Dijo aquellas palabras con mucha emoción y, sin embargo, sonaron un tanto teatrales. Él se enfrentó a su mirada de preocupación.
—Cuando dije el otro día que no había entrado en el compartimiento de mi esposa, mentí.
—¡Ah! —exclamó Katherine.
—Es difícil explicar por qué entré, pero lo intentaré. Lo hice impulsivamente. Verá, yo más o menos espiaba a mi esposa, en el tren me mantuve fuera de la vista. Mirelle me había dicho que mi esposa se reuniría con el conde de la Roche en París, pero hasta donde yo sé no fue así. Avergonzado, se me ocurrió de pronto enfrentarme a ella de una vez por todas, asique abrí la puerta y entré.
Hizo una pequeña pausa.
—¿Qué más? —preguntó Katherine en voz baja.
—Ruth dormía en su litera, de cara a la pared. No vi más que su nuca. Podía haberla despertado, pero de repente reaccioné. Después de todo, ¿qué íbamos a decirnos que no nos hubiésemos repetido ya cien veces?. Tenía un aspecto tan sereno que salí del compartimiento lo más sigilosamente que pude.
—¿Por qué le mintió a la policía?.
—Porque no estoy loco del todo y comprendí desde el principio, desde el punto de vista del motivo, que yo era el asesino ideal. Sí admitía que había estado en el compartimiento de mi esposar antes del crimen, me condenaba por completo.
—Lo comprendo.
¿Lo comprendía?. Ella misma no hubiese podido decirlo. Sentía la atracción magnética de la personalidad Derek, pero había algo en ella que se resistía...
—Katherine...
—Yo...
—Usted sabe que estoy enamorado de usted. ¿Lo está usted de mí?.
—No lo sé.
Esto era una señal de debilidad. Lo sabía o no lo sabía. Si... si sólo...
Ella miró a su alrededor desesperada como si buscase algo que la ayudase. El rubor coloreó sus mejillas mientras un joven alto y rubio que cojeaba un poco se dirigía hacia ellos. Era el comandante Knighton.
Había alivio en su voz y una calidez inesperada cuando lo saludó.
Derek se puso de pie, con el entrecejo fruncido y una expresión de cólera en su rostro.
—¿Lady Tamplin ha tenido un soponcio? —dijo con naturalidad—. Voy a verla para darle el beneficio de mi sistema.
Dio media vuelta y los dejo solos. Katherine se volvió a sentar. Su corazón latía violentamente, pero mientras hablaba de cosas triviales con el hombre sosegado y un poco tímido que estaba a su lado, recuperó el control. De pronto descubrió con asombro que Knighton también le estaba descubriendo su corazón, como había hecho Derek, aunque de una manera muy distinta.
Era muy tímido, tartamudeaba. Las palabras le salían a trompicones, sin la menor elocuencia.
—Desde el primer momento que la vi a usted... No tendría que hablarle tan pronto, pero Mr. Van Aldin puede marcharse de aquí en cualquier momento y tal vez no vuelva a tener otra ocasión. Sé que usted no puede quererme tan pronto, es imposible. Por mi parte, sería una estúpida presunción esperarlo. Dispongo de una pequeña renta, no es mucho... No, por favor, no me conteste ahora. Sé lo que me diría, pero, por si tengo que marcharme de repente, sólo quiero que sepa que la amo.
Katherine estaba conmovida. Sus modales eran tan gentiles y atractivos.
—Una cosa más. Quisiera decirle que... si alguna vez tiene algún problema, cualquier cosa que yo pueda hacer...
Él le cogió la mano, se la apretó con fuerza "unos instantes y luego la soltó y se fue rápidamente hacia el Casino, sin mirar atrás.
Katherine, inmóvil, le vio alejarse. Derek Kettering. Richard Knighton. Dos hombres distintos, tan distintos. En Knighton había algo bondadoso y humilde, y en Derek...
De pronto Katherine tuvo una sensación muy curiosa. Sintió que ya no estaba sola en aquel banco de los jardines del Casino, que alguien se hallaba de pie detrás de ella y que este alguien era Ruth Kettering, la mujer muerta, tuvo la impresión de que Ruth deseaba con desesperación decirle algo. La impresión era tan curiosa, tan real, que no podía apartarla de su mente. Tenía la seguridad de que el espíritu de Ruth Kettering intentaba decirle algo de una importancia vital para ella. La impresión se desvaneció. Katherine se puso de pie, temblorosa. ¿Qué había querido comunicarle Ruth Kettering con tanta desesperación?.
Knighton, después de dejar a Katherine, fue en busca de Poirot, a quien encontró en una de las salas, jugando la apuesta mínima a los números pares de la ruleta. En el momento en que Knighton se reunía con él, salió el número treinta y tres y la raqueta se llevo la apuesta de Poirot.
—¡Mala suerte! —dijo Knighton—. ¿Va a jugar de nuevo?.
Poirot meneó la cabeza.
—Por ahora, no.
—¿Siente usted la fascinación del juego? —preguntó Knighton con curiosidad.
—En la ruleta, no.
Knighton le dirigió una mirada fugaz. En su rostro apareció una expresión de inquietud. Con la voz entrecortada y respetuosa, dijo:
—¿Está usted ocupado, monsieur Poirot?. Quisiera hacerle una pregunta.
—Estoy a su disposición. ¿Le parece que salgamos fuera?. Es muy agradable tomar el sol paseando.
Salieron juntos y Knighton inspiró profundamente.
—Me encanta la Riviera —comentó—. La primera vez que estuve aquí fue hace doce años, durante la guerra, cuando me enviaron al hospital de lady Tamplin. Pasar de Flandes aquí fue como llegar al Paraíso.
—¡Es natural!.
—¡Qué lejana parece la guerra ahora! —murmuró Knighton.
Pasearon en silencio durante un rato.
—¿Le preocupa alguna cosa? —preguntó Poirot.
Knighton le miró sorprendido.
—Tiene usted razón —confesó—. Pero no comprendo cómo lo ha sabido
—Salta a la vista con sólo mirarle —contestó con sequedad Poirot.
—No sabía que yo fuera tan transparente.
—Tenga usted en cuenta que mi trabajo consiste en observar las fisonomías —explicó el belga con dignidad.
—Se lo diré, monsieur Poirot. ¿Ha oído usted hablar de Mirelle, la bailarina?.
—¿La
chérie amie
de Mr. Kettering?.
—Sí, la misma. Y sabiendo esto, comprenderá que Mr. Van Aldin siente un prejuicio natural contra ella. Esa mujer le ha escrito solicitando una entrevista. Mr. Van Aldin me ordenó que escribiera una breve negativa, cosa que, desde luego, hice. Esta mañana, ella se presentó en el hotel y mandó subir su tarjeta diciendo que era urgente y vital que viera a Mr. Van Aldin enseguida.
—Me está usted intrigando —dijo Poirot.
—Mr. Van Aldin se puso furioso. Me dictó el mensaje que debía enviar de respuesta. Yo me aventuré a disentir, me pareció probable que quizás esa mujer pudiera facilitarnos alguna información valiosa. Sabemos que viajaba en el Tren Azul y, tal vez, pudo haber visto u oído algo de gran utilidad para nosotros. ¿No cree usted lo mismo, monsieur Poirot?.
—Sí —contestó Poirot en tono seco—. Creo que Mr. Van Aldin se comportó de una manera muy tonta.
—Me alegro de que usted vea el asunto de esa manera. Aún hay algo más, monsieur Poirot. Me pareció tan poco conveniente la actitud de Mr. Van aldin que decidí tener una breve entrevista en privado con esa señora.
—
Eh bien?.
—La dificultad consistía en que Mirelle deseaba hablar personalmente con Mr. Van Aldin. Yo suavicé el mensaje todo lo posible. En realidad le di una forma completamente distinta. Le dije que Mr. Van Aldin estaba muy ocupado en aque-llos momentos, pero que podía comunicarme a mí lo que fuese. Pero no se decidió y se marchó sin decir nada más. Tengo la fuerte impresión de que esa mujer sabe algo.
—Esto es serio —señaló Poirot—. ¿Sabe usted dónde se hospeda?.
—Sí. —Knighton le dio el nombre del hotel.
—Bien —dijo Poirot—. Iremos allí inmediatamente.
El secretario parecía indeciso.
—¿Y Mr. Van Aldin? —preguntó inquieto.
—Mr. Van Aldin es un hombre obstinado —dijo secamente Poirot—. Yo no discuto con individuos así. Obro sin consultarlos. Iremos a ver a esa dama ahora mismo. Le diré que Mr. Van Aldin le ha dado poderes a usted para que actúe en su nombre y usted se guardará muy bien de contradecirme.
Knighton volvió a mirarle indeciso, pero el detective no hizo caso de sus dudas.
En el hotel les dijeron que mademoiselle estaba en sus habitaciones. Después de escribir en sus tarjetas: «De parte de Mr. Van Aldin», Poirot hizo que se las pasaran.
Poco después les dijeron que mademoiselle Mirelle les esperaba.
En cuanto entraron en el saloncito de la bailarina, Poirot tomó la palabra.
—Mademoiselle —murmuró inclinándose exageradamente—, venimos comisionados por Mr. Van Aldin..
—¡Ah!. ¿Y por qué no viene él mismo?.
—Porque se encuentra indispuesto —mintió Poirot—, pero nos ha autorizado al comandante Knighton y a mí para obrar en representación suya. A no ser, desde luego, que mademoiselle prefiera esperar un par de semanas o más..
Si de algo estaba seguro Poirot era de que, para un temperamento como el de Mirelle, la sola palabra «esperar» resultaba intolerable.
—
Eh bien!
Hablaré, señores —gritó—. He sido paciente.
He tendido mi mano. ¿Y para qué?. ¡Para ser insultada!. ¡Sí, insultada!. ¿Acaso cree que se puede tratar así a Mirelle?. ¡Tirarla como quien tira un trapo viejo!. Ningún hombre se ha cansado jamás de mí. Soy yo la que siempre se cansa de ellos.
Se paseó de un lado a otro de la habitación. Su grácil cuerpo temblaba de rabia. Una mesita que le impedía el paso fue a parar de un puntapié a un rincón, donde se hizo trizas contra la pared.
—¡Eso mismo quisiera hacer con él! —gritó—. ¡Y esto...!.
Cogió un jarrón lleno de lirios y lo arrojó a la chimenea, donde se hizo añicos.
Knighton la miraba con disgusto. Estaba violento. Poirot, por el contrario, la miraba con ojos brillantes y parecía encantado con la escena.
—¡Algo magnífico! —exclamó—. ¡Se ve que madame tiene un gran temperamento!.
—Soy una artista —dijo Mirelle—, y todos los artistas tenemos temperamento. Le dije a Derek que se anduviera con cuidado, pero no me quiso escuchar. —De pronto, se volvió furiosamente hacia Poirot y le preguntó—: ¿Es verdad que desea casarse con esa señorita inglesa?.
Poirot tosió.
—On n'a dit —murmuró— que la ama apasionadamente.
Mirelle se acercó a los dos hombres.
—Él asesinó a su esposa —chilló—. ¡Ya está! ¡Ahora lo saben! A mí me dijo que pensaba hacerlo. Estaba en un
impasse
y buscó la salida más fácil.
—¿Dice usted que Mr. Kettering asesinó a su esposa? —preguntó Poirot.
—¡Sí, sí, sí!. ¿No acabo de decírselo?.
—La policía necesitará pruebas —señaló Poirot—. Una declaración.
—Le digo que la noche del crimen le vi salir del compartimiento de su esposa.
—¿Cuándo? —preguntó Poirot incisivo.
—Poco antes de que el tren llegase a Lyon.
—¿Está usted dispuesta a jurarlo?.
Era un Poirot distinto el que hablaba ahora. Su voz era aguda y perentoria.
—Sí —respondió la bailarina.
Hubo un instante de silencio. Mirelle jadeaba, y su mirada, entre desafiante y asustada, pasaba alternativamente del rostro del uno al otro.
—Esto es un asunto muy serio, mademoiselle —señaló el detective—. ¿Se da usted cuenta de lo serio que es?.
—Desde luego.
—Perfectamente —dijo Poirot—. Entonces comprenderá usted, mademoiselle, que no hay tiempo que perder. Supongo que no tendrá inconveniente en acompañarnos al despacho del juez instructor ahora mismo.
La propuesta la pilló por sorpresa. Mirelle dudó unos instantes pero, como Poirot había previsto, no podía ya retroceder.
—Bien —murmuró—. Voy a buscar un abrigo.
Una vez solos, Poirot y Knighton cambiaron una mirada.
—Es necesario actuar... ¿cuál es la frase...?, mientras el hierro está caliente —dijo Poirot—. Es muy temperamental. Tal vez dentro de una hora se arrepentirá y querrá volverse atrás. Debemos evitarlo a toda costa.
Mirelle reapareció, envuelta en un abrigo de terciopelo color arena adornado con piel de leopardo. Tenía un aire de animal salvaje dispuesto a clavar las garras. Sus ojos todavía brillaban de furia y decisión.
En el juzgado encontraron al juez y a monsieur Caux, el comisario. Tras una breve explicación de Poirot, mademoiselle Mirelle fue invitada a contar su historia. Ella lo hizo poco más o menos con las mismas palabras de antes, pero con mucha más sobriedad.
—Es un relato extraordinario, mademoiselle —dijo lentamente monsieur Carrége. Se recostó en su sillón, se afirmó los lentes sobre la nariz y miró con fijeza a la bailarina—. ¿Quiere hacernos creer que Mr. Kettering llegó a ufanarse del crimen de antemano?.
—Sí, sí. Dijo que su esposa tenía demasiada salud. Que la única manera de acabar con ella era un accidente y que él lo arreglaría todo.
—¿Se da usted cuenta, mademoiselle —dijo monsieur Carrége con tono severo—, que se está declarando cómplice del crimen?.
—¿Quién, yo?. De ninguna manera. Ni por un momento creí que él hablara en serio. ¡De ninguna manera!. Conozco a los hombres. Dicen muchas cosas terribles. Una se volvería loca si las tomase
au pied de la íettre
.
El juez de instrucción enarcó las cejas.
—Tendremos que creer entonces que usted consideró las amenazas de Mr.Kettering como meras balandronadas. ¿Podría decirme, mademoiselle, por qué abandonó sus compromisos en Londres y se vino a la Riviera?.
Mirelle le miró con ojos ardientes.
—Porque quería estar con el hombre a quien amaba —dijo sencillamente—. ¿Es una cosa tan extraña?.
Poirot intercaló una pregunta con amabilidad:
—¿Fue entonces por deseo de Mr. Kettering que le acompañó usted a Niza?.
Mirelle pareció encontrar un poco difícil responder a esto. Vaciló visiblemente antes de hablar. Al fin, contestó con un aire indiferente y altivo:
—En casos así, me guío sólo por mi capricho, monsieur.
A pesar de que todos comprendieron que aquello no era una respuesta, no dijeron nada.
—¿Cuándo se convenció usted de que Mr. Kettering había asesinado a su esposa?.
—Como ya le he dicho, monsieur, vi salir a Mr. Kettering del compartimiento de su esposa poco antes de llegar a Lyon. Había una expresión en su rostro que en aquel momento no pude entender. Una expresión que no olvidaré nunca.