería del ala izquierda del castillo gritando: "¿Qué pasa?... ¿Qué pasa?". Arthur Rance y yo llegamos casi al mismo tiempo al pie de la escalera. La ventana del vestíbulo estaba abierta. Vimos claramente la silueta del hombre que huía e, instintivamente, descargamos nuestros revólveres en dirección a él. El hombre estaba a más de diez metros delante de nosotros; tropezó y creímos que iba a caer. Entonces saltamos por la ventana, pero el hombre siguió corriendo con renovado vigor. Yo estaba en medias y el americano, descalzo: ¡no podíamos pretender alcanzarlo si nuestros revólveres no lo alcanzaban! Disparamos nuestros últimos cartuchos sobre él, que seguía huyendo... Pero se escapaba por el lado derecho del patio hacia el costado del ala derecha del castillo, hacia ese rincón rodeado de fosos y de altas rejas de donde le sería imposible escapar, ese rincón que no tenía otra salida, para nosotros, que la puerta del pequeño cuarto voladizo habitado ahora por el guardabosque.

El hombre, aunque inevitablemente herido por nuestras balas, ahora nos llevaba unos veinte metros de ventaja. De pronto, detrás de nosotros, encima de nuestras cabezas, una de las ventanas de la galería se abrió y oímos la voz de Rouletabille que clamaba, desesperado:

–¡Dispare, Bernier, dispare!

Y en la clara noche, noche de luna, en ese momento estalló la descarga eléctrica de un relámpago. A la luz del relámpago, vimos al tío Bernier, de pie con su escopeta, en la puerta del torreón.

Había apuntado bien. La sombra cayó. Pero como había llegado al costado del ala derecha del castillo, lo hizo del otro lado del ángulo del edificio; es decir que la vimos caer, pero quedó definitivamente tendida en el suelo al otro lado del muro, que no alcanzábamos a ver. Veinte segundos después, Bernier, Arthur Rance y yo llegábamos hasta allí. La sombra estaba muerta a nuestros pies.

Arrancado evidentemente de su sueño letárgico por los gritos y las detonaciones, Larsan acababa de abrir la ventana de su habitación y nos gritaba, como había gritado Arthur Rance:

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Nosotros permanecíamos inclinados sobre la sombra, sobre la misteriosa sombra muerta del asesino. Rouletabille, ahora completamente despierto, se reunió con nosotros en ese mismo momento, y le grite:

–¡Está muerto! ¡Está muerto!...

–Mejor -dijo. Llévenlo al vestíbulo del castillo... -pero rectificó. ¡No! ¡No! ¡Pongámoslo en el cuarto del guardabosque!

Rouletabille golpeó a la puerta de la habitación del guardabosque... Nadie respondió..., cosa que no me sorprendió, naturalmente.

–Evidentemente, no está -dijo el reportero-, si no ya habría salido... Llevemos, pues, el cuerpo al vestíbulo...

Desde que habíamos llegado hasta la sombra muerta, la noche se había vuelto tan oscura, a causa de un nubarrón que ocultaba la luna, que sólo podíamos tocar aquella sombra, pero sin distinguir sus rasgos. ¡Y, sin embargo, nuestros ojos tenían prisa por saber! El tío Jacques, que llegaba, nos ayudó a transportar el cadáver hasta el vestíbulo del castillo. Allí lo depositamos en el primer peldaño de la escalera. Durante el trayecto sentí en mis manos la sangre caliente que manaba de sus heridas...

El tío Jacques corrió a la cocina y regresó con una linterna. Se inclinó sobre la cara de la sombra muerta y reconocimos al guardabosque, aquel a quien el dueño de la Posada del Torreón llamaba el Hombre Verde y que, una hora antes, yo había visto salir de la habitación de Arthur Rance cargando un bulto. Pero lo que había visto sólo se lo podía informar a Rouletabille, cosa que hice, por cierto, unos instantes después.

...

No puedo guardar silencio acerca de la enorme estupefacción -incluso diría la cruel decepción- que demostraron Joseph Rouletabille y Frédéric Larsan, que se había reunido con nosotros en el vestíbulo. Tocaban el cadáver..., miraban aquella cara muerta, el traje verde del guardabosque..., y repetían al unísono:

–¡Imposible!... ¡Es imposible!

Rouletabille llegó a exclamar:

–¡Es para darse por vencido!

El tío Jacques mostraba un dolor estúpido, acompañado de lamentos ridículos. Afirmaba que nos habíamos equivocado y que el guardabosque no podía ser el asesino de su ama. Tuvimos que hacerlo callar. Si hubiéramos asesinado a su hijo, no habría gimoteado tanto; y yo explicaba estos excesivos buenos sentimientos por el miedo que debía de tener de que creyéramos que se alegraba por este dramático deceso; todos sabían, en efecto, que el tío Jacques detestaba al guardabosque. Comprobé que, de todos nosotros, que estábamos muy desaliñados, descalzos o en medias, el único que estaba completamente vestido era el tío Jacques.

Pero Rouletabille no había soltado el cadáver; arrodillado sobre las baldosas del vestíbulo, iluminado por la linterna del tío Jacques, desvestía el cuerpo del guardabosque... Desnudó su pecho. Sangraba.

Y, de repente, sacándole la linterna al tío Jacques, dirigió sus rayos muy cerca de la herida abierta. Entonces, se levantó y en un tono extraordinario, en un tono de salvaje ironía, dijo:

–¡Este hombre, que ustedes creen haber matado a tiros, ha muerto por una cuchillada en el corazón!

Una vez más, creí que Rouletabille se había vuelto loco y me incliné, a mi vez, sobre el cadáver. Entonces pude comprobar que, efectivamente, el cuerpo del guardabosque no tenía ninguna herida de proyectil, y que, en cambio, la región cardíaca había sido atravesada por una afilada hoja de cuchillo.

23. LA DOBLE PISTA

No me había repuesto aún del estupor que me provocaba tal descubrimiento, cuando mi joven amigo me tocó el hombro y me dijo:–¡Sígame!

–¿Adónde? – le pregunté.

–A mi habitación.

–¿Qué vamos a hacer?

–Reflexionar.

En lo que a mí respecta, confieso que estaba totalmente imposibilitado no sólo de reflexionar, sino incluso de pensar; y, en aquella noche trágica, después de los acontecimientos cuyo horror sólo era equiparable a su incoherencia, difícilmente me explicaba cómo Rouletabille podía pretender "reflexionar" entre el cadáver del guardabosque y la posible agonía de la señorita Stangerson. No obstante, eso fue lo que hizo, con la sangre fría de los grandes capitanes en medio de las batallas. Empujó la puerta de la habitación detrás de nosotros, me indicó un sillón, se sentó calmosamente frente a mí y, por supuesto, encendió su pipa. Yo lo miraba reflexionar... y me dormí. Cuando me desperté, era de día. Mi reloj marcaba las ocho. Rouletabille ya no estaba allí. Su sillón, frente a mí, estaba vacío. Me levanté; comenzaba a estirar mis miembros cuando la puerta se abrió y mi amigo regresó. Enseguida advertí, por su aspecto, que mientras yo dormía, él no había perdido el tiempo.

–¿La señorita Stangerson? – le pregunté de inmediato.

–Su estado es alarmante, pero no desesperado.

–¿Hace mucho que salió usted de la habitación?

–Con las primeras luces del amanecer.

–¿Ha trabajado?

–Mucho.

–¿Qué descubrió?

–Una doble huella de pasos muy notoria y que hubiera podido despistarme...

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