El mundo de Guermantes (22 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Mi padre hubiera querido saber de buena gana, por añadidura, si el apoyo del embajador le valdría muchos votos en el Instituto, al cual contaba con presentarse como supernumerario. A decir verdad, bien que no se atreviese a dudar del apoyo del señor de Norpois, no lo tenía por muy seguro, sin embargo. Había creído que serían murmuraciones de malas lenguas cuando le habían dicho en el Ministerio que el señor de Norpois deseaba ser el único que representase allí al Instituto y que opondría todos los obstáculos posibles a su candidatura, que, por lo demás, le molestaría sobremanera desde el momento en que justamente apoyaba otra. A pesar de todo, mi padre, cuando el señor Leroy-Beaulieu le había aconsejado que se presentase y había calculado sus probabilidades de triunfo, se había sentido impresionado al ver que entre los colegas con quienes podía contar en tal circunstancia no había citado el eminente economista al señor de Norpois. Mi padre no se atrevía a plantearle directamente la cuestión al antiguo embajador, pero esperaba que yo volvería de casa de la señora de Villeparisis con su elección hecha. La visita era inminente. La propaganda del señor de Norpois, capaz, en efecto, de asegurar a mi padre las dos terceras partes de la Academia, le parecía, por otra parte, tanto más probable cuanto que la complacencia del embajador era proverbial, ya que hasta la gente que le tenía menos simpatías reconocía que no había nadie que fuese tan amigo como él de prestar servicios. Y, por lo demás, en el Ministerio, su protección se extendía sobre mi padre de manera mucho más señalada que sobre ningún otro funcionario.

Mi padre tuvo otro encuentro, sólo que éste le causó un asombro, luego una indignación, extremados. Pasó, en la calle por junto a la señora de Sazerat, cuya relativa pobreza la obligaba a reducir su vida de París a raras temporadas que pasaba en casa de alguna amiga. No había nadie que tanto encocorase a mi padre como la señora de Sazerat, hasta el punto de que mamá se veía obligada una vez al año a decirle con voz dulce y suplicante: «Hijito, creo que debería invitar alguna vez a la señora de Sazerat; no se quedará hasta muy tarde», e incluso: «Oye, hijito, voy a pedirte un gran sacrificio: que vayas a hacer una visita a la señora de Sazerat. Bien sabes que no me gusta molestarte, pero serías tan bueno si lo hicieras…». Mi padre se reía, se enfurruñaba un poco e iba a hacer la visita. Así, a pesar de que la señora de Sazerat no le hacía ninguna gracia, mi padre, al encontrarla, se fue hacia ella, descubriéndose; pero, con profunda sorpresa suya, la señora de Sazerat se contentó con un saludo glacial impuesto por la cortesía para con quien es culpable de alguna mala acción o está condenado a vivir en lo sucesivo en diferente hemisferio que uno. Mi padre había vuelto a casa ofendido, estupefacto. Al día siguiente mi madre se encontró en un salón a la señora de Sazerat. Esta no le tendió la mano y le sonrió con una expresión vaga y triste, como a una persona con quien se ha jugado en la infancia, pero con la que se ha roto luego todo género de relaciones porque se ha entregado a una vida de disipación, se ha casado con un licenciado de presidio o, peor aún, con un hombre divorciado. El caso era que mis padres habían concedido e inspirado siempre a la señora de Sazerat la más profunda estima. Pero (cosa que mi madre ignoraba) la señora de Sazerat, única de su género en Combray, era dreyfusista. Mi padre, amigo del señor Méline, estaba convencido de la culpabilidad de Dreyfus. Había mandado a paseo, malhumorado, a unos colegas que le habían pedido que pusiera su firma en una lista revisionista. No volvió a hablarme en ocho días cuando supo que yo había seguido una línea de conducta diferente. Sus opiniones eran conocidas de sobra. La gente no andaba muy lejos de tacharle de nacionalista. En cuanto a mi abuela, la única de la familia a quien parecía que debiera inflamar una duda generosa, cada vez que le hablaban de la posible inocencia de Dreyfus hacía con la cabeza un movimiento cuyo sentido no comprendíamos entonces, y que era semejante al de una persona a quien se va a distraer de pensamientos más serios. Mi madre, dividida entre su amor a mi padre y la esperanza de que yo fuese inteligente, se mantenía en una indecisión que traducía en el silencio. Por último, mi abuelo, que adoraba el ejército (aun cuando sus obligaciones de guardia nacional hubieran sido la pesadilla de su edad madura), nunca veía desfilar un regimiento por delante de su verja, en Combray, que no se descubriese cuando pasaban el coronel y la bandera. Todo esto era suficiente para que la señora de Sazerat, que conocía a fondo la vida de desinterés y honorabilidad de mi padre y de mi abuelo, los considerase como secuaces de la injusticia. Se perdonan los crímenes individuales, pero no la participación en un crimen colectivo. Desde el punto en que supo que mi padre era antidreyfusista, puso entre ella y él continentes y siglos enteros. Así se explica que, a val distancia en el tiempo y en el espacio, su saludo le hubiera parecido imperceptible a mi padre y que ella no hubiese pensado en un apretón de manos y en unas palabras que no hubieran podido atravesar los mundos que los separaban.

Saint-Loup, que tenía que venir a París, me había prometido llevarme a casa de la señora de Villeparisis, donde yo esperaba, sin habérselo dicho, que encontraríamos a la señora de Guermantes. Roberto me pidió que almorzase en un restaurante con su querida, a la que llevaríamos luego a un ensayo de teatro. Debíamos ir a buscarla, por la mañana, a los alrededores de París, donde vivía.

Yo le había pedido a Saint-Loup que el restaurante donde almorzásemos (en la vida de los jóvenes nobles que se gastan el dinero, el restaurante desempeña un papel de tanta importancia como el de los cofres de telas en los cuentos árabes) fuese de preferencia aquel en que Amado me había anunciado que iba a entrar de
maître d’hôtel
mientras no empezaba la temporada de Balbec. Era un gran encanto para mí, que soñaba con tantos viajes y que tan pocos hacía, volver a ver a alguien que formaba parte, más aún que de mis recuerdos de Balbec, del mismo Balbec, que iba allí todos los años, que, cuando el cansancio o mis estudios me obligaban a quedarme en París, no por eso dejaba de contemplar durante los largos finales de las siestas de julio, esperando a que viniesen a cenar los clientes, el sol que descendía y se ponía en el mar a través de las cristaleras del amplio comedor, tras de las cuales, a la hora en que el sol se extinguía, las alas inmóviles de los barcos remotos y azuleantes parecían mariposas exóticas y nocturnas en una vitrina. Magnetizado también él por su contacto con el poderoso imán de Balbec, aquel
maître d’hôtel
se convertía a su vez en imán para mí. Esperaba yo, al hablar con él, estar ya en comunicación con Balbec, haber realizado, sin moverme del mismo sitio, un poco del encanto del viaje.

Salí desde por la mañana de casa, donde dejé a Francisca gimiendo porque el novio lacayo no había podido, una vez más, la víspera de noche ir a ver a su prometida. Francisca se lo había encontrado deshecho en lágrimas; había estado a punto de ir a darle de bofetadas al portero, pero se había contenido porque tenía apego a su colocación.

Antes de llegar a casa de Saint-Loup, que debía esperarme delante de su puerta, me encontré a Legrandin, a quien habíamos perdido de vista desde Combray y que, completamente cano ahora, había conservado su aspecto juvenil y candoroso. Se detuvo.

—¡Hola —me dijo—, elegante! ¡Y encima, de levita! Ahí tiene usted una librea a que no se avendría mi independencia. Verdad es que usted debe de ser un hombre de mundo, que tiene que hacer visitas. Para ir a divagar como yo lo hago ante alguna tumba medio en ruinas, mi chalina y mi chaqueta no están fuera de lugar. Ya sabe usted que aprecio la hermosa calidad de su alma; con esto quiero decirle cuánto siento que vaya a renegar de ella entre los gentiles. Al ser capaz de permanecer un instante en la atmósfera nauseabunda, para mí irrespirable, de los salones, lanza usted contra su propio porvenir la sentencia, la condenación del Profeta. Desde aquí veo que se trata usted con los
corazones ligeros,
que frecuenta la sociedad de los castillos; ése es el vicio de la burguesía contemporánea. ¡Ah, los aristócratas! ¡Cuánta culpa ha tenido el Terror en no cortarles el pescuezo a todos ellos! No son más que unos siniestros juerguistas, cuando no simplemente unos tétricos idiotas. ¡En fin, pobre hijo mío, si eso le divierte! Mientras usted va a un
five o'clock
cualquiera, su viejo amigo será más dichoso que usted, porque, solo en un arrabal, contemplará cómo sube por el cielo violeta la luna rosa. La verdad es que apenas pertenezco ya a esta Tierra en que me siento tan expatriado; hace falta toda la fuerza de la ley de la gravitación para mantenerme en ella y que no me evada a otra esfera. Yo soy de otro planeta. Adiós, no tome usted a mala parte la rancia franqueza del aldeano del Vivona que ha seguido siendo al mismo tiempo el aldeano del Danubio. Para demostrarle que hago caso de usted, voy a mandarle mi última novela. Pero no le ha de gustar; no es bastante delicuescente, bastante fin de siglo para usted; es una cosa demasiado franca, demasiado honrada; usted necesita cosas de Bergotte, usted mismo lo ha confesado, golosinas manidas para paladares estragados de refinados catadores. En el grupo de usted deben de considerarme como una antigualla; cometo el error de poner el corazón en lo que escribo, eso ya no se lleva, y, además, la vida del pueblo no es bastante distinguida para interesar a sus
esnobinetas.
Bueno, procure usted recordar las palabras de Cristo: «Haced esto y viviréis». Adiós, amigo mío.

No me separé de Legrandin poseído de demasiado mal humor contra él. Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones; tendido en medio de los campos sembrados de botones de oro en que se amontonaban las ruinas feudales, el puentecillo de madera nos unía a Legrandin y a mí como a las dos márgenes del Vivona.

Después de haber dejado París, donde, a pesar de la primavera que apuntaba ya, los árboles del bulevar estaban apenas provistos de sus primeras hojas, cuando el tren de circunvalación nos dejó a Saint-Loup y a mí en el pueblecito de los arrabales en que vivía su querida, fue cosa de pasmo ver cada jardinillo empavesado por los inmensos altares blancos de los árboles frutales en flor. Era como una de esas singulares fiestas poéticas, efímeras y locales que viene uno de muy lejos a contemplar en épocas fijas, con la diferencia de que ésta era la naturaleza quien la daba. Las flores de los cerezos están tan pegadas a las ramas como una envoltura blanca que de lejos, por entre los árboles que casi no estaban aún florecidos ni cubiertos de hoja, hubiera podido creerse, en aquel día de sol tan frío aún, que era la nieve, derretida en otros sitios, que había quedado sin deshacerse al pie de los arbolillos. Pero los altos perales envolvían cada casa, cada patio modesto en una blancura más vasta, más deslumbradora, como si todas las viviendas, todos los cercados del pueblo estuviesen a punto de hacer en la misma fecha su primera comunión.

Estos pueblecitos de los alrededores de París conservan todavía a sus puertas parques de los siglos XVII y XVIII, que fueron las
locuras
de los intendentes y de las favoritas. Un horticultor había utilizado uno de ellos, situado al pie mismo de la carretera, para el cultivo de árboles frutales (o acaso habría conservado simplemente el trazado de un inmenso jardín de aquel tiempo). Plantados a tresbolillo, estos perales, más espaciados, menos precoces que los que yo había visto, formaban grandes cuadriláteros —separados por muros bajos— de flores blancas, en cada uno de cuyos lados iba a pintarse diferentemente la luz, tanto que todas aquellas alcobas sin techo y al aire libre tenían la traza de ser las del Palacio del Sol, tal como hubieran podido descubrirse en alguna Creta, y hacían pensar también en los compartimientos de un depósito o en ciertas parcelas de mar que el hombre subdivide para algún género de pesca o de ostricultura, cuando se veía la luz ir desde las ramas, según la exposición, a jugar en las espalderas como sobre las aguas primaverales y hacer romperse acá y allá, centelleando por entre el enrejado de celosía y lleno de azul de la enramada, la albeante espuma de una flor soleada y vaporosa.

Era un pueblecito antiguo, con su vetusta alcaldía retostada y dorada, ante la cual, a guisa de palos de cucaña y de oriflamas, tres grandes perales estaban, como para una fiesta cívica y local, galanamente empavesados de raso blanco. Nunca me habló Roberto más tiernamente de su amiga que durante este trayecto.

Sólo ella tenía raíces en su corazón; el porvenir que esperaba a Roberto en el ejército, su situación mundana, su familia, nada de eso le era indiferente, por supuesto, pero todo ello no pesaba nada en comparación de las menores cosas que concernían a su querida. Era la única cosa que tuviese para él prestigio, un prestigio infinitamente mayor que el de los Guermantes y el de todos los reyes de la tierra juntos. No sé si se formulaba a sí mismo su convicción de que aquella mujer era de una esencia superior a todo, pero lo que sé es que no tenía consideración ni cuidado más que para lo que a ella se refería. Por ella era capaz de sufrir, de ser dichoso, acaso de matarse. Para él no había nada que fuese realmente interesante, apasionante, fuera de lo que quisiera, de lo que haría su amante, de lo que pasaba, discernible a lo sumo por expresiones fugitivas, en el angosto espacio de su rostro y bajo su frente privilegiada. Tan delicado para todo lo demás, hacía cara a la perspectiva de un matrimonio brillante sólo por poder seguir sosteniéndola, por conservarla. Si uno se hubiera preguntado en qué precio la estimaba, creo que jamás hubiera podido imaginarse un precio bastante subido. Si no se casaba con ella era porque un instinto práctico le hacía sentir que en el momento en que ella ya no tuviese nada que esperar de él le dejaría o, por lo menos, viviría a su antojo, y que tenía que tenerla sujeta con la espera del mañana. Porque Roberto suponía que tal vez no le quisiera ella. Claro está que la pasión genérica llamada amor debía obligarle —como hace con todos los hombres— a creer a ratos que su querida le amaba. Pero prácticamente sentía que ese amor que ella le tenía no era óbice para que si seguía con él fuese por su dinero, y que el día en que ya no tuviese que esperar nada más de él se apresuraría (víctima de las teorías de sus amigos literatos, y aun queriéndole, pensaba él) a dejarlo.

—Hoy voy a hacerle, como sea buena —me dijo— un regalo que le ha de gustar. Es un collar que he visto en casa de Boucheron. Un poco caro resultan para mí en estos momentos treinta mil francos. Pero mi pobre lobita no tiene tantos goces en su vida. Se va a poner la mar de contenta. Me había hablado de ello y me había dicho que conocía a alguien que acaso se lo diera. No creo que sea cierto, pero por si acaso me he entendido con Boucheron, que es el proveedor de mi familia, para que me lo reserve. Soy feliz sólo de pensar que vas a verla; de cara no es ninguna cosa extraordinaria, ¿sabes? (vi perfectamente que pensaba todo lo contrario y que lo decía tan sólo porque mi admiración fuese mayor), lo que tiene, sobre todo, es una inteligencia maravillosa; acaso no se atreva a hablar mucho delante de ti, pero me regodeo de antemano con lo que me va a decir de ti luego, porque, ¡si vieras!, dice unas cosas que pueden profundizarse hasta el infinito, realmente tiene algo de pítica.

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