El misterio del tren azul (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Se puso de pie y recogió el bastón y el sombrero.

—Sin embargo —murmuró para sí mismo—, nuestro hombre conocía la existencia de las joyas. Me gustaría saber cómo se ha enterado. Sí, me gustaría mucho saberlo.

Capítulo XVIII
-
La comida de Derek

Derek Kettering se dirigió directamente al Negresco y pidió dos cócteles que bebió en un santiamén. Después contempló malhumorado el azul resplandeciente del mar. Apenas si veía a los transeúntes: una desagradable muchedumbre mal vestida y muy poco interesante; cada vez resultaba más difícil ver algo atractivo. Sin embargo, rectificó enseguida aquella impresión al ver a una dama que ocupó una de las mesas próximas. Llevaba un precioso vestido naranja y negro, y un sombrerito que dejaba su rostro en la sombra. Derek pidió un tercer cóctel mientras fijaba de nuevo su mirada en el mar. De repente, se estremeció. Un perfume que le era familiar llegó a su nariz y, al alzar la mirada, vio a la mujer del vestido naranja y negro de pie a su lado. Ahora le vio el rostro y la reconoció. Era Mirelle, que le sonreía con aquella sonrisa insolente y seductora, que él conocía tan bien.

—¡Derek! —murmuró—. Te alegras de verme, ¿verdad?.

Se sentó caer en la silla, al otro lado de la mesa.

—Pero salúdame, estúpido —añadió burlona.

—Es un placer inesperado —dijo Derek—. ¿Cuándo saliste de Londres?.

Ella se encogió de hombros.

—¿Hace un día o dos?.

—¿Y el Parthenon?.

—Ya los mandé... ¿cómo se dice...?, a paseo.

—¿De veras?.

—No eres nada amable conmigo, Derek.

—¿Esperas que lo sea?.

Mirelle encendió uncigarrillo y fumó en silencio unos instantes, antes de decir:

—¿Te parece imprudente que nos vean juntos tan pronto?.

Derek la miró, se encogió de hombros y preguntó muy formal:

—¿Comerás aquí?.

—Mais oui. Comeré contigo.

—Lo siento muchísimo —dijo Derek—, pero tengo una cita muy importante.

—Mon Dieul Los hombres sois unos verdaderos chiquillos. Sí, sí, te portas como un niño malcriado desde aquel día que te marchaste enojado de mi casa. ¡Ah,
mais c'est inoui!
.

—Mi querida niña, no sé de qué me hablas —replicó Derek—. Quedamos de acuerdo en Londres en que las ratas abandonan el barco que se hunde. Eso es todo lo que tenemos que decirnos.

A pesar del tono despreocupado, su rostro se veía tenso y macilento. De pronto, Mirelle se inclinó hacia él.

—A mí no me puedes engañar —murmuró—. Yo sé... lo que has hecho por mí.

La miró fijamente; algo en su voz le había llamado la atención. La bailarina asintió.

—¡Ah!, no tengas miedo, soy discreta. ¡Eres magnífico!. Tienes muchísimo coraje, pero de todos modos fui yo la que te sugirió la idea aquel día en Londres al decirte que a veces ocurren accidentes. ¿Y no estás en peligro?. ¿No sospecha de ti la policía?.

—¿Qué diablos...?.

—Chisss... —Ella levantó una delgada mano morena en cuyo meñique brillaba una enorme esmeralda—. Tienes razón, no debía hablar así en público. No volveremos a hablar de este asunto, pero nuestros problemas se han acabado. Nuestra vida juntos será maravillosa, ¡maravillosa!.

Derek se echó a reír de pronto con una sonrisa dura, desagradable.

—Asique las ratas vuelven al barco, ¿eh?. Dos millones marcan la diferencia, claro que sí. Tendría que haberlo sabido —rió de nuevo—. Te gustaría ayudarme a gastar esos dos millones, ¿verdad, Mirelle?. Lo harías mejor que ninguna otra mujer. —Se echó a reír otra vez.

—Chisss... —dijo la bailarina—. ¿Qué te pasa, Derek?. La gente se da la vuelta para mirarte.

—¿A mí?. Voy a decirte lo que me ocurre. He terminado contigo, Mirelle. ¿Lo oyes bien?. ¡Se acabó!.

Mirelle lo tomó como se esperaba. Le miró durante unos instantes y luego sonrió con dulzura.

—¡Qué chiquillo eres!. Te enfadas, gritas, todo porque soy práctica. ¿No te he dicho siempre que te adoro? —se inclinó hacia él—. Pero yo te conozco, Derek. Mírame, soy yo, Mirelle. Te quería y ahora te querré cien veces más. Te haré la vida muy feliz; para eso Mirelle es única.

Lo miró con ojos ardientes. Vio como palidecía y contenía el aliento, y sonrió para sí misma satisfecha, segura del poder y la magia que ejercía sobre los hombres.

—Ya se te ha pasado, ¿verdad? —dijo lentamente. Y se echó a reír—. Ahora, Derek, ¿me invitarás a comer?.

—No.

Kettering inspiró con fuerza y se puso de pie.

—Lo siento, pero ya te lo he dicho: tengo un compromiso.

—¿Comes con alguien?. ¡Eso sí que no me lo creo!.

—Como con aquella señorita que está allí.

Se dirigió bruscamente hacia una mujer vestida de blanco que acababa de entrar, y le habló casi con emoción.

—¿Quiere usted comer conmigo, miss Grey?. Nos conocimos en la fiesta de lady Tamplin, ¿me recuerda?.

Katherine le miró unos instantes con aquellos pensativos ojos grises que tanto decían.

—Gracias —respondió después de una breve pausa—. Acepto encantada.

Capítulo XIX
-
Un visitante inesperado

El conde de la Roche había terminado su
dejeuner
, consistente en una
omelette aux fines herbes
, un
entrecote beamaise
y un
savarin au rhutn
. Se limpió de-licadamente el fino bigote negro con la servilleta, se levantó de la mesa y atravesó el salón de la villa, observando con aprecio les
objects d'art
que estaban esparcidos por la habitación. La caja de rapé Luis XV, el zapato de raso de María Antonieta y otras bagatelas históricas que formaban parte de la
mise en scéne
del conde. A sus bellas visitantes les decía que eran objetos heredados de sus antepasados. Al llegar a la terraza, el conde miró distraídamente hacia el Mediterráneo. No se hallaba de humor para apreciar la belleza del panorama. Un plan cuidadosamente preparado se había ido al traste y ahora tendría que madurar otro. Se acomodó en una tumbona, encendió un cigarrillo y se puso a meditar.

Al cabo de unos minutos, Hipolyte, su criado, le trajo el café y los licores. Su amo escogió un coñac muy añejo.

Cuando el criado iba a retirarse, su señor le detuvo con un gesto. Hipolyte esperó respetuosamente. Su aspecto no era muy agradable, pero su corrección compensaba sobradamente ese hecho. En aquel momento, era la misma estampa del respeto y la atención.

—Es posible —dijo el conde— que dentro de unos días se presenten aquí algunos desconocidos que intentarán entablar conversación contigo y con Mane. Probablemente, os formularán diversas preguntas respecto a mí

—Sí, señor conde.

—¿Quizá ya han venido?.

—No, señor conde.

—¿No has visto ningún tipo extraño por los alrededores?. ¿Estás seguro?.

—No, señor conde, no he visto a nadie.

—Está bien —dijo el conde secamente—. De todos modos, vendrán, estoy seguro. Harán preguntas.

Hipolyte miró comprensivo a su señor. Éste habló despacio sin mirarle.

—Como tú ya sabes, llegué aquí el martes pasado por la mañana. Si la policía o cualquier otra persona te lo preguntase, no lo olvides. Yo llegué el martes, día catorce, no el miércoles día quince. ¿Me entiendes?.

—Perfectamente, señor conde.

—Se trata de un asunto que concierne a una señora y siempre es necesario ser discreto. Estoy seguro, Hipolyte, de que tú sabrás serlo.

—Lo seré, señor.

—¿Y Marie?.

—Marie también. Respondo de ella.

—Entonces me tranquilizo —murmuró el conde.

En cuanto salió Hipolyte, el conde probó el café con aire preocupado. De vez en cuando fruncía el entrecejo, una vez meneó la cabeza y asintió otras dos. En medio de estas reflexiones apareció otra vez Hipolyte.

—Una señora, monsieur.

—¿Una señora?.

El conde estaba sorprendido. No porque la visita de una dama fuera algo poco habitual en Villa Marina, pero en este momento el conde no tenía ni la más remota idea de quién podía ser.

—Creo que el señor no la conoce —apuntó Hipolyte.

El conde estaba cada vez más intrigado.

—Hazla entrar, Hipolyte —ordenó.

Poco después, una maravillosa visión en naranja y negro apareció en la terraza, envuelta en un fuerte perfume de flores exóticas.

—¿El conde de la Roche?.

—Servidor de usted, mademoiselle —dijo el conde con una reverencia.

—Me llamo Mirelle. Tal vez haya usted oído hablar de mí.

—Ah, desde luego, mademoiselle. ¿Quién no se ha deleitado con las exquisitas danzas de mademoiselle Mirelle. ¡Exquisita!.

La bailarina agradeció la galantería con una sonrisa mecánica.

—Lamento la intromisión —comenzó ella.

—Por favor, siéntese, mademoiselle, se lo ruego —le interrumpió el conde al tiempo que le acercaba una silla.

A través de sus galanterías, él la observaba con atención. Había muy pocas cosas que el conde no conociera de las mujeres, si bien era verdad que, hasta entonces, sus experiencias no habían sido con mujeres como Mirelle, verdaderas aves de rapiña. La bailarina y él eran, en cierto sentido, pájaros del mismo plumaje. Sabía que su seducción fracasaría con aquella mujer. Mirelle era una parisiense muy astuta. Sin embargo, había una cosa que el conde era capaz de reconocer en cuanto la veía. Descubrió enseguida que se encontraba ante una mujer encolerizada, y una mujer encolerizada, como bien es sabido, siempre dice más de lo que es prudente y, de vez en cuanto, es una fuente de beneficios para un caballero astuto que no pierde la calma.

—Ha sido usted muy amable honrando mi pobre casa.

—Tenemos amigos comunes en París —dijo Mirelle— a quienes he oído hablar de usted, pero vengo a verle por otra razón. He oído hablar de usted desde que llegué a Niza, aunque de otra manera.

—¡Ah! —murmuró el conde.

—Voy a serle brutalmente franca —añadió la bailarina—. Sin embargo, tenga la seguridad de que me preocupo por su bienestar. En Niza se dice que usted es el asesino de la dama inglesa, madame Kettering.

—¡Yo!, ¿el asesino de madame Kettering?. ¡Bah!. Valiente tontería.

Su tono era más displicente que indignado. Sabía que eso la provocaría más.

—Sí, sí —insistió ella—, se dice eso.

—A la gente le gusta hablar por hablar —murmuró el conde indiferente—. Sería indigno de mi parte tomar en serio tales acusaciones.

—No me ha entendido usted —Mirelle se inclinó hacia él con los ojos negros, muy brillantes—. No se trata de una simple murmuración en la calle, sino de la policía.

El conde se irguió alerta una vez más. Mirelle asintió varias veces con energía.

—Sí, sí. Yo tengo amigos en todas partes. El mismo prefecto... —dejó la frase sin terminar, con un elocuente encogimiento de hombros.

—¿Quién no es indiscreto ante una mujer tan hermosa? —murmuró el conde con galantería.

—La policía está convencida de que fue usted quien mató a Mrs. Kettering, pero se equivoca.

—Claro que se equivoca —afirmó el conde.

—Usted lo dice sin conocer la verdad. Yo sí.

El conde la miró con curiosidad.

—¿Sabe quién asesinó a madame Kettering?.

Mirelle asintió con vehemencia.

—Sí.

—¿Quién es? —preguntó el conde tajante.

—Su marido. —Se acercó al conde y repitió en voz baja, vibrante de ira y de odio—: Su marido la mató.

El conde se recostó en la tumbona. Su rostro era una máscara.

—Permítame una pregunta, mademoiselle. ¿Cómo lo sabe?.

—¿Que cómo lo sé? —La bailarina se levantó de un salto y soltó una carcajada—. Se ufanó de ello de antemano. Estaba arruinado, en la quiebra, deshonrado. Sólo la muerte de su esposa podía salvarle. Él me lo dijo. Viajaba en el mismo tren, pero ella no lo sabía. ¿Por qué se ocultó?. Pues porque pensaba colarse en su compartimiento durante la noche. ¡Ah! —Cerró los ojos—. Estoy viendo la escena.

El conde tosió.

—Quizá, quizá, mademoiselle —murmuró—. Pero si fue él, ¿qué necesidad tenía de robar las joyas?.

—¡Las joyas! —suspiró Mirelle—. ¡Ah, las joyas!. ¡Los rubíes...!.

Sus ojos se nublaron y su mirada se volvió distante. El conde la observó con curiosidad, mientras se maravillaba por enésima vez ante la mágica influencia de las piedras preciosas sobre el sexo femenino. Le hizo volver a la realidad.

—¿Y qué desea de mí, mademoiselle?.

Mirelle volvió a ser práctica.

—Una cosa sencillísima. Que vaya usted a la policía y diga que Mr. Kettering es el asesino.

—¿Y si no me creen?. ¿Y si me exigen pruebas? —Él la miraba con atención.

Mirelle se rió suavemente mientras se acomodaba el chal negro y naranja sobre los hombros.

—Les dice que vengan a verme, señor conde —respondió en voz baja—. Yo les daré cuantas pruebas deseen.

Cumplida su misión, salió como un torbellino.

El conde la miró alejarse con las cejas enarcadas.

—¡Está hecha un basilisco! —murmuró—. ¿Qué le habrá ocurrido para que esté de ese humor?. De todas maneras, enseña demasiado su juego. ¿Creerá de veras que Derek Kettering mató a su esposa?. Le gustaría que me lo creyera y también que la policía lo creyese.

Sonrió. No tenía la menor intención de ir con aquella historia a la policía. A juzgar por la sonrisa, veía otras posibilidades en aquel asunto, a cual más placentera.

Sin embargo, no tardó en fruncir el entrecejo. Según Mirelle, la policía sospechaba de él. Esto podía ser o no verdad. Una mujer furiosa de la clase de la bailarina no se preocuparía mucho de la veracidad de sus afirmaciones. Por otra parte, podía obtener fácilmente informaciones confidenciales. De ser así —apretó los labios—, debía tomar ciertas precauciones. Entró en la casa e interrogó de nuevo a fondo a Hipolyte sobre si había venido algún desconocido. El criado insistió vigorosamente en que no era ese el caso. El conde subió a su dormitorio y se acercó a un secreter antiguo que había junto a la pared. Bajó una tapa y sus dedos buscaron con delicadeza un resorte en el fondo de una de las casillas. Apareció un cajoncito secreto dentro del cual había un pequeño paquete envuelto en papel marrón. El conde lo sacó y lo miró con profunda atención durante un par de minutos. Después se arrancó un cabello con una leve mueca de dolor, lo colocó en el borde del cajón y lo cerró cuidadosamente. Con el paquete en la mano, bajo la escalera y se dirigió al garaje, donde había un automóvil rojo de dos plazas. Diez minutos más tarde, corría en dirección a Montecarlo.

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