—Apártese —dijo el monje al jefe de las SS—. Me molesta.
Klaus vaciló por un instante, sorprendido ante la arrogancia de su preso. Pero el monje había empezado a hacer el vendaje y lo iba a pisar si no se movía. El jefe, muy tieso, dio reculó hacia un lado.
Guy Forgeaud aprovechó para levantar los ojos hacia el monje. En su mirada se leía una pregunta: «¿El venerable está vivo?». Pero Klaus ya había recuperado su posición y los observaba a los dos con una intensidad que helaba la sangre. El monje no tenía la posibilidad de cometer la menor torpeza: corría el riesgo de condenar al herido.
Terminó el vendaje y sintió la desesperación de un masón que creía haber sufrido en vano.
—Listos. Todavía no está muerto.
—El venerable está vivo —anunció Guy Forgeaud a sus hermanos.
Los ojos del maestro masón brillaban de fiebre. Su dedo triturado era un volcán. Si no hubiera tenido a sus hermanos alrededor, si no se hubiera visto obligado a mantener su rango de maestro, se habría estrellado contra una pared.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó André Spinot, tentado de disimular su esperanza con un tono ácido.
—Por el monje. Cuando me estaba curando, pronunció esta frase… «Todavía no está muerto».
La decepción dejó huella en el rostro de Dieter Eckart, de André Spinot y de Jean Serval, que esperaban un hecho concreto.
—¿Es que no me creéis? —se sorprendió Guy Forgeaud.
—Sí, sí… —respondió Eckart—. Pero no te equivoques… esa frase sólo se refiere a ti.
Guy Forgeaud se mordió los labios hasta hacerlos sangrar para no gritar.
—No… no hablaba de mí… no tenía por qué expresarse así… con la mirada me transmitía un mensaje concerniente al venerable. Está vivo. Y juro que iré a buscarlo. No… no hagáis nada… mientras tanto.
Guy Forgeaud cayó de costado, inconsciente.
El barracón rojo se sumió en tinieblas. André Spinot cuidaba de Guy Forgeaud, que tenía una agitada pesadilla. El compañero no conciliaba el sueño. Estaba seguro de poder permanecer despierto durante siglos. Por miedo. No quería morir sin ver el rostro de su asesino, y no sabía cuándo, ni el día ni la hora; sólo sabía que se acercaba el momento.
Jean Serval, el aprendiz, se arrimó a Dieter Eckart, sentado en un rincón del barracón.
—Quiero hablar contigo, Dieter —dijo Serval con voz temblorosa.
—Dime.
Serval titubeó. Afortunadamente, estaba oscuro, y Eckart no le veía la cara.
—Quiero morir, Dieter. Ya no puedo más.
—Todos estamos igual, hermano.
Jean Serval se estremeció.
—Quiero morir ya. No me quedan fuerzas para continuar.
—Eso no importa —respondió Dieter Eckart.
El aprendiz se sintió avergonzado, casi insultado.
—¿Cómo puedes decir eso…?
—Lo que tú pienses y sientas, hermano aprendiz, carece de interés. Tu deber es obedecer y callar; silenciar en ti tus excesos y tu falta de armonía.
Jean Serval, furioso, cerró los puños.
—Eso son sólo discursos. ¿Es que no te das cuenta? ¿No ves dónde estamos, no sabes…?
—Lo veo y lo sé —le interrumpió secamente Dieter Eckart—. Tu revuelta es inútil. Te hace perder una energía preciosa, y nos debilita a todos. ¿Quieres suicidarte? Hazlo. No hables de ello. Pero ten en cuenta que privarás a la logia de uno de sus elementos esenciales. Si abandonas esta vida como un profano desesperado cualquiera, nos habrás traicionado. Te habrás traicionado a ti mismo.
Jean Serval hundió la cabeza entre las manos y se echó a llorar.
El monje y el venerable degustaban lentamente un tazón de sopa de col. Llevaban dos días confinados en la enfermería, como si el comandante del campo ya no se interesara por ellos. Habían muerto cinco checos, a raíz de las torturas sufridas allí o en algún otro lugar.
El monje había dedicado una hora larga a limpiar su sayal, y el venerable lo había imitado cepillando el traje gris que le recordaba la libertad de otrora. El monje y el venerable eran los únicos presos de la fortaleza que llevaban puesta su propia ropa, como si el comandante hubiera querido aislarlos aún más, singularizarlos.
El venerable pasó la tela entre el índice y el pulgar. Aquel traje ya no era presentable, de tanto sudor y tanto polvo; pero todavía aguantaba el tipo.
Los dos hombres se miraron con insistencia, como si nunca se hubieran visto.
—¿Por qué decidió hacerse monje? —preguntó François Branier.
El benedictino desgranó el rosario que le servía de cinturón.
—Por deseo de Dios y por conocimiento de los hombres.
—¿Harto de ellos?
—Para nada. He constatado sus límites. He conocido a tipos extraordinarios, pero sólo se ocupaban de sí mismos. Ninguno sabía dar.
—¿No le bastaba con ordenarse sacerdote?
El monje bajó la cabeza como si lo hubieran cogido en falta.
—He conocido a muchos sacerdotes… yo buscaba otra cosa. Una existencia más comunitaria, más fraternal. Estaba terminando mi carrera de medicina cuando me tropecé con un viejo monje, por casualidad, en una librería del barrio latino. Se dirigió a mí, tomándome por un vendedor. Me pidió una obra sobre hierbas medicinales. Al principio, creí que desvariaba, y me mostré más que desagradable. Él insistió. Discutimos. Luego cenamos juntos y pasamos la noche entera hablando. Al amanecer, reemprendió el camino de vuelta al monasterio. Lo seguí. A sus setenta años de edad, estaba en una forma física impecable, y eso que había bebido y comido por cuatro. La fatiga no había hecho mella en él. En cambio, yo estaba destrozado. Aquel anciano me fascinaba. Por él he adoptado la vida monástica, empezando por Saint Wandrille. No volví a ver a mi interlocutor hasta el final de un largo retiro; y entonces supe que se había convertido en abad. Él me lo ha enseñado todo.
François Branier se había emocionado con el relato del monje. Tenía la sensación de redescubrir su propia existencia.
—¿Sigue vivo?
—Murió hace cinco años —respondió fray Benoît—. Desde entonces, he viajado de monasterio en monasterio, incapaz de superar su ausencia. Luego me taché de cobarde y pedí autorización para volver a Saint Wandrille. Me la concedieron. Allí, he intentado llenar el vacío. De convertirme en hombre y monje, nada de nada. He servido a mis hermanos; he cumplido las funciones que se me asignaban. Cuando el prior me hizo saber que yo sería el próximo abad, creía que se estaba burlando de mí; pero aquél no era su estilo. Se había declarado la guerra. Los monjes se dispersaron. Yo quedé al cargo de Morienval, una abadía romana de Oise. Las SS me detuvo allí mismo. ¡No por mi Fe, sino porque me acusaba de usar mis poderes sobrenaturales! Imagínese… ¡Magnetismo y radiestesia! ¡Como si eso fuera sobrenatural! Los benedictinos llevan siglos practicando esa medicina. Usted también, venerable; usted tiene poderes…
François Branier se sobresaltó. Fascinado por las palabras del monje, había perdido la noción de su propia realidad.
—Usted espera que algún día sea abad y yo no lo espero.
—¿Y eso por qué?
—Dirigir una comunidad es la más inhumana de las tareas. Ninguna experiencia, ninguna competencia es suficiente. En realidad, nadie sabe si el hermano designado para guiar a sus hermanos está capacitado. Aceptar ese cargo es asumir el mayor riesgo que un humano puede correr. Y yo lo creo capaz, padre.
Desconfiado, el monje miró al venerable de reojo. Se preguntaba si no se estaría burlando de él. El tono del masón parecía sincero, se percibía su emoción.
—He apostado a Dios, venerable. Estoy tranquilo. No como usted.
—¿De qué tengo miedo, según usted?
—Teme no resistir, no mostrarse a la altura de su función. Porque no confía en su Gran Arquitecto.
—Siento decepcionarlo, padre. ¿Que no aguantaré el tipo? Es muy probable. Mi resistencia tiene unos límites, como la suya. ¿Que no soy un buen venerable? No me corresponde a mí decirlo. Mis hermanos decidirán. Ellos me han reelegido hasta el próximo San Juan de invierno. Yo no tengo elección. Debo dirigir la logia. ¿El Gran Arquitecto del Universo? Está más allá de la creencia. Confiar o no en él, ¿qué más da? Él crea el mundo a cada instante; de nosotros depende saber interpretarlo.
—Una creación muy teórica.
—No, padre. Yo no consigo hacérsela sentir. Pero le juro que en ella está la felicidad, la verdadera felicidad.
El benedictino sintió un escalofrío que, curiosamente, lo hizo entrar en calor. Estaba a la defensiva, pero sabía que vivía un momento inefable. Enclaustrado en aquel barracón, respiraba aire puro. La felicidad evocada por el venerable, la conocía, porque la había experimentado en el monasterio, entre sus hermanos. ¿Cómo podía un masón tener acceso a tales misterios?
Un largo ataque de tos lo obligó a combarse ligeramente.
—Casi es usted médico —observó el venerable—. ¿No cree que es hora de curar esa… bronquitis?
—Cada uno lleva su cruz. Yo me las apaño con la mía.
Un rayo de sol penetró en la enfermería e iluminó el rostro de los dos hombres. Klaus, el jefe de las SS, había empujado la puerta sigilosamente, a diferencia de como solía hacerlo. Avanzó unos pasos y se plantó ante el venerable.
—Sígame —le ordenó a François Branier—. Tengo una sorpresa para usted.
El venerable esperaba someterse nuevamente a un interrogatorio. Un sol resplandeciente, que brillaba en lo más alto del cielo, recalentaba la atmósfera. Siguió a Klaus hasta la torre central. François Branier levantó la mirada hacia la cima, de donde sobresalían los cañones de metralletas pesadas. El jefe de las SS parecía nervioso. Empujó a uno de los dos SS que vigilaban el acceso a la torre y subió a la segunda planta, seguido de su preso. Se detuvo ante una puerta, que no daba al despacho del comandante, y llamó. Le abrió Helmut, el ayudante de campo, que hizo entrar a François Branier y volvió a cerrar la puerta. El jefe de las SS se quedó fuera.
El venerable descubrió una sala totalmente tapizada de terciopelo rojo y débilmente iluminada por el resplandor de unas velas. Al fondo, había una cama baja sobre la que estaba tendido el comandante.
—Un mareo —explicó su ayudante de campo—. He hecho que lo trajeran a su habitación. Examínelo.
Por instinto, François Branier se inclinó sobre el enfermo. De repente se vio sumido en la tibia atmósfera de las visitas a domicilio en las que hacía de confidente. Sólo que aquel domicilio era una prisión; y el paciente, un verdugo.
—¿Por qué no acude a un médico nazi?
—El comandante era el único médico alemán del campamento, señor Branier.
Un colega… El venerable se preguntó si Helmut le estaba mintiendo, si el comandante no había organizado una macabra puesta en escena.
—No tiene usted derecho a negarse a prestar auxilio —insistió el ayudante de campo.
Aquél era precisamente el dilema del doctor Branier. El comandante tenía la mirada perdida, la tez muy pálida, los labios finos. Sin duda, una insuficiencia cardiaca.
—¿Tiene medicamentos?
El ayudante de campo abrió la puerta de un armario con las estanterías repletas de remedios. Había con qué curar las afecciones más graves. Dejar morir al comandante, deshacerse del ayudante de campo, trasladar a la enfermería el contenido del armario, curar, sanar… un sueño imposible. El venerable sería abatido por los agentes de las SS nada más salir de la torre.
—Decídase, señor Branier. De lo contrario, haré venir al monje.
El benedictino sabría mostrarse caritativo, sin duda. Ocuparía el lugar del venerable si éste último se negaba a examinar al comandante. François Branier abrió el cuello del uniforme del enfermo y le examinó el fondo del ojo.
—Salga de aquí —exigió, volviéndose hacia Helmut—. Nada de curiosos mientras yo hago mi trabajo.
—Pero…
—O eso o me cruzo de brazos.
El ayudante de campo vaciló. Llamar al monje era la última solución. Pero él no confiaba en los poderes del religioso.
—Le concedo cinco minutos.
El agente cerró la puerta.
El monje rezaba. Pero la plegaria no la hacía tan sereno como de costumbre. La angustia lo tenía atormentado. Tal vez porque el viejo astrólogo nizardo acababa de morir, presagiando una vez más la llegada inminente del fuego destructor; o, a lo mejor, porque su instinto le anunciaba una prueba tan terrible que ni él mismo sería capaz de superar.
A cada ataque de tos, el monje se iba debilitando. Y no sólo físicamente. Echaba demasiado en falta el monasterio, sus hermanos, las horas rituales, la vida comunitaria. Hasta el momento, había sabido capear el temporal. Pero ahora se desmoronaba. El venerable bastaría para curar a los enfermos. Por lo demás, ¿de qué servía luchar? Abandonarse a Dios, perderse en él, dejarse absorber por su inmensidad… ¿no sería ése el mejor camino? En todo caso, el más rápido para regresar a su verdadera patria.
El monje rechazó la tentación. Peor aún: la dimisión. La coartada… Problemas de salud. Empezaba a buscar excusas, a mentirse a sí mismo. La verdad es que Dios lo rehuía. Pero ¿por qué? ¿Por qué ya no respondía a sus plegarias? ¿Por el diálogo que había mantenido con el masón? ¿O simplemente porque su deseo de luchar se mermaba y lo condenaba a convertirse en un deportado más?
—No estamos tan lejos del objetivo —afirmó Guy Forgeaud—. Casi disponemos de lo mínimo para celebrar una «tenida». Estaría bien encontrar esa maldita tiza…
La capacidad de resistencia del mecánico asombraba a sus hermanos. No lo habían derribado ni heridas ni golpes. Se recuperaba muy rápido, como un convaleciente mimado.
—Siempre y cuando el venerable esté entre nosotros —le recordó Dieter Eckart.
El compañero André Spinot cumplía su turno de guardia, con el ojo pegado a la abertura que había en el muro del barracón. No pensaba en nada más. Se olvidaba de la fortaleza, del miedo, de la muerte vil. Sólo miraba.
Serval, el aprendiz, trabajaba. Los dos maestros le habían pedido que reflexionara sobre un paso esencial en la iniciación al primer grado, la purificación mediante el fuego; y que lo hiciera teniendo presente el instante en que el venerable ordenaba al nuevo iniciado con el mallete y la espada flamígera.
—Lo sé, Dieter —contestó Forgeaud—. Sólo hay tres posibilidades: o el venerable se encuentra en la enfermería, o está enfermo en la torre central, o… está muerto.