El mundo de Guermantes (57 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

En las ramas, las últimas hojas convulsas sólo seguían al viento en la longitud de su pedúnculo, pero a veces, al romperse éste, caían a tierra y alcanzaban al viento corriendo. Yo pensaba con alegría cuánto más lejana aún estaría mañana la isla si seguía este tiempo, y, de todos modos, enteramente desierta. Subimos de nuevo al coche, y, como la borrasca había amainado, Albertina me pidió que siguiéramos hasta Saint-Cloud. Lo mismo que abajo las hojas muertas, las nubes, arriba, seguían al viento. Y migratorios atardeceres cuya superposición rosa, azul y verde dejaba ver una a modo de sección cónica practicada en el cielo, estaban preparados ya con destino a otros climas más benignos. Por ver más de cerca una diosa de mármol que se alzaba de su zócalo y, completamente sola en un gran bosque que parecía estar consagrado a ella, lo colmaba del terror mitológico, medio animal, medio sagrado, de sus brincos furiosos, Albertina subió a un teso, mientras yo la aguardaba en el camino. Hasta ella, vista así desde abajo, no ya abultada y rolliza como el día aquel en mi cama, en que el grano de la piel en su cuello se aparecía a la lupa de mis ojos arrimados a ella, sino cincelada y fina, parecía una estatuilla por la que los minutos venturosos de Balbec habían pasado su pátina. Cuando volví a encontrarme solo en casa, acordándome de que había ido a hacer una excursión a prima tarde con Albertina, de que cenaba pasado mañana en casa de la señora de Guermantes y de que tenía que contestar a una carta de Gilberta, tres mujeres a las que había querido, me dije que nuestra vida social está llena, como el estudio de un artista, de esbozos abandonados en los que por un momento habíamos creído poder plasmar nuestra necesidad de un gran amor, pero no pensé en que a veces, si el bosquejo no es demasiado antiguo, puede ocurrir que volvamos a tomarlo y que hagamos de él una obra completamente diferente, y quizá más importante, inclusive, que la que primeramente habíamos proyectado.

A la mañana siguiente hizo un tiempo frío y hermoso: sentíase el invierno (en rigor, la estación estaba tan avanzada que era un milagro que hubiéramos podido encontrar en el Bosque, expoliado ya, algunas cúpulas de oro verde). Al despertar vi, como por la ventana del cuartel de Doncières, la bruma mate, compacta y blanca que pendía gozosamente al sol, consistente y blanda como almíbar hilado. Luego el sol se ocultó, y la niebla se tornó aún más espesa en las horas de la tarde. Se hizo de noche muy pronto, me arreglé, pero era demasiado temprano aún para salir; decidí mandar un coche a la señora de Stermaria. No me atreví a montar en él por no obligarla a hacer el camino conmigo; pero le entregué al cochero unas letras para ella, en que le preguntaba si me permitía pasar a recogerla. Mientras esperaba, me eché en la cama, cerré los ojos un instante, luego los volví a abrir. Más arriba de los visillos ya no había más que un estrecho viso de claridad que iba oscureciéndose. Reconocía yo esta hora inútil, vestíbulo profundo del goce, cuyo vacío sombrío y delicioso había aprendido a conocer en Balbec cuando, solo en mi cuarto como ahora, mientras todos los demás estaban cenando, veía sin tristeza morir el día más arriba de los visillos, sabiendo que poco después, tras una noche tan corta como las noches del polo, iba a resucitar, más refulgente, en el flamear de Rivebelle. Me echaba fuera de la cama, me ponía mi corbata negra, me pasaba el cepillo por el pelo, últimos ademanes de un tardío poner las cosas en orden, ejecutados en Balbec pensando no en mí, sino en las mujeres que vería en Rivebelle, mientras les sonreía de antemano en el espejo oblicuo de mi cuarto, y que por ello habían quedado como signos precursores de una diversión entreverada de luces y música. Como signos mágicos la evocaban, más aún, la realizaban ya; gracias a ellos tenía yo una noción tan cierta de su verdad, una fruición tan acabada de su hechizo embriagador y frívolo, como las que tenía en Combray en el mes de julio, cuando oía los martillazos del embajador y gozaba, en el frescor de mi alcoba a oscuras, del calor y del sol.

Parejamente, ya no era en realidad a la señora de Stermaria a quien hubiera deseado ver. Obligado ahora a pasarme con ella la noche, hubiera preferido, como era para mí ésta la última antes de que volviesen mis padres, que me quedase libre y poder tratar de volver a ver mujeres de las de Rivebelle. Volví a lavarme por última vez las manos y, en el paseo que el placer me hacía dar por todo el piso, me las sequé en el oscuro comedor. Me pareció que estaba abierto éste a la antesala iluminada; pero lo que había tomado por la iluminada rendija de la puerta que, por el contrario, estaba cerrada, no era sino el blanco reflejo de mi servilleta en la luna de un espejo puesto de pie contra la pared en espera de que lo colocasen cuando volviera mamá. Volví a pensar en todos los espejismos que había descubierto de esta manera en nuestro piso, y que no sólo eran tópicos, ya que los primeros días había creído que la vecina tenía un perro, a cuenta del aullido prolongado, humano casi, que había dado en emitir cierto tubo de la cocina cada vez que abrían el grifo. Y la puerta que daba al descansillo sólo se cerraba lentísimamente, con las corrientes de aire de la escalera, ejecutando los cortes de frases, voluptuosos y gemebundos, que se superponen al coro de los Peregrinos, hacia el final de la obertura de
Tanhäuser.
Por otra parte, cuando acababa de dejar mi servilleta en su sitio, tuve ocasión de volver a gozar una nueva audición de este asombroso trozo sinfónico, porque, como hubiera sonado un campanillazo, corrí a abrir la puerta del recibimiento al cochero que me traía la respuesta. Pensé que sería: «Esa señora está abajo», o «La señora ésa le espera». Pero el hombre tenía en la mano una carta. Dudé un instante si enterarme de lo que la señora de Stermaria había escrito, que mientras ella tenía la pluma en la mano hubiera podido ser otra cosa, pero que ahora era, separado de ella, un destino que seguía su camino solo, y en el que ya nada podía cambiar ella. Dije al cochero que bajara y esperase un instante, aunque rezongaba a cuenta de la niebla. En cuanto se fue, abrí el sobre. En el tarjetón: La Vizcondesa Alix de Stermaria. Mi invitada había escrito: «Estoy desolada, un contratiempo me impide cenar esta noche con usted en la isla del Bosque. Era para mí una fiesta. Le escribiré más extensamente desde Stermaria. Siento lo ocurrido. Saludos». Me quedé inmóvil, aturdido por el choque que había recibido. A mis pies habían caído el tarjetón y el sobre, como el taco de un arma de fuego cuando ha salido el tiro. Los recogí, analicé la frase: «Me dice que no puede cenar conmigo en la isla del Bosque. Pudiera deducirse de ello que podría cenar conmigo en otra parte. No cometeré la indiscreción de ir a buscarla, pero, en fin, así podría entenderse esto». Y esa isla del Bosque, como desde hacía cuatro días se había instalado de antemano en ella mi pensamiento con la señora de Stermaria, no podía acabar de hacerlo volver de allí. Mi deseo se acogía de nuevo a la pendiente que seguía desde hacía tantas horas, y a pesar de esta misiva, demasiado reciente para que pudiera prevalecer contra él, aún me preparaba instintivamente a salir, del mismo modo que un alumno reprobado en un examen querría contestar a una pregunta más. Acabé por decidirme a ir a decirle a Francisca que bajase a pagar al cochero. Crucé el pasillo sin encontrarla, pasé al comedor; de pronto, mis pasos cesaron de resonar sobre el entarimado como habían hecho hasta allí, y se asordaron en un silencio que aun antes de que conociese su causa me dio una sensación de ahogo y de claustración. Eran las alfombras que, para cuando volvieran mis padres, habían empezado a clavar, esas alfombras que tan hermosas son en las mañanas felices, cuando en medio de su desorden os espera el sol como un amigo que ha venido para llevarnos a comer al campo, y posa en ellos la mirada de la selva, pero que ahora, por el contrario, eran el primer arreglo de la prisión invernal, de donde, obligado como iba a estar a vivir, a hacer mis comidas en familia, ya no iba a poder salir libremente.

—Tenga cuidado el señorito, no se vaya a caer, que aún no están clavadas —me gritó Francisca—. Hubiera debido encender la luz. Ya estamos a fines de
sectiembre;
se acabaron los días buenos.

Bien pronto, el invierno; en el rincón de la ventana, como en un vidrio de Gallé, una veta de nieve endurecida; e incluso en los Campos Elíseos, en lugar de las muchachas que uno espera, nada más que los gorriones completamente solos.

Lo que acababa de hacer mayor mi desesperación por no ver a la señora de Stermaria era que su respuesta me hacía suponer que mientras yo, hora por hora, desde el domingo, no vivía más que para esta cena, ella no había pensado en semejante cosa, indudablemente, ni una sola vez. Más tarde supe de un absurdo casamiento por amor que hizo con un joven con el que debía de estarse viendo en ese momento y que le había hecho sin duda olvidar mi invitación. Porque si se hubiese acordado de ella, no habría, indudablemente, esperado al coche, que yo no debía, por lo demás, según lo convenido, enviarle, para avisarme que no estaba libre. Mis ensueños de tierna virgen feudal en una isla brumosa habían despejado el camino a un amor todavía inexistente. Ahora mi decepción, mi cólera, mi desesperado deseo de recobrar a la que acababa de negárseme, podían, haciendo entrar en la danza mi sensibilidad, fijar el amor posible que hasta aquí sólo me había, aunque más débilmente, ofrecido mi imaginación.

¡Cuántos hay en nuestros recuerdos, cuántos más en nuestro olvido, de estos rostros de muchachitas y de jóvenes completamente diferentes, y a los que no hemos añadido un encanto y un furioso deseo de volverlos a ver sino porque se habían esquivado en el último momento! Por lo que hacía a la señora de Stermaria, era mucho más y me bastaba ahora, para quererla, volverla a ver para que fuesen renovadas estas impresiones tan vivas, pero demasiado breves, y que la memoria, de no ser así, no hubiera tenido suficiente fuerza para conservar en la ausencia. Las circunstancias decidieron que fuese de otra manera: no la volví a ver. No fue a ella a quien quise, pero hubiera podido serlo. Y una de las cosas que hicieron acaso para mí el más cruel del grande amor que iba a tener bien pronto, fue, al acordarme de esa tarde, decirme que ese amor hubiera podido, de haber sido modificadas algunas circunstancias sencillísimas, dirigirse a otra parte, a la señora de Stermaria; aplicado a la que me lo inspiró tan poco tiempo después, no era, por ende —como yo, sin embargo, hubiera tenido tantas ganas, tanta necesidad de creer—, absolutamente necesario y predestinado.

Francisca me había dejado solo en el comedor, diciéndome que hacía mal en quedarme allí antes de que hubiese encendido el fuego. Iba a hacer la cena, porque aun antes de la llegada de mis padres, y desde esa noche, comenzaba mi reclusión. Reparé en un enorme lío de alfombras, todavía enrolladas, que habían arrimado contra el rincón del aparador, y escondiendo en ellas la cabeza, tragando su polvo y mis lágrimas, como los judíos que se cubrían de ceniza la cabeza en el duelo, rompí a sollozar. Tiritaba no sólo porque la habitación estaba fría, sino por un notable descenso térmico (contra cuyo peligro y, fuerza es decirlo, contra cuyo ligero deleite no intenta uno reaccionar) causado por ciertas lágrimas que lloran nuestros ojos, gota a gota, como una lluvia fina, penetrante, glacial, que parece que no ha de acabar nunca. De repente oí una voz:

—¿Se puede pasar? Me ha dicho Francisca que debías de estar en el comedor. Venía a ver si no querrías que fuésemos a cenar juntos a cualquier sitio, si no te hace daño, porque hay una niebla que se puede cortar con cuchillo.

Era Roberto de Saint-Loup, que había llegado por la mañana, cuando yo le creía aún en Marruecos o en el mar.

Ya he dicho (y precisamente era, en Balbec, Roberto de Saint-Loup quien me había, bien a pesar suyo, ayudado a adquirir conciencia de ello) lo que pienso de la amistad: a saber, que es tan poca cosa, que me cuesta trabajo comprender que hombres de algún genio, como, por ejemplo, un Nietzsche, hayan tenido el candor de atribuirle cierto valor intelectual y en consecuencia esquivarse a amistades a que la estimación intelectual no fuese unida. Sí, siempre ha sido para mí un asombro ver que un hombre que extremaba la sinceridad para consigo mismo hasta apartarse, por escrúpulo de conciencia, de la música de Wagner, se haya imaginado que la verdad puede realizarse en el modo de expresión, por naturaleza confuso e inadecuado, que son, en general, unos actos, y en particular las amistades, y que pueda haber una significación cualquiera en dejar uno su trabajo por ir a ver a un amigo y llorar con él al saber la falsa noticia del incendio del Louvre. Yo había llegado, en Balbec, a encontrar el placer de jugar con las chicas menos funesto para la vida espiritual, a la que por lo menos permanece ajeno, que la amistad, cuyo esfuerzo todo es un hacernos sacrificar la única parte real e incomunicable (como no sea por medio del arte) de nosotros mismos a un yo superficial, que no encuentra, como el otro, alegría en sí mismo, sino que halla un enternecimiento confuso en sentirse sostenido por puntales externos, hospitalizado en una individualidad ajena, a la que, feliz con la protección que le dan, hace irradiar su bienestar en aprobación y se maravilla con cualidades que llamaría defectos y trataría de corregir en sí mismo. Por lo demás, los que denigran la amistad pueden, sin ilusiones y no sin remordimientos, ser los mejores amigos del mundo, de igual suerte que un artista que lleva en sí una obra maestra y se da cuenta de que su deber sería vivir para trabajar, a pesar de ello, por no parecer egoísta o no correr el riesgo de serlo, da su vida por una causa inútil, y la da tanto más denodadamente cuanto que las razones por que hubiera preferido no darla eran razones desinteresadas. Pero cualquiera que fuese mi opinión acerca de la amistad, aun sin hablar más que del goce que me procuraba, de una calidad tan mediocre que se parecía a algo intermedio entre el cansancio y el hastío, no hay brebaje tan funesto que no pueda a determinadas horas llegar a ser precioso y reconfortante, aportándonos el latigazo que nos era necesario, el calor que no podemos encontrar en nosotros mismos.

Estaba yo muy lejos, por cierto, de querer pedirle a Saint-Loup, como deseaba hacía una hora, que me hiciera volver a ver mujeres de las de Rivebelle: el surco que dejaba en mí la añoranza de la señora de Stermaria no quería ser borrado tan aprisa; pero en el momento en que va no sentía en mi corazón ningún motivo de felicidad, la entrada de Saint-Loup fue como un arribo de bondad, de alegría, de vida, que estaban fuera de mí, desde luego, pero que se me ofrecían, que no pedían más que ser mías. Ni él mismo comprendió mi grito de agradecimiento y mis lágrimas de ternura. ¿Qué cosa hay más paradójicamente afectuosa, por otra parte, que uno de esos amigos —diplomático, explorador, aviador o militar— como era Saint-Loup, y que, como vuelven a salir a la mañana siguiente para el campo, y de allí para Dios sabe dónde, parece como si hicieran alojarse para sí mismos, en la tarde que nos consagran, una impresión que se extraña uno de que pueda, de tan rara y breve como es, serles tan dulce, y, desde el momento en que tanto les agrada, de no verles prolongarla más o renovarla más a menudo? Una comida con nosotros, cosa tan natural, depara a estos viajeros el mismo deleite extraño y delicioso que nuestros bulevares a un asiático. Salimos juntos para ir a cenar, y mientras bajaba la escalera me acordé de Doncières, donde todas las noches iba a buscar a Roberto al restaurante, y de los comedorcitos olvidados. Me acordé de uno en el que no había vuelto a pensar nunca y que no estaba en el hotel en que cenaba Saint-Loup, sino en otro mucho más modesto, entre fonda y casa de huéspedes, y en que le servían a uno la patrona y una de sus criadas. La nieve me había detenido allí. Por otra parte, Roberto no iba a cenar aquella noche al hotel, y yo no había querido ir más lejos. Me llevaron los platos arriba, a un cuartito revestido todo él de madera. La lámpara se apagó durante la comida; la criada me encendió dos velas. Yo, fingiendo no ver muy claro al tenderle mi plato, mientras ella ponía en éste unas patatas, cogí en mi mano su antebrazo desnudo, como para guiarla. Al ver que no lo retiraba, la acaricié; luego, sin pronunciar palabra, la atraje del todo hacia mí, apagué las velas, y entonces le dije que me cachease si quería ganarse algún dinero. Durante los días que siguieron, el placer físico me pareció que exigía, para ser saboreado, no sólo aquella criada, sino el comedor de madera, tan aislado. Fui, con todo, hacia el lugar en que cenaban Roberto y sus amigos, adonde volví todas las noches, por costumbre, por amistad, hasta mi partida de Doncières. Y, sin embargo, ni aun en aquel hotel en que se hospedaba Saint-Loup con sus amigos pensaba yo ya desde hacía mucho tiempo. Apenas nos aprovechamos de nuestra vida, dejamos inacabadas en los crepúsculos de estío o en las noches precoces de invierno las horas en que nos había parecido que hubiera podido, sin embargo, estar encerrado un poco de paz o de goce. Pero esas horas no están absolutamente perdidas. Cuando cantan a su vez nuevos momentos de placer que pasarían del mismo modo, tan endebles y lineales, vienen ellas a traerles el basamento, la consistencia de una rica orquestación. Se extienden así hasta una de esas felicidades tipo, que sólo se encuentran de tarde en tarde, pero que siguen existiendo; en el ejemplo presente, era el abandono de todo lo demás para cenar en un marco confortable que, por la virtud de los recuerdos, encierra en un cuadro de naturaleza promesas de viaje, con un amigo que va a remover nuestra vida durmiente con toda su energía, con todo su afecto, a comunicarnos un goce conmovido, harto diferente del que podríamos deber a nuestro propio esfuerzo o a las distracciones mundanas; vamos a ser nada más que de él, a hacerle juramentos de amistad que, nacidos entre los tabiques de esa hora, permaneciendo encerrados en ella, acaso no serían cumplidos al día siguiente, pero que yo podía hacerle sin escrúpulos a Saint-Loup, ya que éste, con un valor en que entraba mucha cordura y el presentimiento de que no se puede zahondar en la amistad, a la mañana siguiente habría partido de nuevo.

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