El mundo de Guermantes (58 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Si al bajar la escalera revivía yo las atardecidas de Doncières, cuando hubimos llegado a la calle bruscamente, la noche casi completa en que la niebla parecía haber apagado los faroles, que no se distinguían, harto débiles, como no fuese desde muy cerca, me devolvió a no sé qué llegada, de atardecida, a Combray, cuando la ciudad aún no estaba alumbrada más que de trecho en trecho, y andaba uno en ella a tientas en una oscuridad húmeda, tibia y sagrada, de pesebre, estrellada apenas acá y allá por una lucecilla que no brillaba más que un cirio. Entre ese año, por lo demás incierto, de Combray, y los atardeceres de Rivebelle, que momentos antes había vuelto a ver por cima de los visillos, ¡qué diferencias! Sentía yo al percibirlas un entusiasmo que hubiera podido ser fecundo si me hubiese quedado solo, y me habría evitado así el rodeo de muchos años inútiles por los que aún había de pasar antes de que se declarase la vocación invisible de que esta obra es la historia. Si tal hubiera ocurrido aquella tarde, el coche en que íbamos hubiera merecido quedar como más perdurable para mí que el del doctor Percepied, sentado en cuyo asiento había compuesto yo la breve descripción —vuelta a encontrar precisamente hacía poco tiempo, arreglada y vanamente enviada al
Fígaro
— de las campanas de Martinville. ¿Es porque no revivimos nuestros años en su sucesión continua, día por día, sino en el recuerdo fijado en el frescor o en la insolación de una mañana o de una tarde, recibiendo la sombra de tal lugar aislado, cercado, inmóvil, parado y perdido, lejos de todo lo demás, y que así, al resultar suprimidos los cambios graduados no sólo en el exterior, sino en nuestros sueños y en nuestro carácter en evolución, cambios que nos han conducido insensiblemente por la vida de un tiempo a tal otro muy diferente, si revivimos otro recuerdo tomado de un año diferente, encontramos entre ellos, gracias a lagunas, a inmensos lienzos de olvido, algo así como el abismo de una diferencia de altura, como la incompatibilidad de dos calidades incomparables de atmósfera respirada y de coloraciones ambientes? Pero entre los recuerdos que acababa de tener, sucesivamente, de Combray, de Doncières y de Rivebelle sentía yo en este momento mucho más que una distancia en el tiempo: la distancia que habría entre universos diferentes en que la materia no fuese la misma. De haber querido imitar en una obra aquella en que se me aparecían cincelados mis más insignificantes recuerdos de Rivebelle, hubiera tenido que vetear de rosa, hacer de repente traslúcida, refrescante y sonora, la sustancia hasta allí análoga al barro oscuro y tosco de Combray. Pero Roberto, que había acabado de dar sus explicaciones al cochero, vino a sentarse a mi lado en el coche. Las ideas que se me habían aparecido huyeron. Son diosas que a veces se dignan hacerse visibles a un mortal solitario, a la vuelta de un camino, incluso en su alcoba mientras duerme y en tanto ellas, de pie en el vano de la puerta, le traen su anunciación. Pero desde el momento en que hay dos personas juntas, desaparecen; los hombres en sociedad no las distinguen nunca. Y me encontré arrojado a la amistad. Roberto, al llegar, me había advertido ya que había mucha niebla; pero ésta, mientras charlábamos, no había cesado de hacerse más espesa. Ya no era sólo la ligera bruma que había deseado yo ver alzarse de la isla y envolvernos a la señora de Stermaria y a mí. A dos pasos, los faroles se apagaban, y entonces venía la noche, tan profunda como en medio de los campos, en una selva, o más bien en una blanda isla de Bretaña hacia la que hubiera querido yo ir; me sentí perdido como en la costa de un mar septentrional donde se expone uno veinte veces a la muerte antes de llegar al albergue solitario; dejando de ser un espejismo que buscamos, la niebla se convertía en uno de esos peligros contra los que lucha uno, de modo que tuvimos, para encontrar nuestro camino y llegar a buen puerto, la inquietud y, por fin, el júbilo que da la seguridad —tan insensible para el que no está amenazado de perderla— al viajero perplejo y extraviado. Sólo una cosa estuvo a punto de comprometer mi goce durante nuestra aventurada correría, debido al irritado asombro en que me precipitó por un instante. «¿Sabes?, le he contado a Bloch —me dijo Saint-Loup— que no le querías ni tanto así, que le encontrabas ciertas vulgaridades. Ahí tienes, yo soy así, me gustan las situaciones claras», concluyó, con una expresión satisfecha y en un tono que no admitía réplica. Yo estaba estupefacto. No sólo tenía la más absoluta confianza en Saint-Loup, en la lealtad de su amistad, y él la había traicionado con lo que había dicho a Bloch, sino que además me parecía que hubieran debido impedirle hacer semejante cosa tanto sus defectos como sus cualidades, aquella extraordinaria dosis de educación adquirida que podía llevar la cortesía hasta cierta falta de franqueza. Su expresión triunfante, ¿era la que adoptamos para disimular cierto embarazo al confesar una cosa que sabemos que no hubiéramos debido hacer, traducía una inconsciencia, una estupidez que erigía en virtud un defecto que yo no le conocía, un acceso de malhumor pasajero contra mí, que le impulsaba a abandonarme, o el acuse de un acceso de malhumor pasajero respecto de Bloch, al que había querido decir algo desagradable, aun comprometiéndome? Por otra parte, su rostro estaba estigmatizado, mientras me decía estas palabras vulgares, por una horrible sinuosidad que no le he visto más que una o dos veces en la vida, y que, siguiendo primero aproximadamente el centro de la cara, una vez que había llegado a los labios los torcía, les daba una horrorosa expresión de bajeza, casi de bestialidad puramente pasajera y sin duda ancestral. Debía de haber en estos momentos, que indudablemente no volvían a darse más que una vez cada tres años, un eclipse parcial de su propio yo, porque pasase sobre él la personalidad de un antepasado que en ese yo se reflejaba. Tanto como el aspecto de satisfacción de Roberto, sus palabras: «Me gustan las situaciones claras», se prestaban a la misma duda y hubieran debido merecer el mismo reproche. Quería yo decirle que, si le gustan a uno las situaciones claras, hay que tener esos raptos de franqueza en lo que a uno mismo atañe y no hacer gala de una virtud demasiado fácil a costa de los demás. Pero ya se había detenido el coche delante del restaurante cuya vasta fachada encristalada y llameante era lo único que conseguía traspasar la oscuridad. La misma niebla, merced a las confortables claridades del interior, parecía ya, desde la acera, indicar la entrada con el júbilo de esos criados que reflejan la disposición de ánimo del señor; irisábase con los matices más delicados y apuntaba a la entrada como la columna luminosa que guio a los hebreos. Había, por otra parte, muchos de éstos entre la clientela. Porque era a este restaurante adonde Bloch y sus amigos habían venido por espacio de mucho tiempo —ebrios de un ayuno tan espoleador del hambre como el ayuno ritual (que, a lo menos, no se celebra más que una vez al año), de café y de curiosidad política— a encontrarse a la caída de la tarde.

Como toda excitación mental comunica un valor predominante, una calidad superior a las costumbres que lleva aparejadas, no hay gusto un poco alerta que no componga así en torno suyo una sociedad que unifica y en la que la consideración de los demás miembros es la que cada cual busca principalmente en la vida. Aquí, aunque sea en un villorrio de provincias, encontraréis apasionados de la música; lo mejor de su tiempo, lo más lucido de su dinero, no van a parar a las sesiones de música de cámara, a las reuniones en que se habla de música, sino al café en que se encuentran unos con otros entre deleitantes y en que se codea uno con los músicos de la orquesta. Otros, entusiastas de la aviación, se afanan por que no deje de verlos el camarero viejo del encristalado bar encaramado en lo alto del aeródromo; al abrigo del viento, como en la jaula de vidrio de un faro, podrá seguir, en compañía de un aviador que no vuela en ese momento, las evoluciones de un piloto que riza el rizo, mientras otro, invisible un minuto antes, acaba de aterrizar bruscamente, de abatirse con el gran estruendo de alas del ave Roc. La reducida peña que se reunía para tratar de perpetuar, de profundizar las emociones fugitivas del proceso de Zola, concedía también gran importancia a este café. Pero era mal mirada en él por los jóvenes aristócratas que formaban la otra parte de la clientela y habían adoptado una segunda sala del café, separada solamente de la otra por un ligero parapeto adornado de vegetación. Consideraban a Dreyfus y a sus partidarios como traidores, bien que veinticinco años más tarde, como las ideas habían tenido tiempo de clasificarse y el dreyfusismo de cobrar en la historia cierta elegancia, los hijos, bolchevizantes y valseadores, de esos mismos jóvenes aristócratas habían declarado a los «intelectuales» que les interrogaban que seguramente, de haber vivido en aquel tiempo, hubiesen estado de parte de Dreyfus, sin saber a ciencia cierta mucho más de lo que había sido el
affaire
que la condesa Edmond de Pourtalés o la marquesa de Galloffet, otras luminarias ya extinguidas el día en que habían nacido ellos. Porque la noche de la niebla, los nobles del café, que habían de ser más tarde padres de esos jóvenes intelectuales retrospectivamente dreyfusistas, estaban todavía solteros. Verdad es que las familias de todos ellos pensaban en un rico casamiento; pero eso era cosa que ninguno había realizado todavía. Virtual aún, ese opulento matrimonio deseado por varios a la vez (había realmente muchos «buenos partidos» a la vista, pero, al fin, el número de dotes pingües era mucho menor que el de aspirantes) se contentaba con introducir entre aquellos jóvenes cierta rivalidad.

Quiso mi mala suerte que, como Saint-Loup se hubiese rezagado unos minutos para dirigirse al cochero con objeto de que viniese a recogernos después de haber cenado, tuviera yo que entrar solo. Ahora bien, para empezar, una vez que estuve metido en la puerta giratoria, a la que no estaba acostumbrado, creí que no iba a poder lograr salir de ella. (Digamos de pasada, para los que gusten de un vocabulario más preciso, que esta puerta tambor, a despecho de sus apariencias pacíficas, se llama «puerta revólver», del inglés
revolwing door.
) Aquella tarde, el dueño del café, que no se atrevía a mojarse, si salía afuera, ni a abandonar a sus clientes, permanecía, con todo, junto a la entrada para tener el gusto de oír las joviales quejas de los que llegaban iluminados por una satisfacción de gente a quien le había costado trabajo llegar y había pasado miedo de perderse. Sin embargo, la risueña cordialidad de su recibimiento se disipó ante el espectáculo de un desconocido que no sabía desprenderse de las aspas de cristal. Esta muestra flagrante de ignorancia le hizo fruncir el ceño como a un examinador al que se le pasan sus buenas ganas de no pronunciar el
dignus est intrare.
Para colmo de desdichas, fui a sentarme a la sala reservada a la aristocracia, de donde el dueño del establecimiento vino a sacarme rudamente, indicándome, con una grosería a la que se ajustaron inmediatamente todos los camareros, un sitio en la otra sala. El sitio me gustó tanto menos cuanto que el diván en que se encontraba estaba ya lleno de gente (sobre que tenía frente a mí la puerta reservada a los hebreos, que, como no era giratoria, al abrirse y cerrarse a cada instante me mandaba un frío horrible). Pero el dueño se negó a darme otro, diciéndome: «No, caballero, no puedo molestar a todo el mundo por usted». Pronto se olvidó, por lo demás, del comensal tardío e incordioso que era yo, cautivado como estaba por la entrada de cada recién llegado, que, antes de pedir su
bock,
su alón de pollo fiambre o su
grog
(la hora de la cena hacía ya mucho que había pasado), debía, como en las antiguas novelas, pagar su escote refiriendo su aventura en el momento en que entraba en este asilo de calor y de seguridad en que el contraste con aquello de que había escapado uno hacía reinar la jovialidad y la camaradería que bromean unidos ante el fuego de un vivaque.

El uno contaba que su coche, creyendo haber llegado al puente de la Concordia, había dado la vuelta por tres veces a los Inválidos; otro, que el suyo, cuando intentaba bajar por la avenida de los Campos Elíseos, se había metido en un macizo de la Glorieta, de donde había tardado tres cuartos de hora en salir. Luego venían las lamentaciones a cuenta de la niebla, del frío, del silencio de muerte de las calles, lamentaciones dichas y escuchadas con la expresión excepcionalmente gozosa que explicaban la benigna atmósfera de la sala, en la que, a no ser en mi sitio, hacía calor, la viva luz que obligaba a hacer guiños a los ojos, habituados ya a no ver, y el barullo de las conversaciones, que devolvía a los oídos su actividad.

A los que llegaban les costaba trabajo guardar silencio. La singularidad, que creían única, de las peripecias les abrasaba la lengua y buscaban con los ojos alguien con quien entablar conversación. Hasta el dueño perdía el sentido de las distancias: «El príncipe de Foix se ha perdido tres veces al venir de la Puerta de San Martín», no temió decir, riéndose, no sin señalar, como en una presentación, al célebre aristócrata a un abogado israelita que otro día cualquiera habría estado separado de aquél por una barrera mucho más difícil de franquear que el hueco adornado de verdor. «¡Tres veces! ¡Hay que ver!», dijo el abogado, llevándose la mano al sombrero. Al príncipe no le hizo gracia la frase de aproximación. Formaba parte de un grupo aristocrático para el que el ejercicio de la impertinencia, incluso respecto de la nobleza cuando ésta no era de primera categoría, parecía ser la ocupación única. No responder a un saludo, si el hombre cortés reincidía, reírse burlonamente con expresión socarrona, echar hacia atrás la cabeza con aires furiosos, hacer como que no conocían a un hombre entrado en años que les hubiera prestado algún servicio, reservar su apretón de manos para los duques y los amigos realmente íntimos de los duques que éstos les presentaban, tal era la actitud de estos jóvenes, y en particular del príncipe de Foix. Semejante actitud era favorecida por el desorden de la primera mocedad (en que hasta en la burguesía parece uno ingrato y se muestra grosero porque, encima de que nos hemos olvidado durante meses enteros de escribir a un bienhechor que acaba de perder a su mujer, luego ya no le saludamos, por simplificar); pero era inspirada, sobre todo, por un agudísimo esnobismo de casta. Verdad es que, de igual modo que ciertas afecciones nerviosas cuyas manifestaciones se atenúan en la edad madura, ese esnobismo había de cesar generalmente de traducirse de una manera tan hostil en los que tan insoportables habían sido de jóvenes. Una vez pasada la mocedad, es raro que permanezcamos confinados en la insolencia. Habíamos creído que eso era lo único que existía; de pronto se descubre, por príncipe que uno sea, que también existen la música, la literatura, las actas de diputado, inclusive. El orden de los valores humanos aparecerá modificado por ello, y entra uno en conversación con las gentes a quienes fulminaba con la mirada en otro tiempo. Buena ocasión para aquellas de estas gentes que han tenido paciencia para esperar y cuyo carácter está bastante bien hecho —si así debe decirse— para que hallen gusto en recibir hacia los cuarenta años la afabilidad y la acogida que se les había negado secamente a los veinte.

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