—¡Que empiece la pelea! —gritó el jefe de las SS—. De lo contrario, cada diez segundos haré ejecutar a diez presos de cada bando.
Murmullos de angustia recorrieron las hileras de los deportados. Una voz gritó:
—¡Vamos, cura! ¡A por él!
Todos pensaron que el que había gritado sería ejecutado. Pero los de las SS no reaccionaron. El agitador volvió a las andadas y pronto fue imitado por sus vecinos.
—¡Vamos, masón! —replicó un miembro del equipo de François Branier, que inauguró una serie de ánimos.
Durante más de un minuto se desató una estruendosa batalla verbal. Se oyó un disparo. En la primera fila, se desplomó un hombre de cada bando, con la cabeza volada por los aires. Se impuso un silencio aterrador.
—No quiero oír ni un ruido durante el combate —indicó el jefe de las SS—. Procedan, señores. Hasta que uno de los dos muera.
El venerable dio un paso hacia el monje, alargó bruscamente el brazo derecho y le encajó un puñetazo en todo el pecho. El monje sólo sintió un leve dolor. El venerable había frenado su golpe.
—Golpee, monje. ¡Golpee como yo!
François Branier había adoptado una expresión fiera, como si quisiera matar a su enemigo. Le golpeó en el hígado. El benedictino le siguió el juego: se doblegó, pero después asestó un codazo que dejó temblando al venerable y lo hizo recular, vacilante.
—Lamentarás tu impiedad —previno el monje, mientras ponía los puños en forma de martillo y los blandía sobre la cabeza del venerable.
Éste último intentó esquivarlo. Demasiado tarde. Recibió el golpe en el hombro izquierdo y lanzó un grito de dolor. Pero entonces se libró de su ataque propinándole al monje una patada en la rodilla. Se disponía a lanzar una ofensiva cuando Klaus intervino.
—¡Basta! ¡Están fingiendo! ¡Vamos, peléense de verdad!
Los agentes de las SS se apresuraron a disparar sobre las primeras filas de los dos «equipos».
La frente del monje se surcó de arrugas. Al venerable le costaba respirar.
—Esta vez, padre, será Dios o el Gran Arquitecto. Lo siento, pero debo intentar salvar a mis hermanos.
El monje le habría ofrecido de buena gana la otra mejilla, pero no consentiría que ejecutaran a decenas de pobres diablos que se veían obligados a depositar en él sus esperanzas de supervivencia. Ni Cristo ni Benoît se habían comportado como corderos degollados. Uno había venido a traer fuego al mundo; el otro había luchado contra los bárbaros. Él, como monje, tenía que derrotar a un venerable para salvar a los cristianos; aun cuando no le hiciera ninguna gracia golpear a François Branier.
El venerable sintió que pesaba sobre él la esperanza de sus hermanos. No los veía, porque estaban sumergidos entre las filas de su «equipo». Pero percibía su atenta presencia. Tenía que luchar por ellos, herir, matar a un hombre por el que sentía admiración. Cualquier muerte hubiera sido preferible a aquel monstruoso duelo.
Los dos adversarios avanzaron el uno contra el otro. Cada uno de ellos quería asestar un golpe, y solamente uno, para que el suplicio acabara cuanto antes mejor. Ya sabían que jamás lo olvidarían. Se miraron de hito en hito y se hablaron en silencio, implorando su perdón respectivo. Ellos no se convertirían en bestias sanguinarias; se desdibujarían tras una función para volverse tormenta, tempestad y rayo que matan sin querer.
El monje propinó un cabezazo al venerable, que se desplomó, sin respiración. Consiguió levantarse, pese al insoportable dolor que notaba en el pecho. Rabioso, le devolvió el golpe. El monje sufrió un corte en la ceja izquierda. Corría la sangre a borbotones. No daría el espectáculo pataleando como un fantoche. Sólo le quedaba esperar, de pie, el golpe de gracia.
El monje tosía, derribado. Se incorporó, ya sin fuerzas. No distinguía más que la vaga silueta de su adversario, una forma que debía destruir. Con los puños en guardia, provistos de la fuerza de un leñador cuando empuña su hacha, se preparó para matar al venerable.
Un grito agudo lo inmovilizó. La voz de André Spinot.
—¡Soy judío! —gritó el masón—. ¡Soy judío! ¡A la mierda los alemanes! ¡Las SS morirá, perderá la guerra!
Durante unos segundos, los alemanes fueron incapaces de reaccionar. André Spinot se abrió paso entre las hileras de deportados, pasó corriendo ante el monje y el venerable y se abalanzó sobre el jefe de las SS.
Al sentirse amenazado, Klaus despertó de su letargo. Apartó a Spinot de uña patada en el vientre.
Más de cincuenta presos, locos de miedo, se precipitaron hacia los muros de la fortaleza, derribaron al venerable y arrollaron al monje. Otros, aterrorizados, se tiraron al suelo. Y otros atacaron a los agentes de las SS.
El jefe dio orden de disparar.
La muerte tenía gusto de noche. François Branier la saboreaba a fondo, dejándose transportar por los ruidos de voces que rompían su silencio. Observaba rostros que se perfilaban en la bruma. Eran Raoul Brissac, Dieter Eckart y Jean Serval. El venerable tendió la mano hacia sus hermanos, para tocar el vacío. Entonces se obró el milagro. Brissac sonrió, y Eckart lo cogió de la mano. Serval rompió a llorar.
—La logia… ¿vosotros, la logia?
Una revelación. Sus hermanos todavía eran incapaces de hablar. Dieron al venerable el tiempo de reconciliarse con la vida.
—¿Dónde estamos?
—En nuestro barracón —respondió Dieter Eckart—. Te desmayaste justo cuando el monje te iba a rematar.
François Branier se incorporó, inquieto.
—¿Y André? ¿Dónde está André?
—Muerto. Se delató como judío y provocó un motín. Fue una masacre. Abrieron fuego. Quemaron el cadáver de André en el centro del patio.
La voz de Dieter Eckart no se había quebrado. Decía la verdad, tal como la había visto. No acostumbraba a disfrazarla, por insoportable que fuera.
En cuanto al hermano André… El venerable y los maestros de la logia habían pasado mil trabajos para arrancarlo de su narcisismo y mostrarle el camino hacia la luz. André tenía problemas para sincerarse, para aliviar sus temores, para hallar el equilibrio que le habría permitido progresar más rápido. Por ser demasiado sensible, había tenido que contenerse para pasar de la afectividad a la fraternidad. A lo largo de su búsqueda, había hecho gala de un formidable coraje y engendrado cualidades que no tenía. Al declararse judío, había ofrecido su sangre al cuerpo sagrado de la logia, como si durante su iniciación se hubiera obligado mediante juramento al grado de aprendiz.
André Spinot había salvado a la comunidad, al apostar por su eternidad, por su incesante metamorfosis regida por el Gran Arquitecto.
Con André en el Oriente eterno, ya sólo quedaban cuatro hermanos.
Eckart no dudó en desgarrar la conciencia de François Branier.
—No hay tiempo para lamentaciones, venerable maestro. Tenemos cosas que hacer.
Dieter Eckart se explicó con su habitual autoridad. Con su actitud, trasladaba a sus hermanos lejos de la fortaleza nazi. Les recordaba los sótanos abovedados donde tantas «tenidas» habían celebrado, las piedras ancestrales, los edificios perfectos donde el hombre se sentía un poco menos mortal.
—¿Y el monje? —inquirió François Branier.
Sin darle una respuesta, Eckart y Forgeaud ayudaron al venerable a levantarse. Éste último logró tenerse en pie, pese a sentir dolores por todo el cuerpo y, especialmente, en el pecho. Pero el sufrimiento era llevadero.
—Podéis soltarme… debería poder yo solo.
El venerable vio al monje. Estaba estirado en el suelo del barracón, exánime. Los hermanos de «Conocimiento» le habían zurcido la sotana.
—¿Está…?
—No —respondió Dieter Eckart—. Respira. Lo han arrollado.
—¿Por qué lo han traído aquí?
—Ni idea.
El venerable creía saberlo. Habían dado al monje por muerto. En adelante, el jefe de las SS lo tomaba por un colaborador de los masones. Compartía su destino, a menos que los traicionara. ¿El benedictino, un traidor? François Branier se dejaba invadir otra vez por la duda. Si el monje había hecho de soplón, era con el comandante. Pero éste último había desaparecido, tal vez asesinado por Klaus. El jefe de las SS no tenía la sutileza del comandante. Impaciente y violento, no tenía la precaución de seguir enfrentando el monje al venerable; y tampoco esperaba nada de un conflicto que los habría destrozado. Prefería alinearlos en el mismo campamento.
Esta actitud no presagiaba nada bueno. El comandante era un monstruo frío y calculador. Klaus era una bestia imbuida de su nuevo poder.
—¿Ha sido el monje el que me ha molido a palos? —preguntó el venerable.
—¡Un sagrado forzudo! —manifestó Guy Forgeaud—. Tú has caído el primero, pero no creo que él hubiera tenido fuerzas para rematarte. También estaba listo.
—Si André no hubiera intervenido, me habría matado.
El venerable se inclinó hacia el monje. El benedictino ni se había inmutado.
—¿Y la enfermería?
—Destruida —indicó Dieter Eckart—. Los últimos agitadores se refugiaron allí. Los de las SS la incendiaron y dispararon sobre quienes intentaban salir. En mi opinión, más de la mitad de los deportados han sido exterminados.
—¿Cuánto tiempo me he pasado inconsciente?
—Unas horas.
—¿Las SS os han dejado en paz?
—No hemos visto a nadie —dijo Guy Forgeaud—. El patio está vacío. Ni un ruido.
Los cuatro hermanos se sentaron.
—Hemos escondido material —dijo Forgeaud—. Sería una lástima dejar que se oxidara.
—¿Tienes un plan?
—No, venerable maestro. Precisamente te esperábamos para urdir uno.
—Venerable maestro —intervino Eckart—, creo que ya va siendo hora de…
—Lo sé, Dieter. Vamos a celebrar esta «tenida». Después, podremos morir tranquilos.
Jean Serval se angustió.
—Morir… ¿acaso creéis…?
—Tendrá que ser rápido —exigió el venerable—. Esta misma noche. Sin duda, Klaus ha eliminado al comandante. Puede que no haya tenido mucho tiempo de presentarse a sus superiores. Su mejor baza será sonsacarnos nuestro secreto con métodos radicales.
—La tortura —murmuró Serval.
—No perdamos ni un minuto más —dijo Forgeaud—. Tenemos las velas, una caja de cerillas y con qué simbolizar regla, escuadra y compás.
—Faltan el tablero y la tiza —observó Dieter Eckart—. No hay «tenida» posible sin trazar el plano en el tablero.
—Esta noche saldré a buscar lo que falta —propuso Forgeaud.
—Ni hablar —zanjó el venerable—. Pensemos otra solución.
El monje subía hacia las colinas de Saint Wandrille. Caminaba por entre la maleza, alumbrada con la fresca luz de la primavera. Se sentía ingrávido, casi inmaterial. Sólo los árboles tenían una forma distinta; más allá de sus troncos centenarios se desplegaban capas de bruma. El monje, irritado, abandonó el sendero, dispuesto a atravesar la niebla. El sol pronto se ocultó bajo sus pasos. Él trató en vano de aferrarse a una rama y cayó de espaldas. Una interminable caída, durante la cual quedó cegado por un sol que, poco a poco, se fue transformando en rostro.
El del venerable.
—Me alegro de volver a verle, padre.
El monje tenía los ojos abiertos. Enseguida notó un dolor fulgurante en la ingle. Lanzó un grito y se agarró a la muñeca derecha del venerable, que le ayudó a incorporarse.
—Estoy yo más molido que usted, padre. Tenemos la mano pesada, tanto el uno como el otro.
—Así que no he logrado deshacerme de usted…
—La carcasa es robusta.
François Branier contó al benedictino lo que había sucedido. Eckart y Forgeaud se mantuvieron al margen, en un rincón del barracón; veían al religioso como a un intruso. Jean Serval ocupaba su puesto de observación. Por el patio pasaban agentes de las SS. La caserna parecía presa de una gran agitación.
—Necesito su ayuda, padre.
El monje suspiró.
—¿Sus penas hacen que por fin se vuelva hacia Dios?
—Hemos decidido celebrar una «tenida» ritual aquí mismo. Al sacralizar este lugar, haremos renacer la luz, nuestro verdadero alimento. Luego, ya nada importará.
—Mejor para usted. Pero yo no veo…
—Necesitaría su rosario.
Con el rostro arrugado por las punzadas que le recorrían todo el cuerpo, el monje sacó fuerzas de la indignación.
—Nadie lo tocará.
—No tenemos la intención de quitárselo por la fuerza. Se lo pido de manera amistosa. Y se entiende que le será devuelto.
Los ojos del monje lanzaron rayos de furia. Puede que incluso sintiera no haber asestado el golpe decisivo que habría mandado al venerable al otro mundo. Forgeaud se preguntaba por qué el maestro de la logia se mostraba tan paciente.
—¿Pensaba usar mi rosario para alguna de sus prácticas satánicas?
El venerable sonrió.
—No empecemos, padre. Nosotros celebramos ritos, como usted. Satán no tiene cabida entre nosotros; no está libre ni de buenas costumbres.
Aquel argumento no hizo mella en el monje.
—Este rosario está consagrado por el último abad de Saint Wandrille. Es mi más preciado tesoro.
El venerable meneó la cabeza.
—Le comprendo. Para mí lo era el mandil transmitido de maestro de logia en maestro de logia. Pero tener algo, aquí… ¿es acorde con la voluntad de Dios?
—¡Métase en sus asuntos! —estalló el monje.
François Branier bajó la voz y habló sólo para el monje.
—Quería confesarle, padre… que me he dejado vencer porque no tenía ganas de pelear. He intentado odiarlo, ver en su lugar el dogma, la inquisición, el fanatismo religioso. Una pérdida de tiempo. Siempre aparecía usted, una persona más. Cuando su rostro se desdibujó, ya era demasiado tarde. Me sentía vacío, incapaz de defenderme. Su Dios había ganado.
—No del todo —protestó el monje—. Aquí estamos, el uno y el otro. Nuestra apuesta sigue en pie, y aún tengo intención de ganar.
El venerable miró al monje, procurando tocarle la fibra sensible.
—¿Le quedaban fuerzas para golpear una vez más? ¿Para matar?
—¿A qué viene eso?
Se desafiaron en silencio.
—Si su rosario es una reliquia sagrada, padre, no tiene nada que temer.
Al monje se le ensombreció el semblante.
—Este rosario no saldrá de mi cintura. Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver.
—No insistiré. Peor para nosotros.