El misterio del cuarto amarillo (28 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

Si no hemos dicho nada antes, es porque así lo exigía el interés mismo de la causa que queremos defender. Nuestros lectores no han olvidado las sensacionales pesquisas anónimas que publicamos sobre el "Pie izquierdo de la calle Oberkamps", sobre el famoso robo del "Crédito Universal" y sobre el caso de los "Lingotes de oro de la Casa de la Moneda". Ellas nos permitieron vislumbrar la verdad, antes incluso de que el admirable ingenio de un Frédéric Larsan la hubiera develado por completo. Estas pesquisas fueron realizadas por nuestro redactor más joven, un muchacho de dieciocho años, Joseph Rouletabille, que mañana será famoso. Cuando estalló el caso del Glandier, nuestro joven reportero se dirigió al lugar, forzó todas las puertas y se instaló en el castillo, de donde habían echado a todos los representantes de la prensa. Junto con Frédéric Larsan, buscó la verdad; vio con espanto el error en el que se abismaba el genio del célebre policía; en vano intentó apartarlo de la mala pista que estaba siguiendo: el gran Fred de ninguna manera aceptó recibir lecciones de este humilde periodista. Sabemos adónde ha conducido eso al señor Robert Darzac.

Pero es preciso que Francia sepa, es preciso que el mundo sepa que, la noche misma del arresto de Robert Darzac, el joven Joseph Rouletabille entró en el escritorio de nuestro director y le dijo: "Me voy de viaje. No podría decirle cuánto tiempo estaré ausente; tal vez uno, dos o tres meses... Tal vez no vuelva nunca... Aquí tiene una carta... Si no he vuelto el día en que el señor Darzac comparezca ante la Audiencia, abrirá usted esta carta en el tribunal, después de que lo hagan los testigos. Hable para eso con el abogado de Robert Darzac. El señor Darzac es inocente. En esta carta está el nombre del asesino y, no digo las pruebas, pues las pruebas voy a buscarlas, pero sí la explicación irrefutable de su culpabilidad". Y nuestro redactor partió. Hace mucho tiempo que no tenemos noticias, pero un desconocido vino a ver a nuestro director, hace ocho días, para decirle: "Actúe según las instrucciones de Joseph Rouletabille si es necesario. En esa carta está la verdad". El hombre no quiso decirnos su nombre.

Hoy, 15 de enero, estamos ante el gran día de la sustanciación de la causa; Joseph Rouletabille no ha vuelto; tal vez nunca lo volvamos a ver. La prensa, también, tiene sus héroes, sus víctimas del deber: el deber profesional, el primero de todos los deberes. ¡Tal vez, a esta altura, haya sucumbido! Sabremos vengarlo. Nuestro director, esta tarde, estará en la Audiencia de Versal les, con la carta: ¡la carta que contiene el nombre del asesino!

En el encabezado del artículo, habían puesto el retrato de Rouletabille.

Los parisinos que ese día se dirigieron a Versalles para el proceso llamado del "Misterio del "cuarto amarillo"" no han olvidado, por cierto, la increíble multitud que se amontonaba en la estación Saint-Lazare. No había más lugar en los trenes y hubo que improvisar convoyes suplementarios. El artículo de L´Époque había trastornado a todo el mundo, excitado todas las curiosidades, llevado hasta la exasperación la pasión de las discusiones. Los partidarios de Joseph Rouletabille y los fanáticos de Frédéric Larsan intercambiaron trompadas pues, cosa extraña, el fervor de esas personas surgía menos de que tal vez se condenara a un inocente, que del interés que ponían en su propia comprensión del misterio del "cuarto amarillo". Cada uno tenía su explicación y la consideraba válida. Los que explicaban el crimen según la teoría de Frédéric Larsan no admitían que se pudiera poner en duda la perspicacia del popular policía, y los que tenían una explicación diferente de la de Frédéric Larsan, naturalmente afirmaban que debía ser la de Joseph Rouletabille, a quien todavía no conocían. Con el número de L´Époque en la mano, los "Larsan" y los "Rouletabille" discutían y se peleaban incluso en las escaleras del palacio de justicia de Versalles, y hasta en la sala del juicio. Se había dispuesto un servicio de guardia extraordinario. La innumerable multitud que no pudo penetrar en el palacio se quedó hasta la noche en los alrededores del edificio, contenida a duras penas por los soldados y la policía, ávida de novedades, dando crédito a los rumores más fantásticos. Por un momento, circuló el rumor de que acababan de detener, en plena audiencia, al propio señor Stangerson, quien había confesado ser el asesino de su hija... Era la locura. El nerviosismo estaba en su punto más alto. Y seguían esperando a Rouletabille. La gente pretendía conocerlo y reconocerlo y, cuando un hombre joven, provisto de un pase, atravesó el espacio libre que separaba a la multitud del palacio de justicia, se produjeron avalanchas. Se atropellaban unos a otros, gritaban: "¡Rouletabille! ¡Ahí está Rouletabille!". Unos testigos, que se parecían más o menos vagamente al retrato publicado por L´Époque, fueron aclamados de igual manera. La llegada del director de L´Époque también dio origen a algunas manifestaciones. Unos aplaudieron, otros silbaron. Había muchas mujeres entre la multitud.

En la sala de la Audiencia, el proceso se desarrollaba bajo la presidencia del señor de Rocoux, un magistrado imbuido de todos los prejuicios de los togados, pero profundamente honesto. Habían llamado a los testigos. Naturalmente, yo estaba entre ellos, al igual que todos los que, en mayor o menor grado, habían estado relacionados con los misterios del Glandier: el señor Stangerson, diez años envejecido, irreconocible; Larsan; el señor Arthur W. Rance, con la cara siempre rubicunda; el tío Jacques; el tío Mathieu, quien compareció esposado, entre dos gendarmes; la señora Mathieu, bañada en lágrimas; los Bernier, las dos enfermeras, el mayordomo, todos los criados del castillo; el empleado de la oficina de correos número 40, el empleado del ferrocarril de Épinay, algunos amigos del señor y de la señorita Stangerson y todos los testigos de descargo de Robert Darzac. Tuve la suerte de que me citaran entre los primeros testigos, lo que me permitió asistir a casi todo el proceso.

No tengo necesidad de decirles cuán apretujados estábamos en la sala. Había abogados sentados hasta en los escalones del "tribunal" y, detrás de los magistrados vestidos con toga roja, estaban representadas todas las autoridades judiciales de los departamentos vecinos. El señor Robert Darzac apareció en el banquillo de los acusados, entre los gendarmes, tan calmo, tan alto y tan buen mozo, que lo recibió un murmullo de admiración más que de compasión. Se inclinó de inmediato hacia su abogado, el letrado Henri-Robert, quien, ayudado por su primer secretario, el letrado André Hesse, que debutaba en esa ocasión, ya había comenzado a hojear su expediente.

Muchos esperaban que el señor Stangerson estrechara la mano del acusado, pero se realizó la convocatoria de los testigos y todos ellos dejaron la sala sin que esta demostración sensacional se hubiese producido. Una vez que los jurados tomaron asiento, notamos que parecían sumamente interesados en una rápida conversación que el letrado Henri-Robert tuvo con el director de L'Époque. Este último, a continuación, fue a tomar asiento en la primera fila del público. Algunos se asombraron de que no acompañara a los testigos a la sala para ellos reservada.

La lectura del acta de acusación se realizó, como casi siempre, sin incidentes. No relataré aquí el largo interrogatorio al que fue sometido el señor Darzac. Respondió de la manera más natural y más misteriosa a la vez. Todo lo que pudo decir pareció natural; todo lo que calló parecía terrible para él, incluso a los ojos de quienes presentían su inocencia. Su silencio sobre los puntos que conocemos se volvía contra él, y parecía evidente que ese silencio lo aplastaría fatalmente. Se resistió a las amonestaciones del presidente de la Audiencia y del ministerio público. Le dijeron que callar, en tales circunstancias, equivalía a la muerte.

–Está bien -dijo-, entonces la sufriré; ¡pero soy inocente!

Con esa habilidad prodigiosa que le dio fama, y aprovechándose del incidente, el letrado Henri-Robert intentó exaltar el carácter de su cliente por el mismo hecho de su silencio, haciendo alusión a deberes morales que sólo las almas heroicas son capaces de imponerse. El eminente abogado sólo logró convencer completamente a quienes conocían al señor Darzac, pero los demás se mantuvieron indecisos. Hubo una suspensión de la audiencia, luego comenzó el desfile de los testigos, y Rouletabille seguía sin aparecer. Cada vez que se abría una puerta, todos los ojos se dirigían a ella, luego al director de L´Époque, que seguía impasible en su lugar. Por fin, se lo vio buscar en su bolsillo y un gran rumor acompañó ese gesto.

Mi intención no es recordar aquí todos los incidentes del proceso. Ya he hablado largamente de las etapas del caso, como para imponer a los lectores un nuevo desfile de los tan misteriosos acontecimientos. Tengo prisa por llegar al momento verdaderamente dramático de esa jornada inolvidable. Se produjo cuando el letrado Henri-Robert le hacía unas preguntas al tío Mathieu, quien, en el estrado de los testigos, se defendía, entre dos gendarmes, de la acusación de haber asesinado al Hombre Verde. Su mujer fue llamada y se la confrontó con él. Ella confesó, estallando en sollozos, que había sido "amiga del guardabosque" y que su marido lo había sospechado, pero volvió a afirmar que este no tenía nada que ver con el asesinato de "su amigo". El letrado Henri-Robert pidió entonces a la corte que aceptara escuchar de inmediato, sobre ese punto, a Frédéric Larsan.

–En una breve conversación que acabo de tener con Frédéric Larsan, durante la suspensión de la audiencia -declaró el abogado-, este me dio a entender que se podría explicar la muerte del guardabosque de otra forma que no fuera la intervención del tío Mathieu. Sería interesante conocer la hipótesis de Frédéric Larsan.

Frédéric Larsan compareció. Se expresó de manera concluyente.

–No veo -dijo- la necesidad de hacer intervenir al tío Mathieu en todo esto. Se lo dije al señor de Marquet, pero los propósitos asesinos de este hombre evidentemente lo han perjudicado ante el señor juez de instrucción. Para mí, el asesinato de la señorita Stangerson y el del guardabosque corresponden al mismo caso. Disparamos contra el asesino de la señorita Stangerson, mientras huía por el patio de honor, creímos que lo habíamos alcanzado, creímos que lo habíamos matado, pero, en verdad, no hizo sino tropezar mientras le disparábamos detrás del ala derecha del castillo. Allí, el asesino se encontró con el guardabosque, quien sin duda quiso detener su huida. El asesino todavía tenía en la mano el cuchillo con el cual acababa de atacar a la señorita Stangerson; apuñaló al guardabosque en el corazón y este murió.

Esta explicación tan simple parecía más plausible, ya que muchos de quienes se interesaban en los misterios del Glandier la habían esbozado. Se oyó un murmullo de aprobación.

–Y en ese caso, ¿qué se hizo del asesino? – preguntó el presidente.

–Evidentemente se escondió, señor presidente, en un rincón oscuro de ese costado del patio y, cuando la gente del castillo se fue, llevando el cuerpo, huyó tranquilamente.

En ese momento, del fondo del público de pie, se levantó una voz juvenil. En medio del estupor de todos los presentes, dijo:

–Estoy de acuerdo con Frédéric Larsan respecto de la cuchillada en el corazón. Pero no estoy de acuerdo sobre la forma en que el asesino huyó del costado del patio.

Todo el mundo se dio vuelta; los ujieres
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se apresuraron a ordenar silencio. El presidente preguntó con irritación quién había levantado la voz y ordenó la inmediata expulsión del intruso, pero se volvió a oír la misma voz clara que gritaba:–¡Soy yo, señor presidente, soy yo, Joseph Rouletabille!

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El ujier es el portero de las salas de un palacio o un tribunal.

27. DONDE JOSEPH ROULETABILLE APARECE EN TODA SU GLORIA

Hubo un alboroto terrible. Se oyeron gritos de mujeres que se sentían mal. No hubo ninguna consideración por la majestad de la justicia. Fue un revuelo descontrolado. Todo el mundo quería ver a Joseph Rouletabille. El presidente gritó que iba a hacer evacuar la sala, pero nadie lo oyó. Entretanto, Rouletabille saltó por encima de la balaustrada que lo separaba del público sentado, se abrió camino a codazos, llegó junto a su director, que lo abrazó con efusión, tomó su carta de las manos de aquel, la deslizó en su bolsillo, penetró en la parte reservada de la sala y llegó así hasta el estrado de los testigos, empujado, empujando, el rostro como una esfera escarlata que iluminaba todavía más la chispa inteligente de sus grandes ojos redondos. Tenía ese traje inglés que le había visto la mañana de su partida -¡pero en qué estado, mi Dios!– el abrigo en el brazo y la gorra de viaje en la mano. Y dijo:

–Pido disculpas, señor presidente, ¡el transatlántico se retrasó! Vengo de Norteamérica. Soy Joseph Rouletabille.

Estalló una carcajada. Todos estábamos felices con la llegada de ese muchacho. A todos nos parecía que acababan de quitarnos un inmenso peso de encima. Respirábamos. Teníamos la certeza de que realmente traía la verdad... de que nos haría conocer la verdad...

Pero el presidente estaba furioso.

–¡Ah! Usted es Joseph Rouletabille... -repitió el presidente. Y bueno, le enseñaré, jovencito a no burlarse de la justicia... En espera de que el tribunal delibere sobre su caso, y en virtud de mi poder discrecional
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, queda usted a disposición de la justicia.

–Pero, señor presidente, eso es precisamente lo que pido: estar a disposición de la justicia... He venido a ponerme a disposición de la justicia... Si mi entrada ha armado un poco de revuelo, le pido disculpas al tribunal... Crea, señor presidente, que nadie respeta la justicia más que yo..., pero entré como pude...

Se echó a reír y todo el mundo rio.

–¡Llévenselo! – ordenó el presidente.

Pero el letrado Henri-Robert intervino. Empezó por disculpar al joven, mostró que estaba animado de los mejores sentimientos, hizo comprender al presidente que difícilmente se podía prescindir de la declaración de un testigo que había dormido en el Glandier durante toda la semana misteriosa, de un testigo, sobre todo, que pretendía demostrar la inocencia del acusado y aportar el nombre del asesino.

–¿Va a decirnos el nombre del asesino? – preguntó el presidente, agitado pero escéptico.

–Pero, señor presidente, ¡si no he venido nada más que para eso! – dijo Rouletabille.

En la sala estuvieron a punto de aplaudir, pero los enérgicos ¡shh! de los ujieres restablecieron el silencio.

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