El misterio del tren azul (12 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Mr. Van Aldin desea acción, que se obre con rapidez.

—¡Ah! —exclamó el comisario—. Todavía no les había presentado. Mr. Van Aldin, éste es monsieur Hercule Poirot a quien sin duda habrá oído mencionar. Aunque hace varios años que se ha retirado de la profesión, su nombre es conocido aún como el de uno de los mejores detectives del mundo.

—Me alegro de conocerle, monsieur Poirot —dijo maquinalmente Van Aldin utilizando una salutación que había descartado hacía años—. ¿De modo que ya no ejerce usted su profesión?.

—Así es, monsieur. Ahora disfruto del mundo —y el hombrecillo hizo un gesto grandilocuente.

—Monsieur Poirot, que viajaba casualmente en el Tren Azul —explicó el comisario—, ha tenido la bondad de ayudarnos con su vasta experiencia.

El millonario miró a Poirot con atención. Entonces dijo inesperadamente:

—Soy muy rico, monsieur Poirot. Se suele decir que un hombre rico actúa convencido de que puede comprarlo todo. Eso no es verdad. En lo mío soy un gran hombre y, como tal, puedo pedirle un favor a otro gran hombre.

Poirot asintió.

—Muy bien dicho, Mr. Van Aldin. Me pongo por entero a su disposición.

—Gracias. Sólo le diré que puede llamarme cuando quiera y que no encontrará en mí a un desagradecido. Y ahora, señores, a trabajar.

—Propongo —dijo monsieur Carrége— que interroguemos a Ada Masón, la doncella de Mrs. Kettering. Tengo entendido que la ha traído usted, ¿verdad?.

—Sí —contestó Van Aldin—. La recogimos cuando pasamos por París. La muerte de su señora la ha trastornado muchísimo, pero relata su historia con bastante coherencia.

—La haremos pasar —dijo Mr. Carrége.

Tocó el timbre y a los pocos momentos entró Ada Masón.

Iba correctamente vestida de negro y tenía la punta de la nariz enrojecida. Se había cambiado los guantes grises de viaje por otros de gamuza negra. Echó una mirada nerviosa al despacho del magistrado y pareció tranquilizarse al ver al padre de su señora. Monsieur Carrége, que presumía de amables maneras, procuró serenarla. En esto le ayudó Poirot, que actuaba de intérprete y cuya actitud amistosa animaba a la inglesa.

—¿Se llama usted Ada Masón?.

—Ada Beatrice son mis nombres de bautismo, señor —respondió Masón muy recatada.

—Bien, ya nos hacemos cargo de que esto habrá significado para usted una gran desgracia.

—¡Ya lo creo, señor!. He servido a muchas señoras y siempre quedaron muy satisfechas de mí, y nunca imaginé que pudiera ocurrir una cosa semejante.

—¡Claro! —asintió Mr. Carrége.

—Desde luego, he leído cosas por el estilo en los periódicos dominicales. Ya me había imaginado que en los trenes extranjeros... —Se detuvo al recordar que el caballero con quien estaba hablando era de la misma nacionalidad que los trenes.

—Empecemos por el principio —dijo monsieur Carrége . Tengo entendido que, cuando salieron de Londres, no se había dicho nada sobre que usted se quedaría en París.

—No, señor, íbamos a ir directamente a Niza.

—¿Había viajado usted alguna vez al extranjero con su señora?.

—No, señor. Sólo llevaba dos meses a su servicio.

—Al salir de Londres, ¿tenía su señora el aspecto de siempre?.

—Parecía inquieta y un tanto preocupada. Por cualquier cosa se enfadaba y todo le parecía mal.

Monsieur Carrége asintió.

—Ahora dígame, Masón, ¿cuándo se enteró de que se quedaría en París?.

—Estábamos en un lugar llamado la Gare de Lyon, señor. Mi señora pensaba apearse y dar un paseo por el andén. Acababa de salir al pasillo, cuando de pronto soltó una exclamación, y volvió a entrar en el compartimiento con un caballero. Cerró la puerta de comunicación con el mío y ya no pude ver ni oír nada hasta que la abrió otra vez para decirme que había cambiado de parecer. Me dio dinero y me ordenó que dejara el tren y me fuera al Ritz, donde ya la conocían y me darían una habitación. Allí tenía que esperar noticias suyas. Quedó en enviarme un telegrama con sus instrucciones. Tuve el tiempo justo para coger mi equipaje y saltar del tren antes de que se pusiese en marcha. Fue todo muy precipitado.

—Mientras Mrs. Kettering le decía todo eso, ¿dónde estaba el caballero?.

—En el otro compartimiento, señor, mirando por la ventanilla.

—¿Puede usted describírnoslo?.

—Casi no lo vi, porque permaneció todo el rato de espaldas. Era un hombre alto y moreno, es lo único que puedo decir. Iba vestido como cualquier otro caballero, con un abrigo azul oscuro y sombrero gris.

—¿Era alguno de los pasajeros del tren?.

—No lo creo, señor. Me pareció que había venido a la estación nada más que para ver a la señora. Claro que bien podría uno de los pasajeros. No se me había ocurrido.

Ada Masón pareció un poco agitada por la sugerencia.

—¡Ah! —Monsieur Carrége, pasó rápidamente a otro asunto—. Después, su señora le pidió al conductor que no la despertase temprano. ¿Era costumbre de ella levantarse tarde?.

—¡Ya lo creo!. La señora nunca desayunaba y no dormía bien por las noches, asique dormía hasta bien entrada la mañana.

De nuevo, monsieur Carrége pasó a otro asunto.

—Entre el equipaje había un neceser de tafilete rojo, ¿no es cierto?. ¿Era el joyero de su señora?.

—Sí, señor.

—¿Se lo llevó usted al Ritz?.

—¡Llevarme yo las joyas de mi señora al Ritz!. ¡Oh, no, de ninguna manera, señor! —Masón parecía horrorizada.

—¿Lo dejó usted en el compartimiento?.

—Sí, señor.

—¿Sabe usted si la señora llevaba muchas joyas con ella?.

—Bastantes. Había veces que hasta me daba miedo. ¡Con las cosas que se leen sobre robos en los trenes extranjeros!. Sabía que estaban aseguradas, pero de todos modos, me parecía un riesgo tremendo. Sólo los rubíes, me dijo la señora, costaban varios cientos de miles de libras.

—¡Los rubíes!. ¿Qué rubíes? —exclamó Van Aldin de pronto.

Ada Masón se volvió hacia él.

—Creo que fue usted mismo quien se los regaló no hace mucho.

—¡Dios mío! —gritó el millonario—. No me diga que se llevó los rubíes. Yo le había dicho que los dejase en el banco.

Ada Masón carraspeó una vez más con discreción, algo que aparentemente formaba parte del repertorio expresivo de las doncellas. Esta vez decía mucho. Expresaba, con más claridad que cualquier palabra, que su señora siempre había hecho su santa voluntad.

—Por lo visto se volvió loca —murmuró Van Aldin—. ¿Qué le ocurriría?.

Esta vez fue monsieur Carrége el que carraspeó, un carraspeo importante que atrajo la atención de Van Aldin.

—Por el momento —le dijo el juez a la doncella—, creo que es todo. Tenga usted la bondad de pasar a la habitación contigua, donde le leerán su declaración. Si está usted conforme con ella, haga el favor de firmarla.

La mujer salió escoltada por el escribiente y Van Aldin le preguntó al magistrado.

—¿Hay algo más?.

Monsieur Carrége abrió un cajón de la mesa, sacó una carta y se la tendió a Van Aldin.

—La encontramos en el bolso de su hija.

El texto de la misiva era el siguiente:

Chére amie:

Te obedeceré, seré prudente y discreto, todas esas cosas que más odia un enamorado. Quizá París no sea el lugar más adecuado; pero, en cambio, las lies d'Or están muy lejos de cualquier parte, y puedes estar segura de que nadie se enterará. Eres muy buena al interesarte tanto por la obra que estoy escribiendo sobre joyas célebres. Será para mí un gran privilegio poder ver y tocar esos históricos rubíes. Pienso dedicar todo un capítulo al «Corazón de fuego». ¡Querida mía!.

Pronto te resarciré, por todos esos terribles años de separación y desconsuelo.

Te adoro

Armand

Capítulo XV
-
El conde de la Roche

Van Aldin leyó la carta en silencio. Su rostro enrojeció de cólera. Los hombres que le observaban vieron como se le hinchaban las venas de la frente y se crispaban sus fuertes manos en un gesto inconsciente. Sin un comentario, devolvió la carta. El juez miraba atentamente su mesa, monsieur Caux al techo y Poirot eliminaba cuidadosamente de su traje una invisible mota de polvo. Con gran delicadeza, ninguno de ellos miró a Van Aldin.

Fue monsieur Carrége quien, consciente de su cargo y sus obligaciones, el que abordo el vidrioso asunto.

—Quizá monsieur —murmuró— sepa quién ha escrito esta carta.

—Lo sé —respondió Van Aldin con tono agresivo.

—¡Oh! —exclamó el magistrado con una mirada interrogadora.

—La ha escrito un bribón que se hace llamar conde de la Roche.

Hubo una pausa; entonces Poirot se inclinó sobre la mesa del juez, enderezó una regla y se dirigió directamente al millonario:

—Mr. Van Aldin, todos somos conscientes, muy conscientes del dolor que le causa hablar de esas cosas; pero créame, monsieur, que en estos momentos no se debe ocultar nada: si se trata de hacer justicia, es necesario que lo sepamos todo.

Si lo piensa usted un minuto, comprenderá que tenemos razón al hablar así.

Van Aldin permaneció en silencio durante unos momentos, y luego, casi a regañadientes, asintió.

—Tiene usted razón, monsieur Poirot. Por doloroso que sea, mi deber es no ocultar nada a la justicia.

El comisario exhaló un suspiro de alivio y el juez de instrucción, se recostó en su butaca, mientras se acomodaba las gafas sobre su larga y afilada nariz.

—Le ruego, Mr. Van Aldin, que nos cuente con sus propias palabras todo lo que sabe sobre ese caballero.

—La cosa empezó en París, hará unos once o doce años. Mi hija era entonces una jovencita que tenía la cabeza, como todas las muchachas, llena de tontas y románticas historias. Sin saberlo yo, conoció a ese conde de la Roche. ¿Han oído hablar de él?.

El comisario y Poirot asintieron.

—Se hace llamar conde de la Roche —continuó Van Aldin—, pero dudo que tenga ningún derecho a usar ese título.

—No es fácil que se encuentre ese nombre en el
Almanac de Gotha
.

—Ya lo sé —prosiguió Van Aldin—. Ese sujeto es un guapo truhán que ejerce una fatal fascinación sobre las mujeres. Ruth se encaprichó de él, pero enseguida puse fin al asunto. Aquel hombre no era más que un estafador.

—Tiene usted razón —afirmó el comisario—. El conde de la Roche nos es muy conocido. Si hubiese sido posible, hace ya tiempo que estaría entre rejas; pero,
ma foi!
, no es fácil: el bribón es listo y realiza siempre sus fechorías con mujeres de la alta sociedad. Les saca el dinero con falsas historias o por medio de chantajes.
¡Eh bien!
, naturalmente, ellas no dicen ni media palabra por miedo a aparecer ante el mundo como unas tontas, y ese individuo tiene un extraordinario poder sobre las mujeres.

—Me consta —afirmó el millonario, y continuó—: Bueno, como les decía, acabé con aquel asunto. Le conté a Ruth lo que él era, y ella, por fuerza, tuvo que creerme. Un año despues conoció a Derek Kettering y se casó con él. Para mí aquello fue el final del asunto, pero sólo hace una semana descubrí, con profundo asombro, que mi hija había reanudado sus relaciones con el conde de la Roche. Se veían a menudo en Londres y en París. Yo le reproché la impruden-cia que cometía, porque debo decirles, señores, que a instancias mías iba a entablar una demanda de divorcio contra su marido.

—Eso es interesante —murmuró Poirot lentamente, con la mirada puesta en el techo.

Van Aldin le miró fijamente y añadió:

—Le señalé la locura de continuar viendo al conde en aquellas circunstancias. Creí que la había convencido...

El juez de instrucción carraspeó con delicadeza.

—Pero por lo que dice esa carta... —empezó a decir y se detuvo.

Van Aldin avanzó la barbilla con gesto decidido.

—Ya lo sé, es inútil darle más vueltas. Por muy desagradable que sea, tenemos que enfrentarnos a los hechos. Parece claro que Ruth había arreglado lo de ir a París para reunirse con el conde de la Roche. Por lo visto, después de lo que dije, le escribió citándole en otro lugar.

—Las lies d'Or —comentó el comisario pensativo—, están situadas delante de las Hyéres. Es un lugar remoto e idílico.

Van Aldin asintió.

—¡Dios mío!. ¿Cómo pudo Ruth ser tan tonta? —exclamó en tono amargo—. Todas esas paparruchas sobre escribir un libro de joyas. Seguro que iba detrás de los rubíes desde el principio.

—Son unos rubíes muy famosos —explicó Poirot—. Formaban parte de las joyas de la corona rusa. Son únicos en su clase y su valor es casi fabuloso. Hace poco, corrió el rumor de que habían pasado a manos de un rico norteamericano. Por lo visto, fue usted quien las adquirió.

—Sí, las adquirí en París, hace unos diez días.

—Dígame, ¿duraron mucho tiempo las negociaciones para su adquisición?.

—Poco más de dos meses. ¿Por qué?.

—Esas cosas se saben —manifestó Poirot—. Siempre hay un pequeño grupo de ladrones que van detrás de alhajas así.

Un espasmo desfiguró el rostro de Van Aldin.

—Recuerdo —dijo con voz entrecortada— que, al entregarle el collar a Ruth, le comenté bromeando que no se lo llevase a la Riviera, porque no quería exponerla al peligro de que la robaran y asesinaran por culpa de los rubíes. ¡Dios mío, las cosas que se dicen sin saber o soñar que se convertirán en realidad!.

Los demás guardaron un respetuoso silencio y entonces Poirot habló con un tono distante:

—Arreglemos nuestros hechos con orden y precisión. De acuerdo con nuestra presente teoría, se sucedieron de la siguiente manera: el conde de la Roche sabe que usted compró los rubíes. Con una simple estratagema, induce a Mrs. Kettering a que traiga las piedras con ella. Él es, pues, el sujeto que Ada Masón vio en el tren, en París.

Los tres hombres asintieron. Poirot continuó:

—Madame se sorprende al verle, pero el resuelve la situación rápidamente. Quita a Ada Masón de en medio. Se compra una cesta de provisiones. El conductor hizo la cama del primer compartimiento, pero no entró en el segundo, y en éste podía estar perfectamente escondido un hombre. Hasta entonces, el conde ha estado oculto de maravilla. Nadie conoce su presencia en el tren, excepto madame. Él ha tenido buen cuidado de que la doncella no le viera el rostro. Todo cuanto ella puede decir es que era alto y moreno, lo cual es sumamente vago. Están solos. El tren corre a través de la noche. No hay gritos ni lucha, porque que ella cree que aquel hombre la ama.

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