El mundo de Guermantes (2 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

En las fiestas que daba ella, como yo no imaginaba ningún cuerpo a los invitados, ningún bigote, ningún borceguí, ninguna frase pronunciada que fuese trivial, ni siquiera original de una manera humana y racional, aquel torbellino de nombres que introducían menos materia de la que hubiera deparado un banquete de fantasmas o un baile de espectros, en torno a aquella estatuilla de porcelana de Sajonia que era la señora de Guermantes, conservaba una transparencia de vitrina en su hotel de vidrio. Después, cuando Saint-Loup me hubo contado anécdotas referentes al capellán, a los jardineros de su prima, el hotel de Guermantes se había trocado —del mismo modo que había podido ser en otro tiempo un Louvre— en una especie de castillo rodeado, en medio del propio París, de sus tierras, poseídas hereditariamente, en virtud de un antiguo derecho extrañamente superviviente, y sobre las que aún ejercía ella privilegios feudales. Pero esta última mansión se había desvanecido, a su vez, cuando habíamos venido nosotros a vivir muy cerca de la señora de Villeparisis, a uno de los pisos vecinos al de la señora de Guermantes, en un ala de su hotel. Era una de esas viejas mansiones como acaso existen todavía algunas, en las que el patio de honor —bien fuesen aluviones traídos por la ola ascendente de la democracia, o bien legado de tiempos más antiguos en que los diversos oficios estaban agrupados en torno al señor— solía tener a los lados trastiendas, obradores, incluso chiscones de zapatero o de sastre como los que se ven apoyados en los muros de las catedrales que la estética de los ingenieros no ha redimido, un portero remendón de calzado que criaba gallinas y cultivaba flores, y al fondo, en la casa «que hace de hotel», una «condesa» que, cuando salía en su vetusta carretela de dos caballos, ostentando en su sombrero algunas capuchinas que parecían escapadas del jardinillo de la portería (llevando al lado del cochero un lacayo que bajaba a dejar tarjetas de visita con un pico doblado en cada hotel aristocrático del barrio), enviaba indistintamente sonrisas y breves saludos con la mano a los chicos del portero y a los inquilinos burgueses del inmueble que pasaban en aquel momento, y a los que confundía en su desdeñosa afabilidad y en su ceño igualitario.

En la casa a que habíamos venido a vivir nosotros, la señorona del fondo del patio era una duquesa, elegante y todavía joven. Era la señora de Guermantes, y, gracias a Francisca, no tardé en tener informes acerca del hotel. Porque los Guermantes (a quienes solía designar Francisca con las palabras «abajo», «el bajo») eran su preocupación constante desde por la mañana, en que, echando, mientras peinaba a mamá, una ojeada prohibida, irresistible y furtiva al patio, decía: «¡Vaya, dos hermanitas! De seguro que van abajo», o bien: «¡Qué faisanes más hermosos hay en la ventana de la cocina! No hay que preguntar de dónde vienen; habrá ido de caza el duque», hasta el atardecer, en que si oía, mientras me entregaba mis avíos de noche, el ruido de un piano, el eco de alguna cancioncilla, apuntaba: «Abajo tienen gente; se divierten», y en su rostro regular, bajo sus cabellos ahora blancos, una sonrisa de su juventud, animada y digna, ponía entonces por un momento cada uno de sus rasgos en su sitio, los acordaba en un orden afectado y fino, como antes de una contradanza.

Pero el momento de la vida de los Guermantes que más vivamente excitaba la curiosidad de Francisca, el que le producía más satisfacción y le hacía también más daño, era precisamente aquel en que, al abrirse los dos batientes de la puerta cochera, subía a su carretela la duquesa. Ordinariamente era poco después de que nuestros criados habían acabado de celebrar esa especie de pascua solemne, que nadie debe interrumpir, llamada su almuerzo, y durante la cual eran hasta tal punto
tabúes
que ni mi mismo padre se hubiera permitido llamarles, sabiendo, por lo demás, que ninguno de ellos se hubiera movido al quinto campanillazo ni al primero, y que, por tanto, hubiera incurrido en tal inconveniencia inútilmente, mas no sin perjuicio para él. Porque Francisca (que desde que se había hecho vieja ponía a cada dos por tres lo que suele llamarse cara de circunstancias) no hubiera dejado de presentarle todo el día un semblante cubierto de manchitas cuneiformes y rojas que desplegaban al exterior, pero de manera poco descifrable, el dilatado memorial de sus quejas y las profundas razones de su descontento. Las desarrollaba, por lo demás, al paño, pero sin que nosotros pudiésemos distinguir bien las palabras. Llamaba a esto —que creía desesperante para nosotros, «mortificante», «vejatorio»— decir todo el santo día «misas por lo bajo».

Acabados los últimos ritos, Francisca, que era a la vez, como en la iglesia primitiva, el celebrante y uno de los fieles, se servía el último vaso de vino, se desprendía del cuello la servilleta, la plegaba limpiándose los labios de un resto de agua enrojecida y de café, la ponía en un servilletero, daba las gracias con una mirada triste a «su» joven lacayo que, para dárselas de atento, le decía: «Vamos, señora, unas pocas más de uvas; están exquisitas», e iba inmediatamente a abrir la ventana, con pretexto de que hacía demasiado calor «en aquella miserable cocina». Echando hábilmente, al mismo tiempo que hacía girar la falleba de la ventana y tomaba el aire, una ojeada desinteresada al fondo del patio, escamoteaba furtivamente la seguridad de que la duquesa no estaba arreglada todavía, contemplaba un instante con sus miradas desdeñosas y apasionadas el coche enganchado, y, una vez concedido por sus ojos aquel instante de atención a las cosas de la tierra, los alzaba al cielo, cuya pureza había adivinado de antemano al sentir la suavidad del aire y el calor del sol, y miraba en el ángulo del techo el sitio en que cada primavera venían a hacer su nido, precisamente encima de la chimenea de mi habitación, unos pichones parecidos a los que zureaban en su cocina, en Combray.

—¡Ah, Combray, Combray! —exclamaba. (Y el tono, cantado casi, en que declamaba esta invocación hubiera podido en Francisca, tanto como la arlesiana pureza de su rostro, hacer sospechar un origen meridional y que la patria perdida que lloraba era algo más que una patria de adopción. Mas acaso se hubiera engañado quien tal pensase, porque parece que no hay provincia que no tenga su
mediodía
, y cuántos saboyanos y bretones no se encuentran en quienes halla uno todas las dulces transposiciones de largas y breves que caracterizan al meridional). —¡Ah, Combray, cuándo te volveré a ver, pobre tierra! Cuándo podré pasarme todo el santo día al pie de tus espinos blancos y de nuestros pobres lilos, oyendo a los pinzones y al Vivona que hace como el murmullo de alguien que cuchichease, en lugar de oír esa condenada campanilla de nuestro señorito, que jamás se está media hora sin que me haga correr por ese maldito pasillo. Y aún le parece que no ando bastante a prisa; tendría una que haber oído antes de que él llame, y si se retrasa un minuto «le dan» unas cóleras espantosas. ¡Ay, pobre Combray! Acaso no vuelva a verte como no sea de muerta, cuando me echen como a una piedra en el agujero de la sepultura. Entonces ya no me llegará el olor de tus hermosos espinos, completamente blancos. Pero en el sueño de la muerte creo que oiré los tres campanillazos que me habrán condenado ya en vida.

Mas la interrumpían las llamadas del chalequero del patio, el mismo que tanto había agradado en otro tiempo a mi abuela el día en que ésta había ido a ver a la señora de Villeparisis, y que ocupaba un rango no menos elevado en la simpatía de Francisca. Como había alzado la cabeza al oír que se abría nuestra ventana, hacía ya un rato que trataba de atraer la atención de su vecina para darle las buenas tardes. La coquetería de la muchacha que había sido Francisca afinaba entonces en honor del señor Jupien el rugoso rostro de nuestra vieja cocinera entorpecida por la edad, por el mal humor y por el calor del fogón, y, con una encantadora mezcla de reserva, de familiaridad y de pudor, dirigía al chalequero un gracioso saludo, mas sin responderle con la voz, porque si bien infringía las advertencias de mamá con mirar al patio, no se hubiera atrevido a desafiarlas hasta hablar por la ventana, lo cual tenía el don, según Francisca, de valerle, por parte de la señora, «todo un capítulo». Le indicaba la carretela enganchada, con trazas de decirle: «¡Hermosos caballos!, ¿eh?», pero murmurando al mismo tiempo: «¡Qué trasto viejo!», sobre todo porque sabía que el otro iba a responderle, poniéndose la mano delante de la boca para ser oído, aun cuando hablaba a media voz:

—También ustedes podrían tenerlo si quisieran, e incluso mejor que ellos tal vez, pero a ustedes no les gusta nada de eso.

Y Francisca, después de una seña modesta, evasiva y encantada, cuya significación venía a ser: «Cada cual tiene su modo de ser; aquí estamos por la sencillez», volvía a cerrar la ventana, por temor de que mamá llegase. Los
ustedes
que hubieran podido tener más caballos que los Guermantes éramos nosotros; pero Jupien tenía razón al decir
ustedes
, porque, salvo para ciertos placeres de amor propio puramente personales —como, cuando tosía sin parar y toda la casa tenía miedo de contagiarse de su catarro, pretender con irritante fisga que no estaba acatarrada—, semejante a esas plantas a que un animal a quien están enteramente unidas nutre con los alimentos que atrapa, come, digiere para ellas y les ofrece en su último y completamente asimilable residuo, Francisca vivía con nosotros en simbiosis; éramos nosotros los que, con nuestras virtudes, con nuestra hacienda, con nuestro pie de vida, con nuestra situación, teníamos que encargarnos de elaborar las pequeñas satisfacciones de amor propio de que estaba formada—, añadiendo a ellas el derecho reconocido de ejercer libremente el culto del almuerzo con arreglo a la añeja costumbre que llevaba aparejado el sorbito de aire en la ventana cuando aquél había acabado, algún paseo por las calles al ir a hacer sus compras, y una salida, el domingo, para ir a ver a su sobrina: la porción de contento indispensable para su vida. Así se comprende que Francisca hubiera podido agoniarse, los primeros días, presa, en una casa en que todavía no eran conocidos todos los títulos honoríficos de mi padre, de una enfermedad que ella misma llamaba aburrimiento, aburrimiento en el enérgico sentido que tiene en Corneille o en la pluma de los soldados que acaban de suicidarse porque se «aburren» demasiado cerca de su novia, en su pueblo. «Esos Jupien son muy buena gente, gente de bien; lo llevan en la cara». Jupien supo, en efecto, comprender y hacer saber a todos que si no teníamos coche era porque no queríamos. Este amigo de Francisca paraba poco en su casa, porque había conseguido una colocación de empleado en un ministerio. Chalequero primeramente con la «pitusa» a quien mi abuela había tomado por hija suya, había perdido toda utilidad en ejercer su oficio desde que la pequeña, que, siendo casi una niña aún, sabía ya arreglar muy bien una falda, cuando mi abuela había ido en otro tiempo a hacer una visita a la señora de Villeparisis había tomado el camino de la costura para señoras y había llegado a ser maestra. Aprendiza, primero, con una modista que la utilizaba para dar una puntada, coser un volante, prender un botón o un «automático», ajustar un talle con corchetes, pronto había pasado a oficiala segunda, y después a primera, y, habiéndose hecho una clientela de señoras de la mejor sociedad, trabajaba en su casa, es decir, en nuestro patio, las más de las veces con una o dos de sus compañeras de taller, a las que empleaba como aprendizas. Desde entonces la presencia de Jupien había sido menos útil. Claro que la pequeña, que ahora era ya mayorcita, aún tenía que hacer a menudo chalecos. Pero, ayudada por sus amigas, no necesitaba de nadie. Así, Jupien, su tío, había solicitado un empleo. Al principio quedaba libre para volver a casa a mediodía; después, como sustituyese definitivamente al empleado a quien servía solamente de auxiliar, ya no pudo volver a casa antes de la hora del almuerzo. Su «titularización» no se produjo, afortunadamente, hasta algunas semanas después de habernos instalado nosotros en la casa, de manera que la amabilidad de Jupien pudo ejercitarse el tiempo suficiente para ayudar a Francisca a pasar sin demasiadas molestias los primeros tiempos difíciles. Por otra parte, sin dejar de reconocer la utilidad que tuvo así para Francisca a título de «medicamento de transición», debo reconocer que Jupien no me había hecho mucha gracia en el primer momento. A unos cuantos pasos de distancia, destruyendo por completo el efecto que, sin eso, hubieran producido sus rollizas mejillas y sus lozanos colores, sus ojos, que desbordaban de una mirada compasiva, desolada y ensoñadora, hacían pensar que estaba muy enfermo o que acababa de ser herido por algún gran dolor. No sólo no había nada de eso, sino que desde el momento en que hablaba —perfectamente, por otra parte— era más bien frío y burlón. Resultaba de este desacuerdo entre su mirada y sus palabras un no sé qué de falso que no era simpático y por lo que él mismo parecía sentirse tan a disgusto como un invitado en traje de calle en una reunión en que todos visten de etiqueta, o como uno que, teniendo que responder a una Alteza, no sabe a ciencia cierta cómo ha de hablarle y soslaya la dificultad reduciendo sus frases a casi nada. Las de Jupien —porque esto es pura comparación— eran, por el contrario, encantadoras. Correspondiendo acaso a aquella inundación del rostro por los ojos (en la que dejaba de ponerse atención cuando se le conocía), eché de ver bien pronto en él, en efecto, una inteligencia rara y una de las más naturalmente literarias que me haya sido dado conocer, en el sentido de que, probablemente sin cultura, poseía o se había asimilado, no más que con la ayuda de algunos libros presurosamente recorridos, los más ingeniosos giros de la lengua. Las gentes mejor dotadas que había conocido yo habían muerto muy jóvenes. Así, estaba convencido de que la vida de Jupien acabaría pronto. Tenía aquel hombre bondad, piedad, los sentimientos más delicados, más generosos. Su papel en la vida de Francisca había dejado bien pronto de ser indispensable. Francisca había aprendido a imitarle.

Hasta cuando un proveedor o un criado venía a traernos algún encargo, a pesar de que parecía no ocuparse de él, y al indicarle solamente, con expresión de indiferencia, una silla, mientras ella seguía en su trabajo, Francisca sacaba tan hábilmente partido de los pocos instantes que aquél pasaba en la cocina, esperando la respuesta de mamá, que era muy raro que el hombre se fuese sin llevar indestructiblemente grabada la certeza de que «si no lo teníamos, era porque no queríamos». Si ponía tanto empeño, por lo demás, en que se supiera que teníamos «dinero» (porque ignoraba el uso de lo que Saint-Loup llamaba artículos partitivos, y decía: «tener dinero», «traer agua»)
[1]
, en que la gente supiese que éramos ricos, no es que la riqueza sin más, la riqueza sin ir acompañada de la virtud, fuera a los ojos de Francisca el bien supremo; pero la virtud sin riqueza tampoco era su ideal. La riqueza era para ella como una condición necesaria de la virtud, sin la cual la virtud carecería de mérito y de encanto. Tan poco las separaba, que había acabado por atribuir a cada una de ellas las cualidades de la otra, por exigir que hubiese algo confortable en la virtud, por reconocer algo edificante en la riqueza.

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