El mundo de Guermantes (4 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Y era para mí tanto más necesario poder buscar en el salón de la señora de Guermantes, en sus amigos, el misterio de su nombre, cuanto que no lo encontraba en su persona cuando la veía salir por la mañana a pie o a la tarde en coche. Verdad es que ya en la iglesia de Combray se me había aparecido en el relámpago de una metamorfosis con unas mejillas irreductibles, impenetrables al color del nombre del Guermantes y de las siestas a orillas del Vivona, en lugar de mi sueño fulminado, como un cisne o un sauce en que ha sido cambiado un dios o una ninfa que, sometidos desde ese punto a las leyes de la Naturaleza, resbalará sobre el agua o será agitado por el viento. Sin embargo, apenas había dejado yo estos reflejos desvanecidos, cuando tornaban a formarse como los reflejos rosa y verde del sol poniente detrás de la rama que los ha quebrado, y en la soledad de mi pensamiento el nombre se había apropiado rápidamente el recuerdo del rostro. Pero ahora la veía con frecuencia en su ventana, en el patio, en la calle; y, por lo menos, si no llegaba a integrar en ella el nombre de Guermantes, a pensar que era la señora de Guermantes, acusaba de ello a la impotencia de mi espíritu para llegar hasta el final del acto que yo le exigía; pero nuestra vecina parecía cometer el mismo error, aun más, cometerlo sin turbarse, sin ninguno de mis escrúpulos, sin la sospecha siquiera de que fuese un error. Así la señora de Guermantes mostraba en sus vestidos el mismo cuidado de seguir la moda que si, creyéndose convertida en una mujer como las demás, hubiese aspirado a esa elegancia en el vestir en que cualquier mujer podía igualarla, superarla acaso; yo la había visto en la calle mirar con admiración a una actriz bien vestida; y por la mañana, en el momento en que iba a salir a pie, como si la opinión de los transeúntes cuya vulgaridad hacía resaltar paseando familiarmente por entre ellos su vida inaccesible pudiera ser para ella un tribunal, podía yo distinguirla ante su espejo desempeñando con una convicción exenta de desdoblamiento y de ironía, con pasión, con malhumor, con amor propio, como una reina que ha aceptado hacer de criada en una comedia de corte, el papel, tan inferior a ella, de mujer elegante; y en el olvido mitológico de su grandeza nativa miraba si su velillo estaba bien estirado, se aplastaba las mangas, se ajustaba la capa, como el cisne divino hace todos los movimientos de su especie animal, conserva su ojos pintados a ambos lados del pico y se lanza de pronto sobre un botón o un paraguas, como cisne, sin acordarse de que es un Dios. Pero de igual modo que el viajero, defraudado por la primera impresión de una ciudad, se dice que acaso penetre en el espíritu de la misma visitando sus museos, trabando conocimiento con el pueblo, trabajando en las bibliotecas, me decía yo que si hubiera sido recibido en casa de la señora de Guermantes, si fuese uno de sus amigos, si penetrase en su existencia, conocería lo que su nombre encerraba realmente, objetivamente, bajo su envoltura anaranjada y brillante, para los demás, ya que, en fin, el amigo de mi padre había dicho que el círculo de los Guermantes era algo aparte en el barrio de Saint-Germain.

La vida que yo suponía se llevaba allí derivábase de una fuente tan diferente de la experiencia, y me parecía que había de ser tan particular, que no hubiera podido imaginar en las reuniones de la duquesa la presencia de personas que yo hubiese tratado en otro tiempo, de personas reales. Porque como no podían cambiar súbitamente de naturaleza, hubieran tenido allí conversaciones análogas a las que yo conocía; sus interlocutores quizá se hubiesen rebajado hasta responderles en el mismo lenguaje humano, y durante una recepción en el primer salón del barrio de Saint-Germain hubiera habido instantes idénticos a otros que yo había vivido ya, lo cual era imposible. Verdad es que mi espíritu se hallaba perplejo ante ciertas dificultades, y la presencia del cuerpo de Jesucristo en la hostia no me parecía un misterio más oscuro que aquel primer salón del barrio situado en la orilla derecha cuyos muebles podía oír yo sacudir por las mañanas desde mi cuarto. Pero la línea de demarcación que me separaba del barrio de Saint-Germain, por ser solamente ideal, no me parecía sino más real; me daba perfecta cuenta de que el barrio era ya la estera de los Guermantes extendida al otro lado de ese Ecuador, y de la cual se había atrevido a decir mi madre, después de haberla visto como yo, un día que la puerta de aquéllos se hallaba abierta, que estaba en muy mal estado. Por lo demás, ¿cómo no había de haberme parecido que su comedor, su galería oscura con muebles de peluche rojo, que podía entrever algunas veces por la ventana de nuestra cocina, poseían el encanto misterioso del barrio de Saint-Germain, que formaban parte de él de una manera esencial, que se hallaban geográficamente situados en él, si el ser recibido en aquel comedor era haber ido al barrio de Saint-Germain, haber respirado su atmósfera, puesto que todos aquellos que, antes de ir a la mesa, se sentaban al lado de la señora de Guermantes en el canapé de cuero de la galería, eran del barrio de Saint-Germain? Sin duda en otro sitio que no fuese el barrio, en ciertas recepciones, podía verse a veces, majestuosamente entronizado en medio del vulgo de los elegantes, uno de esos hombres que no son más que nombres y que cobran alternativamente, cuando uno trata de representárselos, el aspecto de un torneo o de una selva patrimonial. Pero aquí, en el primer salón del barrio de Saint-Germain, en la galería oscura, no había más que hombres de esos. Eran las columnas de una materia preciosa que sostenían el templo. Incluso para las reuniones familiares, sólo entre ellos podía escoger la señora de Guermantes sus invitados, y en las comidas de doce personas reunidas en torno a la mesa servida, eran como las estatuas de oro de los apóstoles de la Sagrada Capilla, pilares simbólicos y consagrantes ante la Sagrada Mesa. En cuanto al trocito de jardín que se extendía entre altas tapias, a espaldas del hotel, y donde, en verano, después de comer, hacía servir la señora de Guermantes licores y naranjada, ¿cómo no había yo de pensar que sentarse entre nueve y once de la noche en sus sillas de hierro —dotadas de tan gran poder como el canapé de cuero— sin respirar las brisas privativas del barrio de Saint-Germain, era tan imposible como dormir la siesta en el oasis de Figuig sin estar justamente por eso en África? Y sólo la imaginación y la creencia pueden diferenciar de los demás ciertos objetos, ciertos seres, y crear una atmósfera. ¡Ay!, jamás, sin duda, me sería dado asentar mis pasos por entre esos parajes pintorescos, esos accidentes naturales, esas curiosidades locales, esas obras de arte del barrio de Saint-Germain. Y me contentaba con estremecerme al distinguir desde alta mar (y sin esperanza de llegar nunca allí), como un minarete avanzado, como una primera palmera, como el comienzo de la industria o de la vegetación exóticas, la gastada estera de la costa.

Pero si el hotel de Guermantes empezaba para mí en la puerta de su vestíbulo, sus dependencias debían extenderse mucho más lejos, a juicio del duque, el cual, tomando a todos los inquilinos por granjeros, rústicos, compradores de bienes nacionales, cuya opinión no cuenta, se afeitaba por las mañanas, en camisón de dormir, en su ventana; bajaba al patio, según tuviese más o menos calor, en mangas de camisa, en pijama, con un chaquetón escocés de un color raro, de pelo largo, con paletos claros más cortos que su chaquetón, y hacía que uno de sus picadores pusiera al trote ante él, teniéndolo de la brida, algún caballo nuevo que había comprado. Incluso más de una vez el caballo hizo añicos la cristalera de Jupien, el cual sacó de quicio al duque al exigirle una indemnización. «Aun cuando no fuese más que en consideración a todo el bien que la duquesa hace en la casa y en la parroquia —decía el señor de Guermantes—, es una desvergüenza por parte de ese quídam reclamarnos nada». Pero Jupien se había mantenido firme, sin saber a ciencia cierta, al parecer, qué
bien
había hecho nunca la duquesa. Sin embargo, ésta lo hacía; pero como no es posible extenderlo a todo el mundo, el recuerdo de haber colmado de beneficios a uno es una razón para abstenerse respecto de otro en quien es tanto mayor el descontento que se excita. Desde otros puntos de vista, por lo demás, que el de la beneficencia, el barrio no le parecía al duque —y esto hasta grandes distancias— más que una prolongación de su patio, un picadero más extenso para sus caballos. Después de haber visto cómo trotaba solo un caballo nuevo, lo hacía enganchar, atravesar todas las calles cercanas, con el picador corriendo a par del coche, empuñando las riendas, haciéndolo pasar y volver a pasar por delante del duque, parado en la acera, en pie, gigantesco, enorme, vestido de claro, con el cigarro en la boca, la cabeza al aire, el monóculo curioso, hasta el momento en que saltaba al pescante, guiaba él mismo al caballo para probarlo y se iba con el nuevo tiro a recoger a su querida a los Campos Elíseos. El señor de Guermantes daba los buenos días en el patio a dos parejas que pertenecían, sobre poco más o menos, a su mundo: un matrimonio de primos suyos que, como los matrimonios de obreros, nunca estaba en casa para cuidar a los niños, ya que desde por la mañana la mujer se iba a la
Schola
a aprender contrapunto y fuga, y el marido a su estudio a hacer esculturas en madera y cueros repujados; además, el barón y la baronesa de Norpois, vestidos siempre de negro, la mujer de alquiladora de sillas y el marido de entierramuertos, que salían varias veces al día para ir a la iglesia. Eran sobrinos del viejo embajador que conocíamos nosotros y a quien justamente había encontrado mi padre en el descansillo de la escalera, pero sin comprender de dónde venía; porque mi padre pensaba que un personaje tan considerable que había estado en relación con los hombres más eminentes de Europa y que probablemente era harto indiferente a vanas distinciones aristocráticas, debía tratar apenas a estos nobles oscuros, clericales y limitados. Hacía poco que vivían en la casa; como Jupien fuese a decir dos palabras en el patio al marido, que estaba saludando al señor de Guermantes, le llamó
Señor Norpois
por no saber exactamente su nombre.

—¡Ah! ¡Señor Norpois! ¡Ah! ¡La verdad que es un hallazgo! ¡Paciencia! Ese Juan Particular no tardará en llamarle a usted
ciudadano Norpois
—exclamó, volviéndose hacia el barón, el señor de Guermantes. Al fin podía exhalar su mal humor contra Jupien, que le llamaba
señor
y no
señor duque.

Un día que el señor de Guermantes necesitaba unos informes relacionados con la profesión de mi padre, se había presentado a sí mismo con muy buena gracia. Desde entonces tenía que pedirle a menudo algún favor como vecino, y en cuanto le veía que bajaba la escalera pensando en algún trabajo, y deseoso de evitar todo encuentro, el duque dejaba a sus mozos de cuadra, salía al paso de mi padre en el patio, le ponía bien el cuello del gabán, con la servicialidad heredada de los antiguos ayudas de cámara del rey, le cogía la mano y, reteniéndola en la suya, acariciándosela incluso para probarle, con un impudor de cortesana, que no le regateaba el contacto de su preciosa carne, lo llevaba así, fastidiadísimo y sin pensar más que en escaparse, hasta más allá de la puerta cochera. Nos había hecho grandes saludos un día que se había cruzado con nosotros en el momento en que salía en coche con su mujer, a la que debía de haber dicho mi nombre; pero ¿qué probabilidad había de que ella lo hubiera recordado, como tampoco mi cara? Y, además, ¡vaya una recomendación la de ser designado meramente como uno de sus inquilinos! Más importante hubiera sido encontrar a la duquesa en casa de la señora de Villeparisis, que precisamente me había pedido por medio de mi abuela que fuese a verla, y al saber que yo había tenido intención de dedicarme a la literatura, había añadido que en su casa me encontraría con algunos escritores. Pero mi padre estimaba que yo era demasiado joven aún para hacer vida de sociedad, y como el estado de mi salud no dejaba de preocuparle, no tenía ganas de procurarme ocasiones inútiles de nuevas salidas.

Como uno de los lacayos de la señora de Guermantes hablaba mucho con Francisca, oí que nombraba algunos de los salones a que aquélla iba; pero por mi parte no acertaba a representármelos: desde el momento en que eran una parte de su vida, de su vida que yo no veía más que a través de su nombre, ¿no eran inconcebibles?

—Esta noche hay una gran fiesta de sombras chinescas en casa de la princesa de Parma —decía el lacayo—; ahora que no iremos, porque a las cinco toma la señora el tren de Chantilly para ir a pasar dos días en casa del duque de Aumale; pero quienes van son la doncella y el ayuda de cámara. Yo me quedo aquí. No le va a hacer ninguna gracia a la princesa de Parma; más de cuatro veces le ha escrito a la señora duquesa.

—¿Entonces ya no están ustedes por ir al castillo de Guermantes este año?

—Es la primera vez que no lo pasaremos allí; por causa de los catarros del señor duque, ha prohibido el doctor que se vuelva allí hasta que pongan un calorífero; pero antes de eso, todos los años se estaba allí hasta enero. Si el calorífero no está instalado, puede que la señora vaya algunos días a Cannes, a casa de la duquesa de Guisa; pero todavía no es seguro.

—¿Y allí van ustedes al teatro?

—Vamos unas veces a la Opera, otras a las suarés de abono de la princesa de Parma, que son cada ocho días; parece que es muy distinguido lo que ponen: hay comedias, ópera, de todo. La señora duquesa no ha querido tomar un abono; pero de todas maneras vamos una vez a un palco de una amiga de la señora, otras a otro, a menudo a la platea de la princesa de Guermantes, la mujer del primo del señor duque. Es hermana del duque de Baviera. ¿Así que ya se vuelve usted a casa? —decía el lacayo, que, bien que identificado con los Guermantes, tenía, sin embargo, de los
amos
en general una noción política que le permitía tratar a Francisca con tanto respeto como si hubiera estado colocada en casa de una duquesa. Tiene usted una salud excelente, señora.

—¡Ah, si no fuera por estas malditas piernas! En llano, aún menos mal —en llano quería decir en el patio, en las calles por donde no le disgustaba pasearse a Francisca; en una palabra, en terreno llano—; pero estas condenadas escaleras… Hasta luego; puede que volvamos a vernos esta tarde.

Deseaba tanto más volver a hablar con el lacayo cuanto que había sabido por éste que los hijos de los duques suelen llevar un título de príncipe, que conservan hasta la muerte de su padre. Sin duda el culto a la nobleza, mezclándose y acomodándose con cierto espíritu de rebeldía contra la misma, debe de ser, hereditariamente extraído de los terruños de Francia, muy fuerte en su pueblo. Porque Francisca, a quien podía hablársele del genio de Napoleón o de la telegrafía sin hilos sin conseguir atraer su atención y sin que ni por un instante moderase los movimientos con que retiraba la ceniza de la chimenea o ponía el cubierto, sólo con que le contasen esas particularidades y que el hijo menor del duque de Guermantes se llamaba generalmente príncipe de Oleron, exclamaba: «¡Qué hermoso es eso!». Y se quedaba deslumbrada como ante un vitral.

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