El mundo de Guermantes (48 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Al sexto día, mamá, por obedecer a los ruegos de la abuela, tuvo que dejarla un momento y hacer como que se iba a descansar. Yo hubiera querido, para que mi abuela se durmiese, que Francisca se quedara en la alcoba sin moverse. A pesar de mis súplicas, salió de la habitación; quería a mi abuela; con su clarividencia y su pesimismo, la consideraba perdida. Hubiera querido, por consiguiente, proporcionarle todos los cuidados posibles. Pero acababan de decirle que estaba un obrero electricista, muy antiguo en su taller, cuñado de su patrono, estimado en la casa en que vivíamos ahora —adonde venía a trabajar desde hacía muchos años—, y sobre todo por Jupien. Habíamos mandado llamar a este obrero antes de que mi abuela cayese mala. A mí me parecía que hubiera podido decirle que se fuera o dejarle que esperase. Pero el protocolo de Francisca no lo permitía; hubiera sido una falta de delicadeza para con aquel buen hombre; el estado de mi abuela ya no importaba. Cuando, al cabo de un cuarto de hora, exasperado, fui a buscarla a la cocina, encontré a Francisca charlando con él en el descansillo de la escalera de servicio, cuya puerta estaba abierta, procedimiento que tenía la ventaja de permitir, si alguno de nosotros llegaba, hacer como que los que hablaban iban a separarse, pero también el inconveniente de mandar tremendas corrientes de aire. Francisca dejó, pues, al obrero, no sin haberle enviado aún a gritos algunos saludos, que se le habían olvidado, para su mujer y su cuñado. Preocupación, característica de Combray, de no faltar a la delicadeza, que Francisca llevaba incluso a la política exterior. Los simples de espíritu se imaginan que las grandes dimensiones de los fenómenos sociales son una excelente ocasión para penetrar más adelante en el alma humana; deberían, por el contrario, comprender que como tendrían probabilidad de comprender esos fenómenos es descendiendo en profundidad en una individualidad. Francisca había repetido mil veces al jardinero de Combray que la guerra es el más insensato de los crímenes y que no hay cosa que valga más que vivir. Ahora que, cuando estalló la guerra rusojaponesa, se sentía molesta, por el zar, porque no hubiésemos intervenido en la guerra para ayudar a «los pobres rusos», «puesto que estamos
alianzados
», decía. No le parecía que fuese delicado eso para con Nicolás II, que había tenido siempre «tan buenas palabras para nosotros»; era un efecto del mismo código que le hubiera impedido negarle a Jupien un vasito que sabía que iba a «contrariarle la digestión», y que hacía que, tan cerca de la muerte de mi abuela, la misma grosería de que juzgaba culpable a Francia, que se había mantenido neutral respecto del Japón, hubiese creído cometerla ella de no ir a disculparse en persona con aquel buen obrero electricista que se había tomado una molestia tan grande.

Nos vimos, afortunadamente, desembarazados muy pronto de la hija de Francisca, que tuvo que ausentarse varias semanas. A los habituales consejos que se daban en Combray a la familia de un enfermo: «No han probado ustedes a ver si con un viaje corto, con el cambio de aires, que recobre el apetito, etc….», había añadido ella la idea, casi única, que se había forjado especialmente y que, por consiguiente, repetía cada vez que la veíamos, sin cansarse, y como para metérsela en la cabeza a los demás: «Debía haberse cuidado
radicalmente
desde el principio». No preconizaba un género de curación de preferencia a otro, con tal que esa curación fuese
radical.
En cuanto a Francisca, veía que le dábamos pocos medicamentos a mi abuela. Como, según ella, las medicinas no sirven más que para echar a perder los estómagos, se sentía feliz con esto, pero más aún humillada. Tenía en el Mediodía unos primos —relativamente ricos— cuya hija, que había caído enferma en plena adolescencia, había muerto a los veintitrés años; por espacio de unos cuantos, el padre y la madre se habían arruinado en remedios, en diferentes doctores, en peregrinaciones de una «estación» termal en otra, hasta que llegó la muerte. Ahora bien, esto le parecía a Francisca, por lo que hacía a esos parientes, algo así como un lujo, como si hubiesen tenido caballos de carreras o un castillo. Ellos mismos, por afligidos que estuviesen, extraían cierta vanidad de tanto gasto. Ya no tenían nada, ni, sobre todo, el más precioso de los bienes, su hija, pero les gustaba repetir que habían hecho por ella tanto y más que la gente más rica. Los rayos ultravioleta, a cuya acción se había sometido, varias veces al día, durante meses y meses, a la desdichada, le halagaban particularmente. El padre, enorgullecido en su dolor por una especie de gloria, llegaba a veces, en ese orgullo, a hablar de su hija como de una estrella de la Opera por la cual se hubiese arruinado. Francisca no era insensible a tanto aparato; el que rodeaba la enfermedad de mi abuela le parecía un poco pobretón, bueno para una enfermedad en un teatrillo de provincias.

Hubo un momento en que los trastornos de la uremia atacaron a mi abuela a los ojos. Durante algunos días ya no vio nada. Sus ojos no tenían nada de los de una ciega y seguían siendo los de siempre. Y únicamente comprendí que no veía por lo extraño de cierta sonrisa de acogida que tenía desde que se abría la puerta hasta que le habíamos cogido la mano para darle los buenos días; sonrisa que empezaba demasiado pronto y se quedaba estereotipada en sus labios, fija, pero siempre de frente y tratando de ser vista de todas partes, porque ya no estaba allí el auxilio de la mirada para regularla, para indicarle el momento, la dirección, ponerla en su punto, hacerla variar a medida del cambio de sitio o de expresión de la persona que acababa de entrar; porque se quedaba sola, sin la sonrisa de los ojos que hubiera desviado un tanto de ella la atención del visitante, y cobraba, por lo mismo, en medio de su torpeza, una importancia excesiva, dando la impresión de una amabilidad exagerada. Después, la vista volvió por completo; la enfermedad nómada pasó a los oídos. Por espacio de algunos días, mi abuela estuvo sorda. Y como tenía miedo de verse sorprendida por la entrada súbita de alguien, al que no hubiera oído llegar, a cada momento (a pesar de que estaba echada del lado de la pared) volvía bruscamente la cabeza hacia la puerta. Pero el movimiento de su cuello era torpe, porque no se hace uno en algunos días a esta transposición, si no de mirar los ruidos, por lo menos de escuchar con los ojos. Al fin, los dolores disminuyeron, pero la dificultad en la palabra aumentó. Nos veíamos obligados a hacer repetir a mi abuela casi todo lo que decía.

Ahora, dándose cuenta de que ya no la entendíamos, renunciaba a pronunciar una sola palabra y se estaba inmóvil. Cuando me sentía a mí, tenía como un sobresalto, cual esas personas a las que de pronto les falta el aire, quería hablarme, pero sólo articulaba sonidos ininteligibles. Entonces, domeñada por su misma impotencia, dejaba caer de nuevo la cabeza, se estiraba boca arriba en la cama, grave el semblante, de mármol, inmóviles las manos sobre la sábana, u ocupándose en una acción completamente material, como la de enjugarse los dedos con su pañuelo. No quería pensar. Después empezó a tener una agitación constante. Sin cesar deseaba levantarse. Pero le impedíamos, en cuanto era posible, que lo hiciese, por miedo a que se diera cuenta de su parálisis. Un día que la habíamos dejado un instante sola, la encontré de pie, en camisón, tratando de abrir la ventana.

En Balbec, un día que habían salvado contra su voluntad a una viuda que se había arrojado al agua, mi abuela me había dicho (movida acaso por uno de esos presentimientos que leemos a veces en el misterio, tan oscuro sin embargo, de nuestra vida orgánica, pero en el que parece como que se refleja lo porvenir) que no conocía crueldad semejante a la de arrancar a una desesperada a la muerte que ella misma ha querido y devolverla a su martirio.

Apenas tuvimos tiempo de sujetar a mi abuela; sostuvo contra mi madre una lucha casi brutal; luego, vencida, sentada de nuevo a la fuerza en una butaca, cesó de querer, de añorar; su rostro tornó a ser impasible, y empezó a quitar cuidadosamente los pelos de la piel que había dejado en su camisón un abrigo que le habíamos echado por encima.

Su mirada cambió por completo, frecuentemente intranquila, dolorida, huraña; ya no era su mirada de antes; era la mirada desagradable de una vieja que chochea…

A fuerza de preguntarle si no quería que la peinasen, Francisca acabó por convencerse de que la pregunta venía de mi abuela. Trajo cepillos, peines, agua de colonia, un peinador. Decía: «No puede fatigarle a madama Amadea que la peine yo; por débil que esté una, siempre puede estar peinada». Es decir, nunca se está demasiado débil para que otra persona no pueda, en lo que le concierne, peinarnos. Pero cuando entré yo en la habitación vi entre las manos crueles de Francisca, encantada como si estuviera a punto de devolverle la salud a mi abuela, bajo la aflicción de una vieja cabellera que no tenía fuerzas para soportar el contacto con el peine, una cabeza que, incapaz de conservar la postura a que la obligaban, se derrumbaba en un torbellino incesante en que el agotamiento de las fuerzas alternaba con el dolor. Sentí que se acercaba el momento en que Francisca iba a haber terminado, y no me atreví a darle prisa diciéndole: «Basta», por temor a que me desobedeciese. Pero, en desquite, me precipité cuando, para que mi abuela viera si le parecía que estaba bien peinada, Francisca, inocentemente feroz, le acercó un espejo. Al pronto me sentí feliz por haber podido arrancárselo a tiempo de las manos, antes de que mi abuela, de quien habíamos alejado cuidadosamente todos los espejos, hubiese contemplado, por inadvertencia, una imagen de sí misma que no podía figurarse. Pero ¡ay!, cuando un instante después me incliné hacia ella para besar aquella hermosa frente que tanto habían fatigado, me miró con una expresión asombrada, recelosa, escandalizada: no me había conocido.

Según nuestro médico, era éste un síntoma de que la congestión del cerebro aumentaba. Había que descongestionarlo.

Cottard vacilaba. Francisca esperó por un instante que se le pondrían a la enferma ventosas «clarificadas». Buscó los efectos de las mismas en mi diccionario, pero no pudo encontrarlos. Aunque hubiese dicho escarificadas en lugar de clarificadas, tampoco hubiera encontrado este adjetivo, ya que no lo buscaba ni en la
c
ni en la
e;
decía, en realidad, clarificadas, pero escribía (y por consiguiente creía que así estaba escrito) «sclarificadas». Cottard —cosa que la decepcionó— dio, sin muchas esperanzas, preferencia a las sanguijuelas. Cuando, algunas horas después, entré en el cuarto de mi abuela, pegadas a su nuca, a sus sienes, a sus orejas, las negras sierpecillas se retorcían en su cabellera ensangrentada, como en la de Medusa. Pero en su semblante pálido y aserenado, enteramente inmóvil, vi muy abiertos, luminosos y tranquilos, sus hermosos ojos de otros tiempos (quizá más recargados todavía de inteligencia que antes de su enfermedad, porque, como no podía hablar, como no debía moverse, sólo a sus ojos confiaba su pensamiento, el pensamiento que tan pronto ocupa en nosotros un lugar inmenso, ofreciéndonos tesoros insospechados, como parece reducido a nada, y luego puede renacer como por generación espontánea con unas cuantas gotas de sangre que nos quitan), sus ojos, suaves y líquidos como un óleo, en los que el fuego, que, encendido de nuevo, abrasaba, alumbraba ante al enferma el universo reconquistado. Su tranquilidad no era ya la cordura de la desesperación, sino la de la esperanza. Se daba cuenta de que iba a mejor, quería ser prudente, no moverse, y solamente me hizo el don de una hermosa sonrisa, para que supiera yo que se encontraba mejor, y me apretó ligeramente la mano.

Sabía yo qué asco le daba a mi abuela ver ciertos animales, y con mayor motivo ser tocada por ellos. Sabía que si soportaba las sanguijuelas era en consideración a una utilidad superior. Así es que Francisca me exasperaba al repetirle con esas risitas que gastamos con un niño al que queremos hacer jugar: «¡Oh, qué bichitos están corriendo por la señora!». Eso era, además, tratar a nuestra enferma sin respeto, como si se hubiera vuelto chocha. Pero mi abuela, cuyo semblante había cobrado el tranquilo valor de un estoico, ni siquiera parecía que oyese.

¡Ay! Tan pronto como se le quitaron las sanguijuelas, volvió a presentarse la congestión, cada vez más grave. Me sorprendió que en ese momento en que mi abuela estaba tan mal desapareciese a cada instante Francisca. Es que se había encargado un traje de luto y no quería hacer esperar a la modista. En la vida de la mayor parte de las mujeres, todo, hasta el pesar más grande, va a dar en una cuestión de prueba.

Algunos días más tarde, mientras estaba yo durmiendo, vino a llamarme mi madre a medianoche. Con las delicadas atenciones que las personas abrumadas por un dolor hondo testimonian en las grandes circunstancias, incluso a las menudas preocupaciones de los demás:

—Perdóname que venga a trastornarte el sueño —me dijo.

—No dormía —respondí, despertándome.

Lo decía de buena fe. La gran modificación que el despertar nos trae no es tanto el introducirnos en la vida clara de la consciencia como el hacernos perder el recuerdo de la luz un poco más tamizada en que reposaba nuestra inteligencia como en el fondo opalino de las aguas. Los pensamientos semivelados sobre que bogábamos hace todavía un instante, arrastraban consigo en nosotros un movimiento perfectamente suficiente para que hayamos podido designarlos con el nombre de vigilia. Pero el despertar se encuentra entonces con una interferencia de memoria. Poco después lo calificamos de sueño porque ya no lo recordamos. Y cuando luce la brillante estrella que, en el instante del despertar, ilumina detrás del durmiente su sueño íntegro, le hace creer por espacio de unos segundos que aquello no era un sueño, sino la vigilia; estrella fugaz, a decir verdad, que con su luz se lleva la existencia engañosa, pero también los aspectos del sueño, y solamente permite al que se despierta decirse: «He dormido».

Con una voz tan suave que parecía como si temiera hacerme daño, mi madre me preguntó si no me fatigaría demasiado levantarme, y, acariciándome las manos:

—Pobre pequeño mío, ahora ya no vas a poder contar más que con tu papá y con tu mamá.

Entramos en la alcoba. Encorvado en semicírculo sobre el lecho, otro ser que no era mi abuela, algo así como un animal que se hubiera disfrazado poniéndose su pelo y acostándose entre sus sábanas, jadeaba, gemía; con sus convulsiones sacudía las ropas de la cama. Los párpados estaban cerrados, y porque cerraban mal, antes que porque se abriesen, dejaban ver un rincón de pupila, velado, legañoso, que reflejaba la oscuridad de una visión orgánica y de un sufrimiento interno. Toda aquella agitación no se dirigía a nosotros, a quienes no veía ni conocía. Pero si ya no era más que un animal lo que allí bullía, ¿dónde estaba mi abuela? Reconocíase, sin embargo, la forma de su nariz, que ahora no guardaba proporción con el resto de la cara, pero junto a la que seguía adherido un lunar; su mano, que echaba a un lado los cobertores con un ademán que en otro tiempo hubiera significado que aquellas ropas la molestaban, y que ahora no significaba nada.

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