El misterio del tren azul (19 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Ni usted ni yo lo estamos —dijo el detective—. Usted me hizo una pregunta y yo le contesto. Usted afirma que yo le enseñé los rubíes y yo le contesto que no. Lo que yo le enseñé fue una magnífica imitación imposible de descubrir por cualquiera que no sea un experto.

Capítulo XXIV
-
Poirot da un consejo

El millonario tardó unos momentos en asimilar los hechos. Miró a Poirot, confundido. El pequeño belga asentía gentilmente.

—Sí —dijo—. Eso altera la situación, ¿verdad? —¡Una imitación! —exclamó Van Aldin Se inclinó hacia delante, prosiguió

—¿Siempre ha tenido esa idea?. ¿Es aquí donde quería ir a parar?. Nunca creyó que el conde de Roche fuese el asesino? —He tenido mis dudas —contestó Poirot—. Se lo dije: ¿Robo con violencia y asesinato? —Meneó enérgicamente la cabeza—. No, es algo difícil de imaginar. No concuerda con la personalidad del conde de la Roche.

—¿Pero no cree usted que él pensaba apoderarse de los rubíes?.

—Desde luego, eso está muy claro. Escuche: le voy a exponer el caso tal como yo lo veo. El conde, enterado de lo de los rubíes, trazó sus planes para apoderarse de ellos. Se inventó la romántica historia del libro que estaba escribiendo para inducir a su hija a que los llevara con ella. Se había provisto ya de una reproducción exacta de la joya con objeto de sustituirla por la legítima. Su hija, Mr. Van Aldin, no era experta en joyas. Hubiese pasado sin duda mucho tiempo antes de que se diese cuenta de lo ocurrido. Y cuando eso ocurriera... la verdad, no creo que tuviese valor para perseguir al conde porque se hubiesen sabido muchas cosas. El conde tendría en su poder muchas de sus cartas. Era un plan infalible desde el punto de vista del conde, un plan que seguramente habrá empleado en más de una ocasión.

—Sí, está clarísimo —dijo Van Aldin pensativo.

—Y que está de acuerdo con la personalidad del conde de la Roche.

—Sí, pero... —Van aldin interrogó al otro con la mirada—. En realidad, ¿qué pasó?. Dígamelo , monsieur Poirot.

El belga se encogió de hombros.

—Es muy sencillo. Alguien se adelantó al conde.

Hubo una larga pausa. Van Aldin, le daba vueltas al asunto. Cuando habló, fue directamente al grano.

—¿Cuánto tiempo hace que sospecha usted de mi yerno, monsieur Poirot?.

—Desde el primer momento. Tuvo el motivo y la oportunidad. Todos daban por sentado que el hombre que estuvo en el compartimiento de madame en París era el conde de la Roche. Yo también lo creí. Entonces usted mencionó que una vez confundió al conde de la Roche con su yerno. Ello me dio el dato de que los dos hombres eran de la estatura y corpulencia similares. Eso me llevó a pensar en cosas curiosas. La doncella hacía poquísimo tiempo que estaba al servicio de su hija. No era probable que conociese bien a Mr. Kettering, dado que el no vivía en Curzon Street. Además, el hombre habían tenido mucho cuidado de mantener el rostro oculto.

—¿Usted cree que él la asesinó? —preguntó Van Aldin con voz ronca.

Poirot se apresuró a levantar la mano,

—No, no digo eso, pero es posible, muy posible. Estaba en un aprieto gravísimo, amenazado por la ruina. Esa era la única salida.

—¿Por qué cogió las joyas?.

—Para despistar y que se atribuyera el crimen a los ladrones de trenes. De otra manera, las sospechas hubieran caído inmediatamente sobre él.

—De ser así, ¿qué ha hecho con los rubíes?

—Eso todavía está por ver. Hay varias posibilidades. Hay un hombre en Niza que puede ayudarnos, el hombre que le indiqué en el tenis.

Se puso de pie. Van Aldin hizo lo mismo y puso una mano en el hombro de Poirot y dijo con voz emocionada.

—Encuentre usted al asesino de Ruth, es todo lo que le pido.

Poirot se irguió.

—Déjelo usted en manos de Hercule Poirot —dijo orgullosamente—, y no tema. Yo descubriré la verdad.

Quitó una mota de polvo de su sombrero, sonrió tranquilamente al millonario y salió de la habitación. Sin embargo, mientras bajaba la escalera, desapareció parte de la confianza que expresaba su rostro.

«Todo está muy bien —dijo para sí—, pero hay dificultades, grandes dificultades.»

Al salir del hotel, se detuvo bruscamente. Había un coche parado ante la puerta. Lo ocupaba Katherine Grey, y Derek Kettering, apoyado en la portezuela hablaba animadamente con la joven. Al cabo de unos momentos, el coche partió y Derek Kettering se quedó mirando cómo se alejaba. La expresión de su rostro era extraña. De pronto se encogió de hombros impaciente y exhaló un suspiro y, al darse la vuelta, se encontró a Hercule Poirot. A pesar suyo, dio un respingo. Los dos hombres se miraron. Poirot muy tranquilo, y Derek con un aire de desafío bienhumorado. Había un trasfondo burlón en la voz de Derek cuando preguntó despreocupado y enarcando las cejas:

—Es encantadora, ¿verdad? —su actitud era completamente natural.

—Sí —afirmó Poirot pensativo—, eso describe a mademoiselle Katherine a la perfección. Esa es una frase muy inglesa y mademoiselle Katherine también es muy inglesa.

Derek permaneció inmóvil sin responder.

—Y además es muy
simpathique
, ¿no es así?.

—Sí, en realidad no hay muchas como ella —contestó Derek. Lo dijo con voz muy suave, casi para sí mismo.

Poirot asintió. Entonces se inclinó hacia el otro y le hablo con otro tono, con un tono grave que era completamente nuevo para Derek.

—Perdone, Mr. Kettering, si un viejo le dice algo que tal vez considere impertinente. Hay un proverbio inglés que me gustaría recordarle. Dice así: «Antes de empezar un nuevo amor se debe liquidar el antiguo».

Kettering se volvió furioso.

—¿Qué diablos quiere usted decir?.

—Se enfada usted conmigo —dijo Poirot con serenidad—. Lo suponía. Lo que he querido decir es que hay otro coche esperando con otra señorita dentro. Si vuelve usted la cabeza lo verá.

Derek se dio la vuelta y enrojeció de cólera.

—¡Maldita Mirelle...! —masculló—. Voy...

Poirot le detuvo.

—¿Cree usted prudente lo que va a hacer? —le advirtió. Sus ojos brillaron con una luz verde. Pero Derek no estaba para consejos. La cólera le había trastornado por completo.

—He roto con ella para siempre y ella lo sabe —gritó airado.

—Sí, usted habrá roto con ella, pero ¿ella ha roto con usted?.

Kettering soltó una desagradable carcajada.

—Por poco que pueda, no querrá romper con dos millones de libras —replicó en tono brutal—. Dejaría de ser Mirelle si lo hiciese.

Poirot enarcó las cejas.

—Juzga usted a los demás muy cínicamente —murmuro.

—¿Quién, yo? —De pronto sonrió sin la menor alegría—. Conozco demasiado el mundo, monsieur Poirot, y sé perfectamente que todas las mujeres son iguales. —Su expresión se suavizó bruscamente—. Todas menos una.

Miró a Poirot desafiante. Por un momento asomó en su mirada una expresión alerta.

—Aquella —dijo y movió la cabeza en dirección a Cap Martin.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

Su aquiescencia estaba calculada para provocar el impetuoso temperamento de su interlocutor.

—Sé que va usted a decirme —se apresuró a añadir Derek— que. por la vida que he llevado, no soy digno de ella, que ni siquiera tengo derecho a pensar en algo así. También sé que no es decente hablar de este modo cuando sólo hace unos días que asesinaron a mi esposa.

Hizo una pausa que Poirot aprovechó para decir, con tono dolido:

—¡Pero si yo no he dicho nada...!.

—Pero lo dirá.

-¿Eh?.

—Dirá que no tengo ninguna posibilidad de casarme con Katherine.

—No —dijo Poirot—, yo no diría eso. Es cierto que su reputación es muy mala, pero a las mujeres eso no les importa. Si fuese usted un hombre de excelente carácter, de una estricta moralidad, que no hubiese hecho nada reprochable,
et bien
, entonces tendría serias dudas sobre su éxito. La moralidad no es romántica, no la aprecian más que las viudas.

Derek Kettering le miró. Luego, dio media vuelta y se dirigió hacia el coche en el que estaba Mirelle. Poirot le siguió con la vista con gran interés y vio a la hermosísima Mirelle asomarse a la ventanilla y decirle algo.

Pero Derek no se detuvo. Se quitó el sombrero para saludarla y siguió su camino.


Ça y est
—dijo Hercule Poirot—. Ya es hora de que vuelva a casa.

Al llegar, encontró al imperturbable George planchando unos pantalones.

—Hoy ha sido un día magnífico, Georges; algo ajetreado, pero muy interesante.

El criado escuchó estos comentarios impasible.

—Me alegro, señor.

—La psicología de un criminal, Georges, es una cosa muy interesante. Muchos criminales son hombres de un gran encanto personal.

—He oído decir que el Dr. Crippen era un caballero con el que daba gusto hablar. Sin embargo, cortó a su esposa en pedacitos.

—Sus ejemplos siempre son los adecuados, Georges.

El criado no contesto. En aquel momento, sonó el timbre del teléfono y Poirot cogió el aparato.


Alo, alo
, sí, sí, al habla Hercule Poirot.

—Soy Knighton. No se retire, monsieur Poirot, Mr. Van Aldin quiere hablar con usted.

Después de una breve pausa, se oyó la voz del millonario.

—¿Es usted, monsieur Poirot?. Sólo deseaba decirle que Masón ha rectificado su declaración por propia voluntad. Dice que ha estado haciendo memoria y que está casi segura de que el hombre que vio en París era Derek Kettering. Afirma que, al verle, advirtió en él algo que le era familiar, pero que no supo precisar en qué consistía. Parece que ahora está muy segura.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Muchas gracias, Mr. Van Aldin. Esto nos facilitará el trabajo.

Colgó el auricular y permaneció en silencio durante un par de minutos con una sonrisa curiosa en su rostro. George tuvo que repetir dos veces la pregunta antes de recibir contestación.

—¿Qué? —dijo Poirot—. ¿Deseas algo?.

—Si el señor cenará aquí o fuera.

—Ni una cosa ni otra. Me voy a la cama y tomaré una tisana. Ha ocurrido lo que esperaba y, cuando sucede eso, siempre me emociono.

Capítulo XXV
-
Chére mademoiselle Desconfianza

Cuando Derek Kettering pasó junto al coche, Mirelle se asomó. —Derek, quiero hablar contigo un momento.

Pero él, saludándola con el sombrero, pasó por su lado sin detenerse.

Al entrar en su hotel, el conserje le salió al encuentro.

—Un caballero le está esperando, monsieur.

—¿Quién es?.

—No dijo su nombre, monsieur, pero dijo que se trataba de un asunto muy importante y que esperaría.

—¿Dónde está?.

—No quiso esperar en el vestíbulo y está en el saloncito por ser un lugar más reservado.

—Bien —dijo Derek, y se fue en busca del visitante.

En el saloncito no había nadie más que el hombre que le estaba esperando, quien se puso de pie y se inclinó cortesmente al entrar Kettering. Derek sólo había visto una vez al conde de la Roche, pero no tuvo la menor dificultad en reconocer al aristocrático personaje y frunció el entrecejo furioso. ¡Aquello era el colmo de la insolencia!.

—El conde de la Roche, ¿verdad? —dijo—. Creo que pierde usted el tiempo viniendo a verme.

—Yo creo que no —contestó el conde sonriente.

Los encantadores modales del aristócrata no producían el menor efecto en los hombres, porque a todos, sin excepción, les producía una gran repugnancia. Derek Kettering sentía unos deseos locos de echarle a puntapiés del hotel. Sólo el temor al escándalo lo contenía. Se maravilló una vez más de que Ruth hubiese llegado, como había hecho, a enamorarse de aquel tipo. Era lo que vulgarmente llamaban un jeta. Miró con asco las manos cuidadosamente manicuradas del conde.

—He venido a verle —dijo el conde—, por un asuntillo. Creo que le sería conveniente escucharme.

Derek sintió de nuevo la tentación de echar de allí a aquel hombre a empujones, pero una vez más se contuvo. No se le escapó el tono de amenaza, aunque lo interpretó a su manera. Por varias razones, lo mejor sería oír lo que el conde tenía que decirle.

Se sentó y tabaleó impaciente con los dedos sobre la mesa.

—Bien —dijo bruscamente—. ¿De qué se trata?.

No era costumbre del conde ir derecho al asunto.

—Permítame, ante todo, darle el pésame por la terrible tragedia.

—Si continúa usted con sus impertinencias, lo tiro por la ventana —amenazó Derek.

Miró hacia la ventana que estaba junto al conde y éste se movió inquieto.

—Le enviaré a usted mis padrinos, si ése es su deseo —dijo altivamente.

Derek se echó a reír.

—Asique un duelo, ¿eh? Mi querido conde, yo no le tomo a usted tan en serio, pero en cambio tendría un gran placer dándole de puntapiés por toda la
Promenade des Anglais
.

El conde no tenía ningún interés en ofenderse. Enarcó las cejas y dijo simplemente:

—Los ingleses son unos salvajes.

—Bien —repitió Derek—. ¿Qué tiene usted que decirme?.

—Le explicaré enseguida el objeto de mi visita con la mayor franqueza. Será lo mejor para los dos.

Una vez más sonrió con exquisita amabilidad.

—Continúe —dijo Derek.

El conde miró al techo, unió las yemas de los dedos y murmuró lentamente:

—Usted acaba de heredar una importante suma, monsieur.

—¿Y a usted qué diablos le importa?.

El otro se irguió.

—¡Monsieur, mi nombre está manchado!. Se sospecha, se me acusa de un crimen.

—Nada tengo que ver con eso —dijo Derek fríamente—. Como parte interesada, no he manifestado ninguna opinión.

—Soy inocente. Juro ante Dios —dijo el conde, a la vez que levantaba las manos—, que soy inocente.

—Creo que monsieur Carrége es el juez de instrucción encargado de ese suceso —murmuró Derek cortésmente.

El conde hizo caso omiso de estas palabras.

—No sólo se me acusa de un crimen que no he cometido, sino que además me encuentro sin un céntimo.

Tosió significativamente.

Derek se puso de pie de un salto.

—Ya me lo esperaba —dijo en voz baja—. ¡Maldito chantajista!. No le daré ni un solo penique. Mi esposa ha muerto y, por lo tanto, el escándalo no puede hacerle ya ningún daño. Seguramente tiene usted cartas comprometedoras. Si yo ahora me decidiese a comprárselas por una bonita cantidad, estoy seguro de que usted se quedaría con alguna para utilizarla en otra ocasión. Voy a decirle a usted una cosa, señor conde de la Roche: el chantaje es una palabra tan fea en Inglaterra como en Francia. Ésa es mi respuesta. Buenas tardes.

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