El mundo de Guermantes (19 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Sin duda por ser hijo o nieto de emperador y no tener que mandar sino un escuadrón, las preocupaciones de su padre y de su abuelo no podían, faltas de objeto a que aplicarse, sobrevivir realmente en el pensamiento del señor de Borodino. Pero de igual suerte que el espíritu de un artista sigue modelando, muchos años después de haberse extinguido, la estatua que esculpió, así esas preocupaciones habían tomado cuerpo en él, se habían materializado, encarnado, y eran ellas lo que su rostro reflejaba. Con la vivacidad, en la voz, del primer emperador, dirigía un reproche a un cabo, como con la melancolía ensoñadora del segundo exhalaba la bocanada de humo de un cigarrillo. Cuando pasaba vestido de paisano por las calles de Doncières, cierto fulgor, en sus ojos, escapándose por bajo el ala del sombrero hongo, hacía relucir en torno al capitán un incógnito soberano; le temblaban cuando entraba en la oficina del sargento mayor, seguido del ayudante y del furriel como de Berthier y de Masséna. Cuando escogía una tela de pantalón para su escuadrón, clavaba en el cabo sastre una mirada capaz de chasquear a Talleyrand y de engañar a Alejandro; a veces, mientras pasaba revista de policía, deteníase, dejando que soñasen sus admirables ojos azules, se retorcía el bigote, parecía como que estuviese edificando una Prusia y una Italia nuevas. Pero inmediatamente, trocándose nuevamente de Napoleón III en Napoleón I, hacía notar que los equipos no estaban limpios y quería probar el rancho de la tropa. Y en su casa, en su vida privada, era para las mujeres de los oficiales burgueses (a condición de que éstos no fueran francmasones) para quienes hacía sacar no sólo una vajilla de Sèvres de un azul regio, digna de un embajador (regalada a su padre por Napoleón, y que parecía más preciosa aún en la casa provinciana en que vivía, encima del juego de mallo, como esas raras porcelanas que los turistas admiran con más gusto en el rústico armario de una vieja casa solariega dispuesta como una granja acreditada y próspera), sino también otros presentes del emperador: aquellos nobles y encantadores modales que hubieran encajado asimismo a maravilla en algún cargo de representación, si el ser
bien nacido
no hubiese equivalido para ciertos hombres a estar reducidos de por vida al más injusto de los ostracismos; ademanes familiares, bondad, gracia y, encerrando en un esmalte azul igualmente regio gloriosas imágenes, la reliquia misteriosa, clara y superviviente de la mirada. Y a propósito de las relaciones burguesas que tenía en Doncières el príncipe, hay algo que conviene decir. El teniente coronel tocaba admirablemente el piano; la mujer del médico jefe cantaba como si hubiese tenido un primer premio del Conservatorio. Esta última pareja, lo mismo que el teniente coronel y su mujer, cenaban una vez por semana en casa del señor de Borodino. Sentíanse lisonjeados, desde luego, ya que sabían que cuando el príncipe iba a París en uso de licencia, almorzaba en casa de la señora de Pourtalés, con los Murat, etc. Pero se decían: es un simple capitán, demasiada suerte tiene con que vengamos a su casa. Por lo demás, es un verdadero amigo para nosotros. Pero cuando el señor de Borodino, que desde hacía tiempo venía haciendo gestiones para acercarse a París, fue destinado a Beauvais y cambió de residencia, se olvidó completamente, también de los dos matrimonios músicos tanto como del teatro de Doncières y del pequeño restaurante de donde hacía traer a menudo su almuerzo, y, con gran indignación de ellos, ni el teniente coronel, ni el médico jefe, que con tanta frecuencia habían almorzado en su casa, volvieron a recibir en su vida noticias suyas.

Una mañana me confesó Saint-Loup que había escrito a mi abuela para darle noticias mías y sugerirle la idea de que, ya que funcionaba entre Doncières y París un servicio telefónico, hablase conmigo. En resumen, que aquel mismo día iba a hacerme llamar al aparato, y mi amigo me aconsejó que estuviese hacia las cuatro menos cuarto en Teléfonos. El teléfono todavía no era en aquella época de uso tan corriente como hoy. Y, sin embargo, la costumbre tarda tan poco en despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto, que, como no obtuviese comunicación inmediatamente, lo único que se me ocurrió fue que aquello era muy largo, muy incómodo, y casi tuve intenciones de presentar una reclamación. Como todos ahora, no encontraba suficientemente rápida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable maravilla a que bastan unos instantes para que aparezca a nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querríamos hablar y que, sin moverse de su mesa, en el pueblo en que habita (París, en el caso de mi abuela), bajo un cielo diferente del nuestro, con un tiempo que por fuerza no es el mismo, en medio de circunstancias y de preocupaciones que ignoramos y que ese ser va a decirnos, se encuentra súbitamente transportado a centenares de leguas (él y todo el ambiente en que permanece sumergido), cerca de nuestro oído, en el momento en que nuestro capricho lo ha ordenado. Y somos como el personaje del cuento a quien una hechicera, atendiendo al deseo que aquél ha formulado, hace aparecerse en una claridad sobrenatural a su abuela o su novia hojeando un libro, derramando lágrimas, cogiendo flores, muy cerca del espectador y, sin embargo, muy lejos, en el mismo paraje en que realmente se encuentra. Para que este milagro se efectúe no tenemos más que acercar nuestros labios a la tablilla mágica y llamar —con insistencia, demasiado excesiva a veces, convengo en ello— a las Vírgenes Vigilantes, cuya voz oímos todos los días sin conocer nunca su rostro, y que son nuestros Angeles de la Guarda en las tinieblas vertiginosas, cuyas puertas vigilan celosamente; a las Todopoderosas por cuya intercesión surgen a nuestro lado los ausentes sin que nos esté permitido verlos; a las Danaides de lo invisible que incesantemente vacían, colman, se transmiten las urnas de los sonidos; a las irónicas Furias que, en el momento en que susurramos una confidencia a una amiga, con la esperanza de que nadie nos oiga, nos gritan cruelmente: «¡Escucho!»; a las siervas perennemente irritadas del Misterio, sacerdotisas recelosas de lo Invisible —a las señoritas del teléfono.

Y tan pronto como nuestra llamada ha resonado en la noche llena de apariciones, a la cual sólo nuestros oídos se abren, un ligero ruido —un ruido abstracto, el de la distancia suprimida—, y la voz del ser querido se dirige a nosotros.

Es él, es su voz que nos habla, que está ahí. Pero ¡qué lejos está! ¡Cuántas veces no he podido menos de escucharla con angustia, como si ante esta imposibilidad de ver antes de largas horas de viaje a aquella cuya voz estaba tan cerca de mi oído sintiese mejor lo que hay de falaz en la apariencia de la más dulce aproximación y a qué distancia podemos estar de las personas queridas en el momento en que parece que no tendríamos más que alargar la mano para retenerlas! ¡Presencia real esta voz tan próxima, en la separación efectiva! ¡Pero, también, anticipaciones de una separación eterna! A menudo, escuchando así, sin ver a la que me hablaba de tan lejos, me ha parecido que aquella voz clamaba desde las profundidades de que no se vuelve a subir, y he conocido la ansiedad que habría de estrangularme un día, cuando una voz volviese así (sola, sin depender ya de un cuerpo que jamás había de volver a ver yo) a murmurar a mi oído palabras que hubiera querido besar a su paso por unos labios para siempre reducidos a polvo.

Aquel día, por desgracia, en Doncières, el milagro no se efectuó. Cuando entré en la cabina, mi abuela había llamado ya; entré en la cabina, la línea estaba tomada, charlaba alguien que sin duda no sabía que no había nadie que le respondiese cuando yo acerqué a mí el receptor, y el trozo de madera se puso a hablar como Polichinela; le hice callar, lo mismo que en el guiñol, volviendo a ponerlo en su sitio, pero, como Polichinela, desde el punto en que lo acercaba de nuevo a mí reanudaba su cháchara. Acabé, en último extremo, colgando definitivamente el receptor, para ahogar las convulsiones de aquel tarugo sonoro que estuvo picoteando hasta el último segundo, y me fui en busca del empleado, que me dijo que esperase un instante; después hablé, y al cabo de unos instantes de silencio, súbitamente, oí aquella voz que sin razón creía conocer tan bien, porque hasta entonces, cada vez que mi abuela había hablado conmigo, yo había seguido siempre lo que ella me decía en la partitura abierta de su rostro en que los ojos entraban por mucho, mientras que su voz, propiamente, la escuchaba hoy por vez primera. Y como esa voz se me aparecía en sus proporciones desde el instante en que era un todo, y me llegaba de esta suerte sola, sin el acompañamiento de los rasgos del rostro, descubrí hasta qué punto era dulce; acaso, por lo demás, no lo había sido nunca en tal grado, porque mi abuela, al sentirme lejos y desgraciado, creía poder abandonarse a la efusión de una ternura que, por principios de educación, contenía y celaba de ordinario. Era dulce, pero también qué triste, en primer lugar por su dulzura misma, decantada casi, como muy pocas voces humanas han debido estarlo nunca, de toda dureza, de todo elemento de resistencia a los demás, de todo egoísmo; frágil a fuerza de delicadeza, parecía en todo momento pronta a quebrarse, a expirar en un puro raudal de lágrimas; además, al verla cerca de mí, sola, sin la máscara del rostro, noté en ella, por vez primera, las penas que la habían agrietado en el curso de la vida.

Por otra parte, ¿era únicamente la voz quien, por estar sola, me daba esta nueva impresión que me desgarraba? No, sino más bien que este aislamiento de la voz era como un símbolo, una evocación, un efecto directo de otro aislamiento, el de mi abuela, por primera vez separada de mí. Las órdenes o prohibiciones que me dirigía a cada paso en la vida ordinaria, el fastidio de la obediencia o la fiebre de la rebelión que neutralizaban la ternura que hacia ella sentía yo, eran suprimidas en este momento e inclusive podían serlo para lo porvenir (puesto que mi abuela ya no exigía el tenerme cerca de sí, bajo su ley, me estaba diciendo su esperanza de que me quedase definitivamente en Doncières, o que, en todo caso, prolongase mi estancia todo el tiempo posible, con lo que muy bien pudieran salir ganando mi salud y mi trabajo); así, lo que tenía bajo la campanilla aproximada a mi oreja era, descargada de las presiones opuestas que día a día la habían contrapesado, y desde ese punto irresistible, agitando todo mi ser, nuestra mutua ternura. Al decirme mi abuela que me quedase, me infundió una necesidad ansiosa y loca de regresar. La libertad que desde ese momento me dejaba y en la que jamás había atisbado yo que pudiese consentir, me pareció de pronto tan triste como pudiera serlo mi libertad después de la muerte de ella (cuando la querría aún y ella hubiese renunciado para siempre a mí). Grité: «¡Abuela, abuela!», y hubiera querido abrazarla; pero no tenía a mi lado sino aquella voz, fantasma tan impalpable como el que volvería acaso a visitarme cuando mi abuela estuviese muerta. «Háblame»; pero entonces ocurrió que, dejándome más solo aún, cesé súbitamente de percibir aquella voz. Mi abuela ya no me oía, ya no estaba en comunicación conmigo, habíamos cesado de estar el uno frente al otro, de ser audibles el uno para el otro, yo seguía interpelándola a tientas en la noche, sintiendo que también debían de extraviarse las llamadas de ella. Latía con la misma angustia que muy atrás, en el pasado, había sentido en otro tiempo, un día que, de chico, la había perdido entre la multitud, angustia no tanto de no volver a encontrarla como de sentir que me buscaba, de sentir que se decía que yo la buscaba; angustia bastante parecida a la que habría de sentir el día en que habla uno a los que ya no pueden responder con tanta ansia y a los que quisiéramos hacer oír por lo menos todo lo que no les hemos dicho, y la seguridad de que no sufrimos. Me parecía que era ya una sombra querida la que acababa de dejar perderse entre las sombras, y, solo ante el aparato, seguía repitiendo en vano: «Abuela, abuela», como Orfeo, al quedarse solo, repite el nombre de la muerta. Me decidí a abandonar la oficina del teléfono e ir en busca de Roberto a su fonda para decirle que, como quizá recibiese un aviso que me obligaría a volver a casa, quisiera saber por si acaso el horario de los trenes. Y, sin embargo, antes de tomar esta resolución, hubiera querido por última vez invocar a las Hijas de la Noche, a las Mensajeras de la palabra, a las divinidades sin rostro; pero las caprichosas Guardianas no habían querido abrir las puertas maravillosas, o sin duda no pudieron hacerlo; en vano invocaron infatigablemente, conforme a su costumbre, al venerable inventor de la imprenta y al joven príncipe aficionado a la pintura impresionista y al automóvil (que era sobrino del capitán de Borodino): Gutenberg y Wagram dejaron sin respuesta sus súplicas, y me marché, sintiendo que lo Invisible solicitado permanecería sordo.

Al llegar al lado de Roberto y de sus amigos, no les confesé que mi corazón ya no estaba con ellos, que mi partida estaba ya irrevocablemente decidida. Roberto pareció creerme; pero después he sabido que desde el primer momento había comprendido que mi incertidumbre era simulada, y que a la mañana siguiente no me encontraría ya. Mientras sus amigos, dejando enfriar a su lado los platos, buscaban con él en la guía el tren que podía tomar yo para volver a París y se oían en la noche estrellada y fría los silbidos de las locomotoras, yo no sentía ya, desde luego, la misma paz que tantas noches me habían dado aquí la amistad de los unos, el paso lejano de las otras. No faltaban, empero, esta tarde, en otra forma, al mismo oficio. Mi partida me abrumó menos cuando ya no me vi obligado a pensar en ella yo solo, cuando sentí que en lo que estaba efectuándose se empleaba la actividad más normal y más sana de mis enérgicos amigos, los camaradas de Saint-Loup, y de aquellos otros seres fuertes, los trenes, cuyo ir y venir, mañana y noche, de Doncières a París, desmoronaba retrospectivamente lo que de excesivamente compacto e insostenible había en mi largo aislamiento respecto de mi abuela, en posibilidades cotidianas de retorno.

—No dudo de la verdad de tus palabras y de que no pienses en marcharte aún —me dijo riendo Saint-Loup—, pero haz como si te fueses y ven a decirme adiós mañana por la mañana temprano, porque si no corro el riesgo de no volverte a ver; almuerzo precisamente en la ciudad, me ha dado autorización el capitán; tengo que estar de vuelta a las dos en el cuartel, porque salimos de marcha para todo el día. Seguramente el señor en cuya casa almuerzo, a tres kilómetros de aquí, me traerá a tiempo para estar en el cuartel a las dos.

Apenas dijo estas palabras cuando vinieron a buscarme de mi hotel; habían llamado de Teléfonos. Corrí a la oficina, porque iban a cerrar. La palabra
interurbano
reaparecía incesantemente en las respuestas que me daban los empleados. Yo estaba en el colmo de la ansiedad porque quien me llamaba era mi abuela. Iban a cerrar la oficina. Por fin obtuve comunicación: «¿Eres tú, abuela?». Una voz de mujer, con acento inglés muy marcado, me respondió: «Sí, pero no reconozco su voz». Tampoco yo reconocía la voz que me hablaba; además, mi abuela no me llamaba nunca de usted. Por fin se explicó todo. El joven a quien había llamado al teléfono su abuela llevaba un nombre casi idéntico al mío y vivía en un anejo del hotel. Al llamarme el mismo día en que había querido telefonear a mi abuela, yo no había dudado ni un instante que fuese ella quien preguntase por mí. Así que en la oficina de teléfonos y en el hotel acababan de cometer un doble error por una simple coincidencia.

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