El misterio del tren azul (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—No lo creo. Una cosa así no podría ocurrirme nunca a mí.

Él se inclinó hacia ella.

—¿Le gustaría?.

La pregunta le sorprendió y por un instante contuvo el aliento.

—Quizá sea una impresión mía —añadió el desconocido mientras limpiaba cuidadosamente un tenedor—, pero me da la sensación de que usted ansia que le ocurra algo interesante.
Eh bien!
. Mademoiselle, a lo largo de mi vida he observado una cosa: ¡Lo que se desea ardientemente, al fin se consigue!. ¿Quién sabe? —Su rostro mostró una expresión graciosa—. Quizás encuentre más emociones de las que busca.

—¿Es una profecía? —preguntó Katherine con una sonrisa mientras se levantaba.

—Yo nunca hago profecías —declaró él pomposamente—. Es cierto que siempre tengo la costumbre de no equivocarme nunca, pero no suelo presumir de ello. Buenas noches, mademoiselle, que descanse usted bien.

Katherine se dirigió hacia su compartimiento de muy buen humor. Al pasar delante de la puerta abierta del compartimiento de su amiga, vio al conductor haciendo la cama. La mujer del abrigo de visón miraba por la ventanilla, a través de la puerta de comunicación abierta, vio que sobre el asiento se amontonaban las maletas y las mantas. La doncella no estaba allí.

Katherine encontró preparada la litera y, como estaba cansada, se acostó y apagó la luz alrededor de las nueve y media.

Se despertó sobresaltada, sin saber cuánto tiempo había transcurrido. Al mirar su reloj vio que se había parado. Una sensación de inquietud, cada vez más intensa se apoderó de ella. Al fin se levantó, se echó la bata sobre los hombros y se asomó al pasillo. En el tren parecía dormir todo el mundo. Katherine bajó la ventanilla y, durante unos instantes, respiró a pleno pulmón el aire fresco de la noche tratando inútilmente de calmar sus temores. Por fin se decidió a ir hasta el final del vagón y preguntarle al conductor la hora exacta para poner bien el suyo. Pero la banqueta del conductor estaba vacía. Vació un momento y después entró en el otro vagón. Miró a lo largo del pasillo en penumbra y vio con profunda sorpresa que un hombre estaba junto a la puerta del compartimiento de Ruth con la mano en el pomo. Seguramente ella se equivocaba de compartimiento. El hombre dudó unos instantes, volvió lentamente la cabeza hacia donde estaba Katherine y ella, con una extraña sensación de fatalismo, lo reconoció como el mismo hombre que había visto ya dos veces: una en el pasillo del hotel Savoy, y otra en las oficinas Cook.

Entonces él abrió la puerta y entró en el compartimiento y cerró la puerta de inmediato.

Una idea cruzó por la mente de Katherine. ¿Sería aquel el hombre de quien le había hablado la mujer, el hombre con quien iba a reunirse?.

Katherine se dijo que estaba fantaseando y que seguramente había tomado un compartimiento por otro.

Volvió a su vagón. Cinco minutos más tarde el tren aminoró la marcha. Se oyó el largo y quejumbroso chirrido de los frenos y poco después el tren se detenía en Lyon.

Capítulo XI
-
El crimen

Cuando Katherine se despertó, hacía una mañana preciosa. Fue a desayunar temprano, pero no encontró a ninguno de sus compañeros de la víspera. Cuando volvió a su compartimiento, ya todo había sido puesto en orden por el conductor, un hombre moreno con el bigote caído y rostro melancólico.

—La señora está de suerte. Hace un día espléndido —comentó—. Es muy triste para los viajeros llegar en un día gris.

—Realmente, me hubiese sabido muy mal.

Al salir, el hombre añadió:

—Vamos con un poco de retraso, señora. La avisaré antes de que entremos en Niza.

Katherine asintió. Se sentó junto a la ventanilla, encantada con el paisaje bañado de sol. Las palmeras, la inmensidad azul del mar, las mimosas amarillas. Todo era una encantadora novedad para una mujer que, como ella, durante catorce años sólo había conocido el gris de los inviernos ingleses.

Cuando llegaron a Cannes, Katherine salió a pasear por el andén. Sentía cierta curiosidad por la mujer del abrigo de pieles y miró hacia las ventanillas de su compartimiento. Las cortinas permanecían echadas; eran las únicas que estaban echadas en todo el tren. Le extrañó y, al subir otra vez al tren, pasó por el pasillo y vio que los dos compartimientos estaban completamente cerrados. La mujer del abrigo de visón no era muy madrugadora.

Fiel a su palabra, el conductor se acercó a ella y le anunció que dentro de unos minutos llegarían a Niza. Katherine le dio una propina; el hombre le dio las gracias, pero no se retiró. Parecía inquieto. Ella, que al principio, había creído que tal vez la propina le habría parecido pequeña, se dio cuenta de que se trataba de algo mucho más serio. El conductor estaba pálido como un muerto y temblaba violentamente. Él la miraba de un modo extraño, pero al fin le preguntó con un tono brusco:

—Perdone, señora, pero, ¿la esperan en Niza?.

—Quizá —respondió Katherine—. ¿Por qué?.

Pero el hombre solo meneó la cabeza y murmuró algo que Katherine no pudo entender mientras se alejaba. No reapareció hasta que el tren se detuvo en la estación y comenzó a bajar el equipaje de ella por la ventanilla..

Katherine permaneció unos momentos en el andén como perdida, pero enseguida un joven de rostro ingenuo se acercó a ella y le preguntó indeciso:

—¿Miss Grey, no es así?.

Katherine contestó afirmativamente. El joven se inclinó risueño y murmuró:

—Soy Chubby, ¿sabe usted?, el marido de lady Tamplin. Espero que me mencionara en su carta pero quizá se olvidó de hacerlo. ¿Tiene usted su
billet de bagages
?. Perdí el mío cuando llegué y no sabe usted el lío que montaron. ¡Se me echó encima toda la burocracia francesa!.

Katherine sacó el billete y estaba a punto de marcharse con su acompañante, cuando una voz muy suave e insidiosa le murmuró en el oído:

—Un momento, madame, por favor.

Se volvió y se encontró ante un individuo cuya insignificante estatura era compensada por un uniforme cubierto de entorchados.

—Hay ciertas formalidades, madame —explicó el individuo—. Si madame fuese tan amable de acompañarme... Las reglamentaciones de la policía —levantó los brazos al cielo—: ¡Es absurdo, pero qué le vamos a hacer!.

Mr. Chubby Evans escuchó la conversación sin entender casi nada, porque su conocimiento del francés era muy limitado.

—¡Estos franceses...! —murmuró. Era uno de esos ingleses que, habiendo comprado una porción de un país extranjero, sé quejaban con amargura de las costumbres del país—. Siempre están molestando a la gente. De todas maneras, es la primera vez que les veo molestar en la estación. Es algo completamente nuevo, pero supongo que debe usted obedecer.

Katherine se marchó con su guía. Vio con gran sorpresa que la llevaban hacia una vía lateral donde se encontraba uno de los vagones del tren. Él le rogó que subiese al vagón y, precediéndola a lo largo del pasillo, abrió la puerta de uno de los compartimientos, dentro del cual se encontraba un personaje de aspecto pomposo y otro hombre que debía ser su subalterno.

El personaje se levantó y saludó cortésmente a Katherine:

—Perdóneme, madame, pero se trata de cumplir con ciertas formalidades. Supongo que madame hablará francés, ¿verdad?.


Creo que lo suficiente
—replicó Katherine en aquel idioma.

—Muy bien, haga el favor de sentarse, madame. Soy Monsieur Caux, comisario de policía. —Abombó el pecho y Katherine trató de parecer impresionada.

—¿Desea usted ver mi pasaporte?. Aquí está.

El comisario la miró atentamente y soltó un pequeño gruñido:

—Gracias, madame —cogió el pasaporte y carraspeó—. Pero lo que yo deseo en realidad es una pequeña información.

—¿Información?.

El comisario asintió lentamente.

—Sobre una señora que fue su compañera de viaje. Usted comió ayer con ella.

—Temo no poder decirle nada. Conversamos durante la comida, pero me es completamente desconocida. No la había visto nunca.

—Sin embargo —replicó el comisario con viveza—, después de comer la acompaño usted a su compartimiento y estuvieron hablando durante largo rato.

—Sí, es verdad.

El comisario parecía que esperara algo más de ella. La animó con la mirada.

—¿Sí, madame?.

—¿Y bien, monsieur?.

—Quizá pueda usted decirme algo de la conversación.

—Claro que podría —replicó Katherine—, pero, de momento, no veo la razón de hacerlo.

Su carácter inglés se enojaba ante la impertinencia de aquel funcionario extranjero

—¿No ve la razón? —exclamó el comisario—. Oh, sí, madame, le aseguro que hay una razón.

—Entonces quizá tenga la bondad de decírmela...

El comisario se acarició la barbilla pensativo sin decir nada durante unos instantes.

—Madame —dijo al fin—, la razón es muy sencilla: la dama en cuestión ha sido encontrada muerta esta mañana en su compartimiento.

—¡Muerta!. ¿Cómo es posible?. ¿Un ataque al corazón?.

—No —continuó el comisario lentamente y en un tono pensativo—. No. Ha sido asesinada.

—¡Asesinada! —gritó Katherine.

—Por eso, madame, deseamos obtener cualquier información que podamos conseguir.

—Pero seguramente su doncella...

—La doncella ha desaparecido.

—¡Oh! —Katherine se detuvo para ordenar sus pensamientos.

—Como el conductor la vio a usted hablar con ella en su compartimiento, naturalmente, refirió el hecho a la policía, y por eso la hemos llamado con la esperanza de obtener de usted alguna información.

—Lo siento —contestó Katherine—, pero ni siquiera sé su nombre.

—Su nombre era Kettering; lo sabemos por el pasaporte y por las etiquetas de su equipaje. Si...

Sonaron unos golpecitos en la puerta. Monsieur Caux se levantó y la abrió unos centímetros.

—¿Qué pasa? —preguntó autoritariamente—. He dicho que no me molesten.

La ovalada cabeza del compañero de cena de Katherine asomó por la abertura. En su rostro brillaba una seráfica sonrisa.

—Me llamo Hercule Poirot —dijo.

—No me diga —tartamudeó el comisario—, ¿el mismo Hercule Poirot? —interrogó el comisario.

—El mismo —respondió Poirot—. Recuerdo que nos presentaron, monsieur Caux, en la
Süreté
de París. Sin duda, se ha olvidado usted de mí.

—De ninguna manera, monsieur, de ninguna manera —protestó el comisario con calor—. Pero entre, hágame el favor. ¿Sabe usted ya de qué se trata?.

—Sí, lo sé. Y vengo para ver si les puedo ser útil en algo.

—Es un honor —se apresuró a contestar el comisario—. Permítame que le presente a... —consultó el pasaporte que todavía tenía en la mano—... madame ... perdón, a mademoiselle Grey, monsieur Poirot.

Poirot sonrió a Katherine.

—Es curioso, ¿verdad? —murmuró—, que mis palabras se convirtieran en realidad tan pronto.

—Mademoiselle, desgraciadamente, no nos ha podido decir mucho —añadió el comisario.

—Estaba diciéndole que esa pobre señora me era del todo desconocida —explicó Katherine.

Poirot asintió.

—Pero habló con usted, ¿verdad? —dijo con tono amable—. Y usted se formaría alguna opinión de ella, ¿no es cierto?.

—Sí —respondió Katherine pensativa—. Creo que sí.

—¿Y qué impresión sacó usted?.

—Por favor, mademoiselle —el comisario se inclinó hacia la joven—, díganos usted la impresión que le produjo.

Katherine se tomó su tiempo para reflexionar. Le repugnaba traicionar una confidencia, pero con la horrible palabra «asesinato» resonando en sus oídos no se atrevió a ocultar nada. Muchas cosas podían depender de ello. Asique repitió lo mejor que pudo la conversación que mantuvo con la mujer muerta.

—Muy interesante —comentó el comisario mirando al detective—. ¿Verdad, monsieur Poirot, que es muy interesante?. Tenga o no algo que ver con el crimen... —Dejó la frase sin terminar.

—No creo que se trate de un suicidio —insinuó Katherine con un tono de duda.

—No, no se trata de un suicidio. La estrangularon con un cordón de seda negro.

—¡Qué horror! —exclamó Katherine.

Monsieur Caux abrió los brazos en un gesto de disculpa.

—No es algo agradable. Creo que nuestros ladrones de trenes son mucho más brutales que los de su país.

—¡Es horrible!.

—Sí, sí. —El comisario se mostraba conciliador—. Pero es usted una mujer valerosa, mademoiselle. Al verla me dije: «Mademoiselle es muy valiente.» Por eso voy a pedirle que haga algo más, algo desagradable pero que es muy necesario.

Katherine le miró con recelo.

Él extendió las manos a modo de disculpa.

—Le voy a pedir a usted, mademoiselle, que tenga la bondad de acompañarme al compartimiento contiguo.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó en voz baja Katherine.

—Es necesario identificarla —explicó el comisario—, y como su doncella ha desaparecido... —tosió significativamente—. Usted es la persona que la vio más tiempo desde que ella subió al tren.

—Bien —murmuró Katherine—, si es necesario...

Se puso de pie. Poirot hizo un gesto de aprobación.

—Mademoiselle es muy comprensiva. ¿Puedo acompañarles a ustedes, monsieur Caux?.

—Desde luego, monsieur Poirot.

Salieron al pasillo y el comisario abrió la puerta del compartimiento ocupado por la mujer asesinada. Las cortinas de las ventanillas estaban medio levantadas, para dejar entrar algo de luz. El cadáver estaba en la litera que quedaba a la iz-quierda, en una postura tan natural que parecía estar durmiendo. La ropa de cama la cubría y la cabeza estaba vuelta hacia la pared, de forma que sólo se veían unos rizos color caoba. Con mucha delicadeza, monsieur Caux apoyó una mano en el hombro de la mujer y movió el cuerpo hasta que el rostro quedó a la vista.

Katherine se tambaleó ligeramente y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Un fuerte golpe había desfigurado de tal modo las facciones de la muerta que hacía imposible la identificación. Poirot soltó una fuerte exclamación.

—¿Cuándo le hicieron eso? —preguntó—. ¿Antes o después de su muerte?.

—El forense dice que después —contestó monsieur Caux.

—¡Qué cosa más rara! —murmuró Poirot que frunció el entrecejo. Se volvió hacia Katherine y añadió—: Sea usted valiente, mademoiselle; mírela detenidamente. ¿Está segura de que ésta es la mujer con la que habló ayer en el tren?.

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