El monje y el venerable (26 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

François Branier se colmó de la vida de sus hermanos. Esta vez, se sentía capaz de transmitir la Regla, de reconstruir una logia en la que nada de lo que habían vivido sería traicionado. Se convertía en venerable.

Pero ya era demasiado tarde. Había fuego por todas partes. La fortaleza se desmoronaba. François Branier, último venerable de la logia «Conocimiento», dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Capítulo 27

A finales de aquel verano de 1947, el sol se volvía suave como una caricia. Île de France había pasado un calor sin precedentes desde mediados de primavera. Manzanos y perales estaban cargados de frutos pesados que maduraban a lo largo de días luminosos.

El pueblo vivía al ritmo pausado de las tradiciones, lejos del urbano ajetreo; a las siete de la tarde, campos y huertos quedaban desiertos. Los lugareños tomaban el aperitivo, hablaban de las cosechas, se preparaban para la llegada del otoño. Ningún ruido rompía la brisa de septiembre; ningún ruido, salvo la melodía del mallete y el cincel de un picapedrero, encaramado en la cima de un andamio.

El monje se interrumpió, dejó sus herramientas a un lado y se enjugó la frente. Empezaba a hacer fresco. Pese a su robusta constitución, lo temía. Padecía las secuelas de la congestión pulmonar que había estado a punto de acabar con su vida.

El monje trabajaba en la capilla desde el amanecer. Una semana más, y celebraría su inauguración. Había adoptado el plan de la iglesia alta de la abadía de San Wandrille. Un estilo románico muy puro, austero, despojado de todo discurso inútil.

Cuando el monje había empezado su obra en un terreno que le había ofrecido el municipio, los lugareños se habían ofrecido a echarle una mano. El benedictino había rechazado su ayuda, aduciendo que se trataba de un voto. Debía trabajar él solo. Su capilla quedaría al amparo de san Francisco. Una vez terminada, sería ofrecida al pueblo con la condición de que la mantuvieran en un perfecto estado de conservación. Se celebraría una misa una vez al año para glorificar la fraternidad de los justos. Nadie había podido descubrir más detalles. Ya estaban acostumbrados a la muda presencia de aquel extraño benedictino. Cuando regresara a su monasterio, lo echarían de menos.

El monje pasaba la mano sobre un bloque de granito que acababa de colocar. Aquella piedra tenía alma. Vibraba. Rezaba. De buena gana habría pasado el resto de su vida en el interior de su capilla. Pero la comunidad lo reclamaba. Ascendido a la dignidad de abad, ya no podía darse el lujo de la soledad. Mil tareas, de la más material a la más espiritual, exigían su presencia y su atención. Así lo dictaba la Regla, y no había derogación posible.

El monje se bajó del andamio, limpió las herramientas y las guardó en una caja que depositó en el interior del edificio, donde pronto estaría el altar, una piedra de fundación de la época de las catedrales que Saint Wandrille ofrecía a la capilla.

El terreno, inabarcable, estaba poblado de hayas y robles. A occidente, una hilera de álamos de follaje plateado. Ninguna casa a la vista. El monje montó en una bicicleta y fue pedaleando tranquilamente hasta el pueblo, por un sendero que atravesaba los campos. El sol se acostaba en los trigales. Unos cuervos llegaban graznando al bosque. Las golondrinas bailaban en el cielo, y algunas descendían en picado hacia el monje para saludarlo a su paso con un batir de alas.

El benedictino sentía un afecto especial por aquella hora del día, en la que Dios le parecía estar tan cerca que un diálogo sin palabras se entablaba en su interior. Entonces el monje ya no era dueño de sí mismo. Sus pensamientos se dispersaban en el sol rojizo, y eran absorbidos por las luces fugaces en las que se juntaban el día moribundo y la noche naciente. No tenía nada que elegir ni que decidir: la vida seguía su curso.

En la plaza del pueblo, dos campesinos discutían sobre un plátano. Saludaron al monje cuando éste apoyó la bicicleta contra la pared del ayuntamiento, un bonito edificio de finales del siglo XVIII al que se accedía por una escalinata. El monje subió lentamente los peldaños. Desde que había salido del infierno, desde que Dios le había permitido ganar su apuesta, el benedictino apreciaba cada uno de los segundos que vivía.

Entró en el ayuntamiento. El vestíbulo de entrada olía a cera y a madera vieja. Ayudándose de la barandilla, subió la chirriante escalera interior. El despacho del alcalde se hallaba en la décima planta. La puerta estaba entreabierta. El monje la empujó.

—Buenos días, señor alcalde.

—¿Buenos días, padre?

—Excelentes.

—¿Una cerveza fresca?

El monje no se hizo de rogar. Tenía sed. Desde el ventanal del despacho, veía la frondosidad de los grandes tilos que sombreaban el lugar.

—¿Vamos, padre?

El monje se levantó. Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. El alcalde marchó delante del benedictino. Los dos salieron del ayuntamiento por la parte de atrás, luego atravesaron un jardín de césped y entraron en una propiedad cercada con altos muros. Al fondo, una casa tradicional de tres plantas. En un rincón del terreno había un túmulo en piedra, al cual una pesada puerta de metal impedía el acceso. El alcalde sacó una llave del bolsillo.

—Entonces, venerable, es aquí donde ha construido su logia.

—Sí, padre. Puesto que el Gran Arquitecto me ha permitido ganar la apuesta, he mantenido mi palabra. Lo he construido todo con mis propias manos. Como usted.

—Supongo que las visitas están prohibidas a los profanos. Usted ha podido ver mi capilla, pero yo no veré su logia. Dios no tiene miedo de dejarse ver; en cambio, su Gran Arquitecto se esconde.

François Branier dio una vuelta de llave en el cerrojo y abrió la puerta.

—Tengo la impresión, padre, de que su Dios no se deja ver tanto como usted pretende. Entre. Desde que se hizo retejador, ha dejado de ser un profano. ¿O tengo que recordarle que los retejadores son antiguos venerables? Está usted en su casa. Como revancha. Para mí sería un gran placer ser recibido por un abad.

—Bueno —refunfuñó el monje, mientras bajaba la escalera que conducía a la logia.

Una decena de peldaños, un recodo a la derecha y una antesala con un cuartucho.

—Aquí es donde meditan los futuros iniciados antes de su primera muerte —explicó el venerable.

Abrió otra puerta, que daba a la logia propiamente dicha. Una bóveda en forma de ángulo, cubierta de estrellas. Un suelo de baldosas negras y blancas. Al fondo, tres peldaños llevaban a una especie de estrado sobre el que había tres mesitas. En la del medio, un Delta. El monje se acercó y descubrió, a ambas partes de la puerta, dos columnas coronadas por granadas. En el centro del templo, otras tres columnas enmarcaban un tablero en blanco: la superficie sobre la que escribían, en cada «tenida», los símbolos creadores, los que el monje había visto mezclarse con la sangre de un hermano en el suelo del barracón.

—¿Ha encontrado un sucesor?

—Todavía no —respondió el venerable—. He logrado reunir a algunos hermanos para reconstruir una logia iniciática. Me mantienen como venerable hasta el año que viene. Entonces espero retirarme. De buena gana me iría con usted, padre…

—La gente como nosotros no tiene derecho a retirarse, venerable. Además, yo no toleraría la presencia de un hereje entre los muros de mi abadía. Será más útil aquí. Hay mucho que hacer para devolver a algunos el sentido de la vida. Y cuando lo hayan recuperado, éstos salvarán a otros.

El monje y el venerable se sentaron en uno de los bancos de madera que los hermanos ocupaban durante las «tenidas». La serenidad de la piedra desnuda y su tranquila eternidad iban penetrando poco a poco en sus almas.

Sobre un pequeño altar, cerca del monje, había una cesta de mimbre con los «metales». Entre ellos, el anillo del compañero Raoul Brissac que él mismo había encontrado entre los restos calcinados de la fortaleza.

—¿Sabe algo de nuestra joven alemana?

—Pronto será profesora de universidad —contestó el venerable.

La joven rubia había logrado escapar y avisar a los aliados.

—Si Guy Forgeaud no hubiera saboteado la auto ametralladora —recordó el monje—, ahora no estaríamos aquí. Estoy convencido de que hubiésemos muerto arrollados. Se paró en seco. Una bomba la desintegró. Usted no vio nada de aquello. Se había desmayado.

Guy Forgeaud, Dieter Eckart, Pierre Laniel, André Spinot, Raoul Brissac, Jean Serval, maestros, compañeros y aprendiz, todos ellos abrasados en el infierno.

«El misterio de un venerable —pensaba el monje— es su soledad. Cuando lo ha dado todo, cuando se entrega totalmente a su logia, cuando su vida es una suma de las vidas de sus hermanos, ¿qué le queda de su persona? El abandono de lo que creía ser, la extraña luz de un mundo en el que preguntas y respuestas han desaparecido, en que el Gran Arquitecto del Universo es una presencia que se vale por sí misma… Un venerable no tiene ni amigos ni confidentes. Está solo, porque su destino personal ya no cuenta, ni siquiera en su opinión. Quizá tema una tarea que lo supere, quizá dude de todo. Pero eso no importa. Estas emociones no son compartidas. Los hermanos esperan que el venerable dirija la logia, que les ilumine el camino, que les aporte la energía necesaria».

—¿Por qué hemos ganado los dos? —preguntó el monje.

—Porque no podíamos perder —respondió el venerable.

Fuera, caía la noche. Uno de los crepúsculos acolchados de Île de France que, con su séquito de nubes naranjas, resguardaba los últimos rayos del sol.

El monje y el venerable abandonaron la logia y recorrieron juntos, con las manos cruzadas detrás de la espalda, el camino de tierra que se perdía en el campo, lejos de las casas.

—Los monjes de Saint Wandrille son muy afortunados de teneros como abad, padre.

—Deje de ocuparse de nuestros asuntos —replicó el monje, huraño—. Piense en formar maestros y en transmitirles su famoso secreto. Yo nunca he creído que fuera valioso, pero mejor utilizarlo para transformar la podredumbre en pureza.

—Por una vez, padre, comparto su opinión.

Ni el monje ni el venerable deseaban que aquella noche llegara a su fin. Desde lo alto del cielo, las golondrinas vieron cómo sus dos siluetas, curiosamente parecidas, se aventuraban en las tinieblas.

Léxico masónico básico

Acacia:
Símbolo masónico de la inmortalidad del alma. Es también el símbolo de la iniciación.

Ágape:
Banquete fraternal desprovisto de todo ritual que se organiza tras la tenida.

Altar:
Mesa situada frente al Venerable, sobre la que se sitúan las tres Grandes Luces: el Volumen de la Santa Ley, la escuadra y el compás. Ante el altar los nuevos iniciados prestan su juramento.

Arte Real:
Nombre que recibe la masonería en cuanto a ascesis e ideal de vida.

Atributo:
El delantal, cordón y demás emblemas que cambian según el grado o la función ejercida en la obediencia.

Barrica:
Término que en el banquete masónico designa la botella.

Carta de Constitución:
Título que una Obediencia otorga a una logia para poder trabajar de manera regular.

Catecismo:
Manual que contiene para cada grado la enseñanza masónica.

Cátedra del Rey Salomón:
Sede ocupada en la logia por el Venerable.

Coloquio:
Debate en torno a temas concretos entre especialistas masones y profanos.

Columnas:
Designa los lugares de los masones en el Templo, estén al lado de una u otra columna. Las dos columnas simbólicas J y B (Jakin y Boaz) se sitúan a la entrada de la logia, a imitación de las que Hiram colocó ante el vestíbulo del templo de Jerusalén (Jakin a la derecha, y Boaz a la izquierda) según aparece establecido en la Biblia (1 Reyes, 7, 21-22).

Contraseña:
Forma de reconocimiento manual entre francmasones.

Despertar:
Regreso a la actividad masónica de un francmasón o de una logia.

Edad:
Grado masónico.

Escocismo:
Francmasonería de los altos grados.

Escuadra:
La segunda de las tres grandes Luces que iluminan la logia como signo de equidad y conciliación permanente entre las oposiciones que hay en la logia.

Experto:
Masón encargado de reconocer a los visitantes.

G:
La letra sagrada inscrita en el centro de la escuadra. Para algunos masones es la primera letra de la palabra inglesa
God
(Dios); otros la consideran la primera letra de la palabra geometría.

Gabinete de reflexión:
Gabinete en el que se encierra al profano antes de su iniciación para meditar ante un cierto número de símbolos. En este lugar redacta su testamento filosófico.

Grabar:
En lenguaje masónico significa escribir.

Grados:
Pasos en escala que se deben recorrer para llegar al conocimiento masón.

Gran Arquitecto del Universo:
Referente no exclusivo del Creador. Para algunos masones es el símbolo de Dios, para otros el principio creador y para todos la Ley. Las siglas son G. A. D. U.

Gran Maestro:
Suprema autoridad en una Obediencia.

Guantes blancos:
Símbolos de la pureza.

Hermano:
Título fraternal con que se distinguen los miembros de la masonería.

Hijos de la Luz:
Forma frecuente de denominar a los masones.

Hijos de la viuda:
Forma frecuente de denominar a los masones.

Iniciación:
Ceremonia ritual de ingreso de un profano en la masonería.

Instalación:
Ceremonia ritual de toma de posesión del venerable maestro.

Irradiación:
Ceremonia de expulsión de un hermano por mala conducta.

Juramento:
Obligación.

Lluvia:
Momento en que un profano se acerca en el momento que se celebra una tenida.

Logia:
Lugar donde se reúnen los masones. Imitando a las logias operativas de los constructores de catedrales se orientan como las catedrales. La puerta se encuentra a occidente; el Venerable se sitúa en el oriente, y los compañeros en el sur, con los maestros.

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