El mundo de Guermantes

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

 

Tercera parte de
En busca del tiempo perdido.
Obra cumbre de la literatura del siglo XX.

La integración, por fin, en el anhelado espacio de los Guermantes tiene lugar en París, donde el narrador logra instalarse en una dependencia de la residencia de los aristócratas. Ahora, su inquieta pasión amorosa le ha llevado a poner los ojos en la duquesa, un ideal inalcanzable al que, pese a todo, sigue hasta su retiro de Doncières, donde se halla prestando su servicio militar el joven Robert de Saint-Loup. A partir de aquí, los acontecimientos se suceden vertiginosamente en la memoria del narrador, que entabla amistad con la actriz Rachel (amante de Robert), pierde a su abuela materna y se enamora de Albertine, una de las «muchachas en flor». Por aquel tiempo (en el que acude con asiduidad al elegante salón de Mme. de Villeparisis), el protagonista descubre la condición de homosexual del barón de Charlus.

Marcel Proust

El mundo de Guermantes

En busca del tiempo perdido - 3

ePUB v1.0

ebookofilo
 2
0.09.12

Título original:
Á la recherche du temps derdu, 3. Le côté de Guermantes

Marcel Proust, 1921-1922.

Traducción: Pedro Salinas y José María Quiroga Plà

Diseño portada: ebookofilo

Editor original: ebookofilo (v1.0)

ePub base v2.0

A León Daudet

Al amigo incomparable

Al autor de
Le voyage de Shakespeare

de
Le partage de l'enfant

de
L'astre noir

de
Fantômes et vivants

de
Le monde des images

de tantas obras maestras

Testimonio de gratitud y admiración

M. P.

Primera parte

El piar matinal de los pájaros le parecía insípido a Francisca. Cada palabra de las
chicas
la hacía sobresaltarse; molesta por todos sus pasos, interrogábase a cuenta de ellos; es que nos habíamos mudado de casa. Verdad es que las criadas no bullían menos en el
sexto
de nuestra antigua morada; pero Francisca las conocía; había hecho de sus idas y venidas cosas amigas. Ahora prestaba hasta al silencio una atención dolorosa. Y como nuestro nuevo barrio parecía tan tranquilo como ruidoso era el bulevar a que hasta entonces había dado nuestra casa, la canción (distinta de lejos, cuando es débil, como un motivo de orquesta) de un hombre que pasaba hacía acudir las lágrimas a los ojos de la desterrada Francisca. Así, si me había burlado de ella, que, afligida por haber tenido que dejar un inmueble donde era uno
tan bien mirado por todo el mundo
y en el que ella había hecho sus maletas llorando, según los ritos de Combray, y declarando superior a todas las casas posibles la que había sido la nuestra, en desquite, yo, que asimilaba tan fácilmente las cosas nuevas como abandonaba fácilmente las antiguas, me reconcilié con nuestra vieja criada cuando vi que la instalación en una casa en que no había recibido del portero, que aún no nos conocía, las muestras de consideración necesarias para su buena nutrición moral, la había sumido en un estado próximo a la extenuación. Sólo ella podía comprenderme; no hubiera sido, evidentemente, su joven lacayo quien me comprendiese; para él, que tenía de Combray lo menos posible, mudarse de casa, irse a vivir a otro barrio, venía a ser como tomarse unas vacaciones en que la novedad de las cosas daba el mismo reposo que si se hubiera viajado; creía estar en el campo, y un catarro de cabeza le trajo, como un
aire
pillado en un vagón en que cierra mal el cristal de la ventanilla, la impresión deliciosa de que había visto el campo; a cada estornudo se congratulaba de haber encontrado una colocación tan distinguida, habiendo como había deseado siempre tener unos señores que viajasen mucho. Así, sin pensar en él, yo me iba derecho a Francisca; como me había reído de sus lágrimas en una partida que a mí me había dejado indiferente, se mostró glacial respecto de mi tristeza, precisamente porque la compartía. Con la supuesta
sensibilidad
de los nerviosos aumenta su egoísmo; no pueden soportar por parte de los demás la exhibición del malestar a que en sí mismos prestan mayor atención cada vez. Francisca, que no dejaba pasar el más ligero de los que sentía ella, si yo sufría volvía a otro lado la cabeza por que yo no tuviese el placer de ver mi sufrimiento compadecido, ni siquiera notado. Lo mismo hizo en cuanto quise hablarle de nuestra nueva casa. Por lo demás, como al cabo de dos días hubiese tenido que ir a buscar alguna ropa que había quedado olvidada en la casa que acabábamos de dejar, mientras yo tenía aún, a consecuencia de la mudanza,
temperatura
, y, como una boa que acaba de tragarse un buey, me sentía penosamente abollado por un largo baúl que mi vista tenía que
digerir
, Francisca, con la infidelidad de las mujeres, volvió diciendo que había creído ahogarse en nuestro antiguo bulevar, que para llegar hasta él se había encontrado completamente
despistada
, que no había visto nunca escaleras más incómodas, que jamás volvería a vivir allí
ni por un imperio
, ni aunque le diesen millones —hipótesis gratuita—, que todo (es decir, lo que concernía a la cocina y a los corredores) estaba mucho mejor
apañado
en nuestra nueva casa. Ahora bien, es tiempo de decir que ésta —y habíamos venido a vivir a ella porque como mi abuela no se encontraba muy bien, razón que nos habíamos guardado de darle, necesitaba aire más puro— era un piso que pertenecía al hotel de Guermantes.

A la edad en que los Nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que en ellos hemos depositado, en el momento mismo en que designan también para nosotros un lugar real, nos obligan con ello a identificar lo uno con lo otro, hasta el punto de que nos echamos a buscar en una ciudad un alma que no puede contener, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, no es sólo que den a los pueblos y a los ríos una individualidad, como hacen las pinturas alegóricas; no es sólo el universo físico lo que matizan de diferencias, lo que pueblan de elementos maravillosos, sino también el universo social: entonces, cada castillo, cada hotel o palacio famosos tiene su dama, o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas. A veces, escondida en el fondo de su nombre, el hada se transforma al capricho de la vida de nuestra imaginación que la nutre; así es como la atmósfera en que la señora de Guermantes existía en mí, después de no haber sido durante años enteros más que el reflejo de un cristal de linterna mágica y de un vitral de iglesia, empezaba a apagar sus colores cuando sueños por completo diferentes la impregnaron de la espumosa humedad de los torrentes.

El hada, sin embargo, se esfuma si nos acercamos a la persona real a que corresponde su nombre, porque entonces él nombre empieza a reflejar a esa persona, y ésta no contiene nada del hada; el hada puede renacer si nos alejamos de la persona, mas si permanecemos cerca de ésta, el hada se muere definitivamente y con ella el nombre, como aquella familia de Lusignan que había de extinguirse el día en que desapareciese el hada Melusina. Entonces el Nombre bajo cuyos sucesivos revocos podríamos acabar por encontrar de nuevo en su origen el hermoso retrato de una extraña a quien jamás hayamos conocido ya no es sino la simple tarjeta fotográfica de identidad a la que nos referimos para saber si conocemos, si debemos saludar o no a una persona que pasa. Pero que una sensación de un año pretérito —como esos instrumentos musicales registradores que conservan el son y el estilo de los diferentes artistas que los han tañido— permita a nuestra memoria que nos haga oír el nombre con el timbre particular que entonces tenía para nuestro oído ese nombre que en apariencia no ha cambiado, y sentimos la distancia que separa entre sí a los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus sílabas idénticas. Por un instante, del gorjear nuevamente oído que tenía en tal antigua primavera, podemos extraer, como de los tubitos de que se sirve uno para pintar, el matiz exacto, olvidado, misterioso y fresco de los días que habíamos creído recordar cuando, como los malos pintores, dábamos a todo nuestro pasado extendido sobre un mismo lienzo los tonos convencionales y de unánime semejanza de la memoria voluntaria. Ahora bien, por el contrario, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba, para una creación original, en una armonía única, los colores de entonces que ya no conocemos y que, por ejemplo, me arrebatan todavía súbitamente si, gracias a una casualidad, el nombre de Guermantes, al haber recuperado por un instante después de tantos años el son, tan diferente al de hoy, que tenía para mí el día de la boda de la señorita de Percepied, me devuelve aquel malva tan suave, demasiado brillante, demasiado nuevo, con que se aterciopelaba la abultada corbata de la duquesita y, como una pervinca inaprehensible y reflorecida, sus ojos soleados por una sonrisa azul. Y el nombre de Guermantes de entonces es también como uno de esos globitos en que se ha encerrado oxígeno o algún otro gas: cuando llego a agujerearlo, a hacer salir de él lo que contiene, respiro el aire de Combray de aquel año, de aquel día, mezclado a un olor de espinos blancos agitados por el viento del ángulo de la plaza, precursor de la lluvia, que alternativamente hacía desvanecerse al sol, le dejaba extenderse sobre el tapiz de lana roja de la sacristía y revestirlo de una carnación brillante, rosa casi, de geranio, y de esa dulzura wagneriana, por así decirlo, en la alegría, que conserva tanta nobleza a la festividad. Pero aun fuera de los raros minutos, como esos en que bruscamente sentimos que la entidad original se estremece y recobra su forma y su cinceladura en el seno de las sílabas hoy muertas, si, en el torbellino vertiginoso de la vida corriente en que ya no tienen más que un uso enteramente práctico, los nombres han perdido todo color como una peonza prismática que gira demasiado aprisa y que parece gris, en desquite, cuando, ensoñando, reflexionamos, tratamos, para volver sobre el pasado, de moderar, de suspender el movimiento perpetuo en que somos arrastrados, poco a poco volvemos a ver que aparecen de nuevo, yuxtapuestos, pero enteramente distintos unos de otros, los matices que en el curso de nuestra existencia nos presentó sucesivamente un mismo nombre.

No sé, desde luego, qué forma se recortaba ante mis ojos en este nombre de Guermantes cuando mi nodriza —que sin duda ignoraba, tanto como yo lo ignoro hoy, en honor de quién había sido compuesta— me berzaba con la antigua canción:
Gloria a la Marquesa de Guermantes
, o cuando, años más tarde, el viejo mariscal de Guermantes, llenando de orgullo a mi niñera, se detenía en los Campos Elíseos diciendo: «¡Qué chico más guapo!», y sacaba de una bombonera de bolsillo una pastilla de chocolate. Esos años de mi primera infancia ya no están en mí, me son exteriores, nada puedo aprender de ellos si no es, como pasa con lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento, por lo que los demás cuentan. Pero más tarde encuentro sucesivamente, en la perduración de ese mismo nombre en mí, siete u ocho figuras diferentes; las primeras eran las más hermosas: poco a poco, mi ensueño, forzado por la realidad a abandonar una posición insostenible, se atrincheraba de nuevo un poco más acá, hasta que se viese obligado a retroceder todavía más. Y al mismo tiempo que la señora de Guermantes cambiaba de morada, surgida igualmente de ese nombre que fecundaba de año en año tal o cual frase oída que modificaba mis ensueños, esa morada los reflejaba en sus mismas piedras que se habían tornado reverberantes como la superficie de una nube o de un lago. Un torreón sin espesor, que no era más que una faja de luz anaranjada, desde lo alto del cual el señor y su dama decidían de la vida y de la muerte de sus vasallos, había cedido su puesto —al final de aquel «lado de Guermantes» en que tantas hermosas tardes seguía yo con mis padres el curso del Vivona— a esta tierra torrentosa en que la duquesa me enseñaba a pescar truchas y a conocer el nombre de las flores que en racimos violetas y rojizos decoraban los muros bajos de los cercados de en torno; después había sido la tierra hereditaria, el poético dominio en que aquella altiva raza de Guermantes, como una torre amarillenta y cubierta de florones que atraviesa las edades, se alzaba ya sobre Francia cuando el cielo estaba todavía vacío, allí donde habían de surgir más tarde Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres, mientras que en la cima de la colina de Laon no se había posado aún la nave de la catedral como el Arca del Diluvio en la cima del monte Ararat, llena de Patriarcas y de Justos ansiosamente asomados a las ventanas para ver si la cólera de Dios se ha aplacado, llevando consigo los tipos de los vegetales que habrán de multiplicarse sobre la tierra, desbordante de animales que se escapan hasta por las torres sobre cuyo techo se pasean tranquilamente los bueyes contemplando desde lo alto las llanuras de la Champaña; cuando el viajero que dejaba Beauvais a la caída del día aún no veía que le siguiesen dando vueltas, desplegadas sobre la pantalla de oro del poniente, las alas negras y ramificadas de la catedral. Era aquel Guermantes como el marco de una novela, un paisaje imaginario que me costaba trabajo representarme y que, por lo mismo, sentía más deseos de descubrir, enclavado en medio de tierras y de caminos reales que de pronto se impregnarían de particularidades heráldicas, a dos leguas de una estación; recordaba yo el nombre de las localidades próximas como si hubiesen estado situadas al pie del Parnaso o del Helicón, y me parecían preciosas como las condiciones materiales —en ciencia topográfica— de la producción de un fenómeno misterioso. Volvía a ver los escudos de armas pintados en los basamentos de los vitrales de Combray, cuyos cuarteles se habían llenado, siglo tras siglo, con todos los señoríos que, por matrimonios o por adquisiciones, había hecho volar hacia sí aquella ilustre casa desde todos los rincones de Alemania, de Italia y de Francia: tierras inmensas del Norte, poderosas ciudades del Mediodía, que habían venido a unirse y a trabarse en Guermantes y, perdiendo su materialidad, a inscribir alegóricamente su torre de sinople o su castillo de plata en su campo de azur. Había oído yo hablar de las célebres tapicerías de Guermantes y las veía, medievales y azules, un poco gruesas, destacarse como una nube sobre el nombre amaranto y legendario, al pie de la antigua selva en que Childeberto cazó con tanta frecuencia, y ante aquel fino fondo misterioso de las tierras, aquellas lejanías de siglos, me parecía que había de penetrar en sus secretos tan bien como pudiera en un viaje, no más que con acercar a París por un momento a la señora de Guermantes, soberana del lugar y señora del lago, como si su rostro y sus palabras hubieran debido poseer el encanto local de las arboledas y de las riberas y las mismas particularidades seculares del viejo protocolo de sus archivos. Pero por entonces había conocido a Saint-Loup; éste me hizo saber que el castillo no se llamaba de Guermantes sino desde el siglo XVI, en que lo había adquirido su familia. Esta había residido hasta entonces en las cercanías, y su título no venía de aquella región. El pueblo de Guermantes había tomado su nombre del castillo cerca del cual había sido construido, y, para que no destruyese sus perspectivas, una servidumbre que seguía en vigor regulaba el trazado de las calles y limitaba la altura de las casas. En cuanto a las tapicerías, eran de Boucher, compradas en el siglo XIX por un Guermantes
amateur
, y estaban colgadas al lado de unos mediocres cuadros de caza que aquél había pintado, en un salón de mala muerte tapizado de andrinópolis y de peluche. Con sus revelaciones, Saint-Loup había introducido en el castillo elementos extraños al nombre de Guermantes que no me permitieron seguir extrayendo únicamente de la sonoridad de las sílabas la fábrica de las construcciones. Entonces, en el fondo de aquel nombre, se había borrado el castillo reflejado en su lago, y lo que se me había aparecido en torno a la señora de Guermantes como su morada había sido su hotel de París, el hotel de Guermantes, límpido como su nombre, ya que ningún elemento material y opaco venía a interrumpir y cegar su transparencia. Como la iglesia no significa solamente el templo, sino también la reunión de los fieles, aquel hotel de Guermantes comprendía todas las personas que compartían la vida de la duquesa; pero esas personas, a quienes nunca había visto, no eran para mí más que nombres célebres y poéticos, y, al conocer únicamente personas que tampoco eran más que nombres, no hacían sino acrecentar y proteger el misterio de la duquesa extendiendo en torno a ella un vasto halo que iba a lo sumo degradándose.

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