El misterio del tren azul (20 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Un momento, Mr. Kettering. —El conde tendió la mano cuando Derek se disponía a abandonar la habitación—. Se equivoca usted, señor. Le aseguro, Mr. Kettering, que está usted completamente equivocado. Yo me tengo por un caballero. —Derek se echo a reír—. Toda carta escrita por una mujer es para mí sagrada. —Echó la cabeza hacia atrás con un hermoso aire de nobleza—. Lo que yo le iba a proponerle es algo muy distinto. Como le he dicho antes, estoy en una mala situación económica y, aunque mi conciencia me impulse a ir a la policía con cierta información...

Derek se dirigió lentamente hacia él.

—¿Qué quiere usted decir?.

La bonita sonrisa del conde asomó otra vez en su rostro.

—Seguramente no será necesario entrar en detalles —murmuró—. Cuando se ha cometido un crimen, lo primero que se pregunta la policía es a quién beneficia el crimen, ¿verdad? Y, como acabo de decir, usted ha heredado una importante suma.

Derek se echó a reír.

—Si eso es todo... —dijo despectivo.

Pero el conde meneó la cabeza.

—No, señor mío, no es eso todo. Yo no hubiera venido a verle a usted si no hubiese tenido una información más precisa y detallada. Creo que no es nada agradable que le detengan a uno acusado de asesinato.

Derek se acercó con una expresión tan terrible en su rostro, que involuntariamente el conde retrocedió unos pasos.

—¿Me está usted amenazando? —gritó Derek furioso.

—Le aseguro que no volverá a oír a hablar de esto —afirmó el conde.

—¡De todas las desfachateces que he oído en mi vida...!.

El conde levantó una mano blanca.

—Se equivoca usted, no es ninguna desfachatez. Para convencerle, sólo le diré esto: la información me la dio una dama. Ella tiene la prueba irrefutable de que usted es el asesino.

—¿Ella?. ¿Quién?.

—Mademoiselle Mirelle.

Derek se tambaleó como si hubiese recibido un mazazo en la cabeza.

—¡Mirelle! —murmuró.

El conde quiso aprovecharse rápidamente de lo que él suponía una ventaja.

—Una bagatela de cien mil francos y no diré ni una palabra.

—¿Qué? —preguntó Derek distraídamente.

—Decía, señor, que una bagatela de cien mil francos callaría mi conciencia.

Derek se rehízo. Miró al conde con una expresión grave.

—¿Desea usted conocer mi respuesta ahora?.

—Si usted quiere...

—Bien, se la daré. Es ésta: ¡Vayase al diablo!.

Y Kettering dio media vuelta y abandonó la habitación, dejando al conde demasiado asombrado para decir una palabra.

Al salir cogió un taxi y se dirigió al hotel de Mirelle. Preguntó por ella y le dijeron que la bailarina acababa de llegar. Derek le entregó su tarjeta al conserje.

—Llévele esto a mademoiselle y pregúntele si puede recibirme.

Poco después, un botones le invitó a seguirle.

Una oleada de perfume exótico envolvió a Kettering cuando entró en las habitaciones de la bailarina. El salón estaba adornado con claveles, orquídeas y mimosas. Mirelle, cubierta con un
peignoir
de espumosos encajes, estaba junto a la ventana. En cuanto lo vio se dirigió hacia él con los brazos abiertos.

—Derek, has vuelto a mí. ¡Sabía que volverías!.

Él apartó las manos de la mujer y la miró con expresión severa.

—¿Por qué me has enviado al conde de la Roche?.

Ella le miró con un asombro que Derek aceptó como auténtico.

—¿Que yo he mandado al conde a visitarte?. ¿Para qué?.

—Al parecer para chantajearme —replicó Derek.

Ella volvió a mirarle boquiabierta. De pronto, asintió sonriente.

—Claro, debí suponerlo. No podía hacer otra cosa
ce type lá
. Era de esperar. Pero te aseguro, Derek, que yo no le envié.

Él la miró con atención como si quisiera descubrir lo que pensaba.

—Te lo contaré —añadió Mirelle—. Me da vergüenza, pero te lo contaré. El otro día yo estaba furiosa, loca. Comprenderás que tenía razón —hizo un gesto elocuente—. No tengo un temperamento paciente. Quería vengarme de ti. Por eso fui a ver al conde de la Roche y le dije que fuera a la policía a decirles esto y lo otro. Pero no tengas miedo, Derek, porque no perdí del todo la cabeza. La prueba definitiva la tengo yo. La policía no puede hacer nada sin mi declaración, ¿comprendes? Y ahora...

Mirelle le abrazó, mientras lo miraba con ojos tiernos.

Derek la apartó de un modo brutal.

Ella permaneció allí con la respiración entrecortada y entrecerrando los ojos como un gato.

—Ten cuidado, Derek, ten cuidado. Has vuelto a mí, ¿verdad?.

—Jamás volveré a ti —afirmó Derek.

—¡Ah!

El aspecto de la bailarina era más felino que nunca. Sus ojos centellearon.

—Asique hay otra mujer, ¿eh? Aquella con quien comiste el otro día. No me equivoco, ¿verdad?

—Pienso pedirle que se case conmigo. Más vale que lo sepas.

—¿Esa inglesa tan cursi?. ¿Crees que voy a permitir una cosa así?. ¡Ah, no!. De ninguna manera. —su hermoso cuerpo se estremeció—. Escúchame, Derek, ¿recuerdas la conversación que sostuvimos en Londres?. Dijiste que lo único que te podía salvar era la muerte de tu mujer. Te lamentaste de que tuviera tan buena salud, y entonces se te ocurrió la idea del accidente y también de algo más.

—Supongo —dijo Derek desdeñoso— que fue ésa la conversación que le repetiste al conde de la Roche.

Mirelle se echó a reír

—¿Crees que soy tonta?. ¿Podría hacer algo la policía con una declaración tan vaga?. Te voy a dar otra oportunidad para salvarte. Abandonarás a esa inglesa, volverás a ser mío y, entonces,
chéri
, nunca jamás diré una palabra de...

—¿De qué?.

Ella se echó a reír.

—¿Crees que nadie te vio...?.

—¿Qué quieres decir?.

—Sí, tú crees que nadie te vio, pero te vi yo. Derek,
mon ami: yo te vi salir del compartimiento de tu mujer poco antes de que el tren entrase aquella noche en la estación de Lyon
. Y sé más aún. Sé que cuando saliste del compartimiento estaba muerta.

Derek la miró. Después, como un sonámbulo, dio media vuelta y salió de la habitación con paso vacilante.

Capítulo XXVI
-
Un aviso

Así pues —dijo Poirot—, somos buenos amigos que no tenemos secretos entre nosotros. Katherine volvió la cabeza para mirarlo porque había algo en la voz del detective, un trasfondo de seriedad que no había escuchado hasta entonces. Estaban sentados en los jardines de Montecarlo. Katherine había venido con sus amigos y, casi de inmediato, se había encontrado con Knighton y Poirot. Lady Tamplin cogió en seguida por su cuenta a Knighton y le abrumó con infinidad de recuerdos, la mayoría de los cuales, según sospechó Katherine, eran inventados. Ambos se habían adelantado cogidos del brazo. Knighton había mirado un par de veces por encima del hombro, y los ojos de Poirot se iluminaron al ver el com-portamiento del joven.

—Claro que somos amigos —confirmó Katherine.

—Simpatizamos desde el primer momento —murmuró Poirot.

—Sí, desde que usted me dijo aquello de que las novelas policíacas también suceden en la vida real.

—Y tenía razón, ¿no es cierto? —la desafió con el dedo índice levantado para dar mayor énfasis a sus palabras—. Ahora mismo estamos metidos en una. Para mí es una cosa natural, es mi
métier
, pero para usted es distinto. Sí —añadió en un tono reflexivo—, para usted es muy distinto.

Katherine le miró con atención. Parecía como si el detective quisiera hacerle una advertencia, señalarle una amenaza que ella no había visto.

—¿Por qué dice usted que estoy metida en ella?. Es cierto que estuve hablando con Mrs. Kettering poco antes de su muerte, pero todo eso ha pasado. Yo no estoy vinculada al caso.

—¡Ah, mademoiselle!. ¿Podemos decir alguna vez: «He terminado con esto o con aquello»?

Katherine le miró desafiante.

—¿Qué pasa?. Intenta decirme algo, mejor dicho, lo sugiere. Pero yo no entiendo las indirectas y preferiría que me lo dijera directamente.


Ah, mais c'est anglais, gal
—murmuró con una mirada de tristeza—. Todo es blanco o negro. Las cosas claras y precisas. Pero la vida no es así, mademoiselle. Hay cosas que todavía no han ocurrido, pero antes proyectan ya sobre nosotros su sombra. —Se enjugó la frente con un gran pañuelo de seda—. Vaya, hasta me estoy volviendo poeta. Pero, como usted dice, hablemos sólo de los hechos. Y hablando de hechos, dígame lo que piensa del comandante Knighton.

—Me gusta mucho —dijo Katherine con calor—. Es encantador.

El detective suspiró.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Katherine.

—Ha contestado usted con tanto entusiasmo... Si hubiese dicho con voz indiferente «Sí, es simpático»,
eh bien
, me hubiese gustado más.

Katherine guardó silencio. Estaba un poco violenta.

Poirot prosiguió con un tono soñador:

—En fin, ¡quién sabe!. Las mujeres tienen tantas maneras de ocultar lo que sienten. Tal vez el entusiasmo sea una manera tan buena como otra cualquiera.

Volvió a suspirar.

—No comprendo —comenzó Katherine.

Poirot la interrumpió.

—¿No comprende usted, mademoiselle, por qué soy tan impertinente?. Yo soy ya viejo, mademoiselle, y de vez en cuando, no muy a menudo, encuentro alguien cuyo bienestar me interesa. Somos amigos, mademoiselle, usted misma lo ha dicho, y por eso me gustaría verla feliz.

Katherine miró fijamente al vacío. Tenía en la mano una sombrilla de cretona, y con la puntal trazó algunos signos en la gravilla.

—Le he hecho una pregunta respecto al comandante Knighton y ahora voy a hacerle otra. ¿Le gusta Mr. Derek Kettering?.

—Apenas le conozco.

—Ésa no es una respuesta.

—Yo creo que sí lo es.

El detective la miró, intrigado por algo en su tono. Entonces asintió grave y lentamente.

—Tal vez tenga usted razón, mademoiselle. Verá, el que le habla ha visto mucho mundo y sé que hay dos cosas que son verdad. La vida de un hombre bueno puede quedar destrozada por amar a una mala mujer, pero la inversa también vale. La vida de un hombre malo puede quedar deshecha por amar a una mujer buena.

Katherine le dirigió una aguda mirada.

—¿Cuando usted dice arruinada...?.

—Quiero decir desde el punto de vista del hombre. Uno debe ser tan aplicado en el crimen como en cualquier otra cosa.

—Intenta advertirme. ¿Contra quién?.

—No puedo leer en su corazón, mademoiselle, ni creo que usted me lo permitiese aunque fuese posible. Sólo le diré esto: hay hombres que ejercen una extraña fascinación en las mujeres.

—El conde de la Roche —señaló Katherine con una sonrisa.

—Hay otros más peligrosos que el conde de la Roche porque poseen cualidades que atraen: la temeridad, el valor, la audacia. Usted está fascinada, mademoiselle. Lo veo, pero creo que no hay nada más. Así lo espero. El hombre a quien me refiero está sinceramente interesado por usted, pero, de todos modos...

-¿Sí?.

Poirot se levantó y la miró fijamente. Entonces dijo en voz baja, pero muy clara:

—Usted puede, quizás, amar a un ladrón, mademoiselle,
pero no a un asesino
.

Dicho esto, se volvió bruscamente y la dejó sentada allí.

Oyó el ligero suspiro de la joven, pero no hizo caso. Le había dicho lo que quería y ahora la dejaba sola para que reflexionara sobre la última e inequívoca frase.

Derek Kettering, que salía del Casino, al verla sentada allí sola, se dirigió hacia ella.

—Vengo de jugar —dijo sonriente—, pero no he tenido suerte. Lo he perdido todo, quiero decir todo lo que llevaba encima.

Katherine le miró preocupada. Notó en algo nuevo en su actitud, una excitación oculta que le traicionaba en una multitud de pequeñísimos detalles..

—Creo que usted ha sido siempre un jugador. El espíritu del juego le atrae.

—¿soy un jugador nato?. Supongo que tiene razón. ¿No encuentra usted que es una cosa apasionante?. ¡Arriesgarlo todo a una carta! No hay emoción igual.

A pesar de su calma y del dominio de sí misma, Katherine no pudo reprimir un leve estremecimiento de entusiasmo.

—Quería hablar con usted —siguió Derek—, y quién sabe cuándo volveré a tener otra oportunidad. Dicen por ahí que yo maté a mi esposa. No, por favor, no me interrumpa. Desde luego es una cosa absurda —hizo una pausa y luego pro-siguió con voz más firme—: Ante la policía y las autoridades locales he tenido que disimular una cierta decencia, pero con usted seré sincero. Deseaba casarme con una mujer rica. Deseaba dinero cuando conocí a Ruth Van Aldin. Ella tenía el aspecto de una madona y me hice un montón de buenos propósitos, pero acabé sufriendo una amarga decepción. Mi esposa amaba a otro cuando se casó conmigo. Nunca sintió el menor amor por mí. No es que me queje, aquello fue un honrado contrato entre los dos. Ella deseaba Leconbury y yo el dinero. Las problemas surgieron sencillamente por la actitud típica norteamericana de Ruth. Aunque yo le importaba un pimiento, quería que yo le bailara el agua. Era como si me hubiera comprado y le perteneciera. El resultado fue que acabé portándome con ella de una manera abominable. Si no, que se lo diga mi suegro, y tiene toda la razón. Cuando murió Ruth, yo me enfrentaba al desastre. —De pronto se echó a reír—. Uno está abocado al desastre cuando se enfrenta a un hombre como Rufus Van Aldin.

—¿Y luego? —preguntó Katherine en voz baja.

—Luego —Derek se encogió de hombros—, asesinaron a Ruth... providencialmente.

Se echó a reír y el sonido de su risa hirió a Katherine, que torció el gesto.

—Sí —dijo Derek—, todo esto no es agradable, pero es la pura verdad. Y ahora voy a decirle algo más. Desde la primera vez que la vi a usted, comprendí que para mí era la única mujer en el mundo. Le tenía miedo. Creí que me traería mala suerte.

—¿Mala suerte? —exclamó Katherine.

—¿Por qué lo repite usted de esa manera?. ¿Qué está usted pensando?.

—Pensaba en las cosas que me ha dicho la gente.

Derek gimió.

—Le dirán muchas cosas y la mayoría serán verdad. Pero las hay todavía peores, que yo nunca le diré. Toda la vida he sido un jugador y he hecho algunas apuestas muy arriesgadas. Pero no me confesaré a usted ahora ni nunca. Eso pertenece al pasado. Ahora, lo único que me interesa es que crea usted una cosa: le juro solemnemente que yo no maté a mi esposa.

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