El misterio del tren azul (27 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Naturalmente que me alegraría —dijo al fin—. ¿Se trata de una simple suposición o hay algo de verdad en lo que acaba de decir?.

Poirot miró al techo.

—Hay una probabilidad de que, después de todo, sea el conde de la Roche. Al menos he conseguido desbaratar su coartada.

—¿Cómo lo ha logrado usted?.

El detective se encogió de hombros con modestia.

—Tengo mis métodos. Con un poco de tacto y otro poco de atención, se llega a esclarecer todo.

—Pero los rubíes —indicó Van Aldin—, los rubíes que tenía el conde en su poder eran falsos.

—Y él, claro, sólo hubiese cometido el crimen para apoderarse de los legítimos. Pero olvida usted un detalle, Mr. Van Aldin, y es que, en el asunto de los rubíes, algún otro ladrón pudo adelantarse al conde.

—Entonces esta es una teoría absolutamente nueva —exclamó Knighton.

—¿Y usted cree de verdad todo este enredo, monsieur Poirot? —preguntó el millonario.

—La cosa no está aún probada —respondió en voz baja Poirot—. De momento, es sólo una teoría, pero le diré una cosa: vale la pena investigar estos hechos. Usted, Mr. Van Aldin, debería acompañarme al sur de Francia y ayudarme en las investigaciones.

—¿Cree usted que es realmente necesario que vaya yo?.

—Creía que ese sería su deseo —replicó Poirot.

Había un cierto reproche en el tono del detective que no escapó al millonario.

—Sí, sí, desde luego —se apresuró a decir Van aldin—. ¿Cuándo quiere usted que salgamos?.

—Recuerde que tiene usted ahora muchos asuntos pendientes, señor —murmuró Knighton.

Pero el millonario ya había tomado su decisión y desechó la objeción de su secretario.

—Este asunto me interesa mucho más —respondió—. Bien, monsieur Poirot, mañana. ¿En qué tren?.

—Viajaremos en el Tren Azul —dijo Poirot con una sonrisa.

Capítulo XXXIV
-
De nuevo en el tren azul

El tren de los millonarios, como lo denominaban, tomó una curva a velocidad vertiginosa. Van Aldin, Knighton y Poirot permanecían sentados en silencio. Knighton y Van Aldin tenían compartimientos contiguos, como hicieran Ruth Kettering y su doncella en aquel fatídico viaje. El compartimiento de Poirot estaba en el mismo vagón, pero un poco más allá. El viaje resultaba terriblemente depresivo para Van Aldin, porque reavivaba sus recuerdos más dolorosos. Poirot y Knighton hablaban en voz muy baja para no molestarle.

Cuando el tren detuvo su lento pasaje por la
ceinture
de París en la
Gare de Lyon
, Poirot desplegó una gran actividad. Entonces Van Aldin comprendió que parte del objetivo al viajar en este tren, era el intento de reconstruir el crimen. Él solo interpretó todos los papeles. Fue sucesivamente la doncella, encerrada de prisa en su compartimiento, Mrs. Kettering reconociendo con sorpresa y un poco de ansiedad a su marido, y Derek Kettering descubriendo que su esposa viajaba en el tren. También probó varias posibilidades, como la mejor manera de ocultarse en el segundo compartimiento .

De pronto, pareció asaltarle una idea. Cogió a Van Aldin del brazo.


Mon dieu
, eso es algo que no había pensado!. ¡Debemos interrumpir el viaje aquí mismo en París!. ¡Rápido!. ¡Rápido!. ¡Bajemos enseguida!.

Recogió las maletas y saltó al andén. Van Aldin y Knighton, sorprendidos pero obedientes, le siguieron. El millonario que ya se había formado una opinión de la habilidad de Poirot, se resistía a cambiarla.

Los detuvieron en la barrera de salida. Los billetes estaban en poder del conductor del vagón, un hecho que los tres habían olvidado.

Las rápidas y apasionadas explicaciones de Poirot no hicieron el menor efecto en el impasible funcionario.

—Terminemos de una vez —dijo Van Aldin bruscamente—. Supongo que tiene usted prisa, monsieur Poirot. Vamos, pague los billetes desde Calais y salgamos cuanto antes de aquí para hacer lo que sea que tiene pensado.

Pero Poirot se había quedado mudo de pronto. Parecía haberse vuelto de piedra. Mantenía los brazos abiertos en un gesto apasionado como si de repente le hubiera dado un ataque de parálisis.

—¡He sido un imbécil! —explicó sencillamente—.
Ma foi
, no sé lo que me pasa últimamente. Volvamos al tren y continuemos tranquilamente nuestro viaje. Con un poco de suerte, el tren no se habrá marchado todavía.

Tuvieron el tiempo justo para alcanzarlo. El tren se puso en marcha cuando Knighton, que era el último de los tres, saltó a la escalerilla.

El conductor les regañó amablemente y les ayudó a llevar las maletas de vuelta a los compartimientos. Van Aldin no dijo nada, aunque se veía claramente que estaba disgustado con la extraordinaria conducta de Poirot. Al quedarse por un momento a solas con Knighton, le comentó:

—Estamos haciendo el idiota. Ese hombre ha perdido el control. Es inteligente, pero cuando un hombre pierde la cabeza y comienza a correr de aquí para allí como un conejo asustado ya no sirve para nada.

Poirot se presentó al poco rato y se deshizo en humildes excusas. Se le veía tan deprimido que hubiera sido cruel abrumarle con reproches. Van Aldin aceptó las disculpas y evitó con esfuerzo hacer comentarios.

Después de cenar, ante la sorpresa de sus compañeros, Poirot propuso que pasaran los tres la noche sentados en el compartimiento de Van Aldin.

El millonario le miró con curiosidad.

—¿Nos oculta algo, monsieur Poirot?.

—¿Yo? —dijo Poirot con inocencia—. ¡Qué ocurrencia!.

Van Aldin guardó silencio, pero no quedó satisfecho. Le dijeron al conductor que no hiciese las camas. Si le produjo alguna sorpresa la solicitud no lo manifestó al recibir la espléndida propina de Van Aldin. Los tres hombres se sentaron en silencio. El detective parecía inquieto y no cesaba de moverse. De pronto, se volvió hacia el secretario.

—Comandante Knighton, ¿está cerrada la puerta de su compartimiento?. Me refiero a la del pasillo.

—Sí, la acabo de cerrar hace un momento.

—¿Está usted seguro?.

—Si usted quiere iré a cerciorarme —dijo Knighton con una sonrisa.

—No, no se moleste, iré yo mismo.

Entró en el compartimiento contiguo por la puerta de comunicación y volvió unos segundos después asintiendo satisfecho.

—Sí, estaba cerrada, tenía usted razón. Perdone las tonterías de un viejo.

Cerró la puerta de comunicación y volvió a su sitio en el rincón del lado derecho.

Pasaron las horas. Los tres hombres dormitaban inquietos y, de vez en cuando, se despertaban sobresaltados. Seguramente era la primera vez que tres personas pagaban el pasaje de uno de los trenes más lujoso para después pasar la noche en las peores condiciones. De cuando en cuando, Poirot miraba su reloj, asentía y volvía a cabecear.

Una vez se levantó para abrir la puerta de comunicación, miró en el interior del compartimiento, para después volver a sentarse meneando la cabeza.

—¿Qué pasa? —susurró Knighton—. Espera que ocurra alguna cosa, ¿verdad?.

—Son los nervios —confesó Poirot—. Estoy sobre ascuas. Cualquier ruidito me hace saltar.

Knighton bostezó.

—¡Vaya viaje!. Supongo que usted sabe lo que hace, monsieur Poirot.

Se acomodó lo mejor que pudo para dormir. Él y el millonario acababan de dormirse cuando Poirot, después de mirar por centésima vez el reloj, se inclinó hacia el millonario y le tocó el hombro.

—¿Qué pasa? —preguntó Van Aldin sobresaltado.

—Dentro de cinco o diez minutos llegaremos a Lyon.

—¡Dios mío! —El rostro de Van Aldin se veía pálido y ojeroso en la penumbra—. ¡Esta debió ser más o menos la hora en que asesinaron a la pobre Ruth!.

Se quedó mirando al vacío. Sus labios temblaban mientras evocaba la terrible tragedia que había deshecho su vida. Se oyó el ruido de los frenos y el tren aminoró la marcha y se detuvo en Lyon. Van Aldin bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

—Sino fue Derek y su nueva teoría es correcta, ¿fue aquí dónde el hombre bajó del tren? —preguntó por encima del hombro.

Vio sorprendido que Poirot meneaba la cabeza.

—No —dijo pensativo—, aquí no se bajó ningún hombre. En cambio, creo que quizá lo hizo una mujer.

Knighton lanzó una exclamación.

—¿Una mujer? —preguntó Van Aldin con viveza.

—Sí, una mujer —asintió Poirot—. Quizá no lo recuerde usted, pero miss Grey habló en su declaración de un muchacho con gorra y abrigo que bajó al andén con la aparente intención de estirar las piernas. Yo creo que aquel muchacho probablemente era una mujer.

—Pero, ¿quién era esa mujer?.

El rostro de Van Aldin expresaba incredulidad, pero Poirot contestó seria y categóricamente.

—Su nombre o el nombre por el que se la conoció durante muchos años es Kitty Kidd; pero usted, monsieur Van Aldin, la conoce por otro nombre: el de Ada Masón.

Knighton se levantó de un salto.

—¿Qué? —exclamó.

Poirot se volvió hacia él.

—¡Ah! Antes de que se me olvide...

Sacó algo de un bolsillo y se lo tendió al secretario.

—Permítame ofrecerle un cigarrillo de su pitillera. Fue una verdadera imprudencia por su parte perderla cuando subió usted al tren en la
ceinture
de París.

Knighton le miró estupefacto. Luego hizo un movimiento, pero Poirot le contuvo con un ademán.

—No se mueva usted —dijo con voz sedosa—. La puerta del compartimiento vecino está abierta y desde allí le vigilan. Yo mismo la abrí cuando salimos de París, y nuestros amigos policías están dentro para impedirle la huida. Supongo que ya sabrá usted que la policía francesa lo busca, comandante Knighton, o debo decir El Marqués.

Capítulo XXXV
-
Explicaciones

¿Explicaciones?. Poirot sonrió. Compartía la mesa con Van Aldin, en el reservado del millonario en el Negresco. Tenía delante a un hombre aliviado, pero intrigadísimo. Poirot se recostó en la silla, encendió uno de sus minúsculos cigarrillos y miró el techo pensativo.

—Sí, le daré una explicación. Empezaré por lo que más me intrigó. ¿Sabe qué fue?.
El rostro desfigurado
. Es algo que aparece con cierta frecuencia cuando se investiga un crimen y provoca inmediatamente dudas sobre la identidad de la víctima. Esto, naturalmente, fue lo primero que se me ocurrió a mí. ¿La mujer muerta era en realidad Mrs. Kettering?. La declaración de miss Grey despejó toda duda. La muerta era Ruth Kettering.

—¿Cuándo empezó usted a sospechar de la doncella?.

—Tardé algún tiempo, pero un pequeño detalle me hizo sospechar de ella: la pitillera encontrada en el compartimiento y que nos dijo que Mrs. Kettering se la había regalado a su marido. Aquello era muy improbable a la vista de la situación de su matrimonio. Esto despertó mis dudas sobre la veracidad de las declaraciones de Ada Masón. También había que considerar el hecho sospechoso de que ella sólo llevaba dos meses al servicio de su señora. Desde luego no parecía que tuviese nada que ver con el crimen, porque la habían dejado en París y a Mrs. Kettering la habían visto con vida varias personas después, pero...

Poirot se inclinó hacia delante. Levantó el dedo índice y lo movió con énfasis ante el rostro de Van Aldin.

—Pero soy un buen detective. Sospecho siempre. No hay nada ni nadie de quien no sospeche. No creo nada de lo que se me dice, me pregunté: ¿Cómo sabemos que Ada Masón se quedó en París?. En un principio, la respuesta a esa pregunta parecía satisfactoria. Teníamos la declaración de su secretario, el comandante Knighton, una persona ajena, cuyo testimonio se suponía por completo imparcial, y las palabras que le dijo Mrs. Kettering al conductor. Pero de momento prescindí de este último punto una idea muy curiosa, una idea quizá fantástica e imposible comenzó a crecer en mi cabeza. Si por casualidad resultaba cierta, aquel testi-monio era inútil.

«Entonces me encontré con el principal obstáculo de mi teoría: la declaración del comandante Knighton, que había visto a Ada Masón en el Ritz poco después de haber salido de París el Tren Azul. Esta declaración parecía concluyente. Sin embargo, al examinar los hechos más a fondo, descubrí dos cosas. Primera: que por una extraña coincidencia él también llevaba exactamente dos meses a su servicio. Segunda, que su inicial era la misma: la «K». Entonces se me ocurrió hacer una suposición, solo una suposición: que la pitillera encontrada en el vagón fuera suya. Entonces si Ada Masón y Knighton estaban de acuerdo, resultaba lógico que, al reconocer ella la pitillera, contestara como lo hizo. Al cogerla desprevenida, tuvo que inventar una historia que acusaba a Derek.
Bien entendu
que aquella no era la idea original. Al conde de la Roche se le escogió como cabeza de turco. Por eso Ada Masón no quiso reconocerlo, por si tenía alguna coartada.

»Ahora recuerde usted lo que sucedió el día de mi último interrogatorio a la doncella y se dará cuenta de un hecho muy significativo. Le sugerí que el hombre que ella había visto no era el conde de la Roche, sino Derek Kettering. De momento, persistió en sus dudas, pero en cuanto llegué a mi hotel me telefoneó usted para comunicarme que la doncella, después de hacer memoria, estaba convencida de que el hombre en cuestión era Derek Kettering. Yo ya esperaba algo por el estilo. Esta repentina seguridad no tenía más que una explicación. Ada Masón había consultado con alguien y recibió instrucciones, de acuerdo con las cuales procedió. ¿Quién le dio tales instrucciones?. El comandante Knighton. Y había otro pequeño detalle que podía o no significar mucho. En una conversación casual, Knighton había mencionado un robo de joyas ocurrido en Yorkshire en la que él se encontraba de visita. Quizás una mera coincidencia o un pequeño eslabón de la cadena.

—Pero hay algo que no entiendo, monsieur Poirot —dijo Van Aldin—. Debe ser porque soy torpe, porque sino me hubiera dado cuenta antes. ¿Quién fue el hombre que habló con mi hija en París?. ¿Derek Kettering o el conde de la Roche?.

—Eso es lo más sencillo de todo el asunto.
No había ningún hombre. Ah, mille tonnerres!
. Es muy astuto. ¿Quién nos habla de ese hombre?. Únicamente Ada Masón. Y creemos a Ada Masón porque Knighton nos confirma que la vio en París.

—Pero Ruth le dijo al conductor que había dejado a su doncella en París —protestó Van Aldin.

—¡Ah! Ahora llego a eso. Tenemos la declaración de Mrs. Kettering, pero por otro lado no tenemos nada, porque una muerta no puede hablar. No se trata de lo que dijo ella, sino de lo que dijo el conductor, lo cual es muy distinto.

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