El mundo de Guermantes (17 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

—Tiene razón Saint-Loup, y es probable que el próximo
Servicio de campaña
presente la huella de esa evolución —dijo mi vecino.

—No me desagrada tu aprobación, porque tus opiniones parece que hacen más impresión que las mías en mi amigo —dijo, riendo, Saint-Loup, bien porque esta simpatía naciente entre su camarada y yo le irritase un tanto, bien porque le pareciese delicado consagrarla reconociéndola tan oficialmente—. Y, por otra parte, acaso he disminuido la importancia de las ordenanzas. Verdad es que cambian. Pero mientras no son alteradas, dirigen la situación militar, los planes de campaña y de concentración. Si reflejan una falsa concepción estratégica, pueden ser el principio inicial de la derrota. Todo esto es un poco técnico para ti —me dijo—. En el fondo, di que lo que más precipita la evolución del arte de la guerra son las mismas guerras. En el curso de una campaña, si es un poco larga, se ve cómo cada beligerante aprovecha las lecciones que le dan los triunfos y las equivocaciones del adversario, y cómo perfecciona los métodos de éste, que a su vez, compite con él en el mismo juego. Pero esto pertenece al pasado. Con los tremendos progresos de la artillería, las guerras futuras, si es que llega a haberlas aún, serán tan cortas que, antes de que se haya podido pensar en sacar partido de la lección, se habrá hecho la paz.

—No seas tan susceptible —le dije a Saint-Loup, respondiendo a lo que había dicho antes de estas últimas palabras—. ¡Con bastante avidez te he estado escuchando!

—Si consientes en no volver a amoscarte, y me lo permites —terció el amigo de Saint-Loup—, añadiré a lo que acabas de decir que si las batallas se imitan y superponen no es sólo por el talento del jefe. Puede ocurrir que un error del jefe (por ejemplo, su apreciación insuficiente del valor del adversario) le lleve a exigir de sus tropas sacrificios exagerados, sacrificios que ciertas unidades llevarán a cabo con una abnegación tan sublime que su papel será, por ello, análogo al de tal otra unidad en tal otra batalla, y ambas serán citadas en la historia como ejemplos intercambiables: para atenernos a 1870, la Guardia prusiana en Saint-Privat; los
turcos
en Froeschviller y en Wissembourg.

—¡Oh! ¡Intercambiables! ¡Exactísimo! ¡Excelente! ¡Qué inteligente eres! —dijo Saint-Loup.

Estos últimos ejemplos, como me ocurría cuantas veces alguien me mostraba lo general bajo lo particular, no me dejaban indiferente. Pero, así y todo, lo que me interesaba era el genio del jefe; hubiera querido darme cuenta de en qué consistía, de cómo, en una circunstancia dada en que un jefe falto de genio no podría resistir al adversario, se las arreglaría el jefe genial para restablecer la batalla comprometida, cosa que, al decir de Saint-Loup, era muy posible y había sido realizada numerosas veces por Napoleón. Y para comprender lo que era el valor militar, solicitaba comparaciones entre aquellos generales cuyos nombres me eran conocidos, cuál poseía en mayor medida naturaleza de jefe, dotes de táctico, con riesgo de aburrir a mis nuevos amigos, que por lo menos no lo dejaban ver y me respondían con infatigable bondad.

Me sentía separado, no sólo de la vasta noche glacial que se extendía a lo lejos, y en la que oíamos de cuando en cuando el pitido de un tren, que no hacía más que intensificar el placer de estar allí, o las campanadas de una hora que afortunadamente estaba lejos aún de aquella en que estos jóvenes tendrían que coger de nuevo sus sables y volverse a casa, sino también de todas las preocupaciones externas, casi del recuerdo de la señora de Guermantes, gracias a la bondad de Saint-Loup, a la que la de sus amigos, que se añadía a ella, daba como más espesor; gracias al calor, también, de esta reducida habitación donde comíamos, al sabor de los exquisitos platos que en ella nos servían, y que daban tanto gusto a mi imaginación como a mi gula; a veces, la parcela de naturaleza de que habían sido extraídos, rugosa pila de agua bendita de la ostra en que quedan algunas gotas de agua salada, o sarmiento nudoso, pámpanos amarillentos de un racimo de uva, los rodeaba aún, incomestible, poética y remota como un paisaje, haciendo que se sucediesen en el curso del almuerzo las evocaciones de una siesta bajo una viña y de un paseo por mar; otras noches era el cocinero tan sólo quien ponía de relieve esta particularidad original de los manjares, que presentaba en su cuadro natural como una obra de arte, y nos traían un pescado cocido en media salsa en una besuguera de barro, en la que, como se destacaba en relieve sobre puñados de hierbas azuladas, infrangible, pero retorcido aún de haber sido arrojado con vida al agua hirviendo, rodeado de un círculo de animalillos satélites, cangrejos, quisquillas y almejas, era como si apareciese en una cerámica de Bernardo Palissy.

—Tengo celos, estoy furioso —me dijo Saint-Loup, medio en broma, medio en serio, haciendo alusión a las interminables conversaciones que yo sostenía aparte con su amigo—. ¿Lo encuentra usted más inteligente que yo? ¿Lo prefiere a mí? Vamos, ¿es que ya nadie más que él existe para usted? —Los hombres que quieren desaforadamente a una mujer, que viven en una sociedad de mujeriegos, se permiten bromas a que no se atreverían otros que verían en ellas menos inocencia.

En cuanto la conversación se generalizaba, evitábase hablar de Dreyfus, por temor de molestar a Saint-Loup. Sin embargo, una semana más tarde, dos de sus camaradas hicieron notar lo curioso que era que, viviendo en un ambiente tan militar, fuese hasta tal punto dreyfusista, antimilitarista casi.

—Es —dije yo, sin querer entrar en detalles— que la influencia del medio no tiene la influencia que se cree…

En realidad, contaba con detenerme en este punto y no repetir las reflexiones que días antes había expuesto a Saint-Loup. Sin embargo, como estas palabras, por lo menos, se las había dicho casi textualmente, iba a disculparme diciendo: «Eso es, precisamente, lo que el otro día…». Pero no había contado con el reverso que tenía la delicada admiración de Roberto respecto a mí y a algunas otras personas. Esta admiración se completaba con una tan completa admiración por sus ideas, que al cabo de cuarenta y ocho horas se había olvidado de que esas ideas no eran de él. Así, en lo que concernía a mi modesta tesis, Saint-Loup, absolutamente como si ésta hubiese habitado siempre su cerebro y yo no hiciera otra cosa que cazar en su coto, se creyó en el deber de darme calurosamente la bienvenida y aprobar:

—¡Pues claro que sí! El medio no tiene importancia.

Y con la misma fuerza que si tuviese miedo de que yo le interrumpiera o de que no le comprendiese:

—¡La verdadera influencia es la del medio intelectual! ¡Cada cual es el hombre de su idea!

Detúvose un instante, con la sonrisa del que ha digerido bien, dejó caer su monóculo, y clavando en mí su mirada como una barrena:

—Todos los hombres de la misma idea son semejantes —me dijo, con expresión de desafío.

Sin duda no conservaba ningún recuerdo de que yo le había dicho días antes lo que él, en desquite, había recordado tan bien. No llegaba yo todos los días a la fonda de Saint-Loup en la misma disposición de ánimo. Si un recuerdo, una pena que tenemos, son capaces de abandonarnos hasta el punto de que ya no los distingamos, también vuelven y, durante mucho tiempo, a veces, no nos dejan. Había tardes en que, al atravesar la ciudad para ir hacia la fonda, hasta tal punto echaba de menos a la señora de Guermantes que me costaba trabajo respirar: hubiérase dicho que una parte de mi pecho había sido seccionada por un hábil anatómico, que me la hubiesen quitado y sustituido con una parte igual de sufrimiento inmaterial, un equivalente de nostalgia y de amor. Y de nada sirve que los puntos de sutura hayan sido bien dados; se vive con bastante trabajo cuando la añoranza de un ser viene a sustituir a las visceras, parece como que ocupa más espacio que éstas, la siente uno perpetuamente, y luego, qué ambigüedad la de verse obligado a
pensar
una parte de su propio cuerpo. Unicamente parece que valga uno más. A la menor brisa se suspira de opresión, pero también de languidez. Miraba yo al cielo. Si estaba claro, me decía: «Acaso esté en el campo y contemple las mismas estrellas»; y quién sabe si cuando llegue a la fonda no me dirá Roberto: «¡Una buena noticia! Acaba de escribirme mi tía, quisiera verte, va a venir aquí». No sólo en el firmamento ponía yo el pensamiento de la señora de Guermantes. Un soplo de aire un poco suave que pasaba parecía traerme un mensaje suyo, como en otro tiempo me lo traía de Gilberta, en los trigales de Méséglise: no cambiamos, hacemos entrar en el sentimiento que referimos a un ser muchos elementos adormecidos que ese ser despierta, pero que le son extraños. Y luego hay algo en nosotros que se esfuerza en reducir esos sentimientos particulares a una mayor verdad; es decir, a hacer que se adhieran a un sentimiento más general, común a toda la humanidad, con los que los individuos y los trabajos que nos dan son para nosotros no más que ocasión de comunicarnos. Lo que mezclaba algún placer a mi pena es que yo sabía que ésta era una parcela del amor universal. Sin duda que, porque creyese reconocer tristezas que había sufrido por Gilberta, o cuando, a la noche, en Combray, mamá no se quedaba en mi alcoba, así como también el recuerdo de ciertas páginas de Bergotte en el sufrimiento que sentía y al cual la señora de Guermantes, su frialdad, su ausencia, no estaban unidas claramente como la causa y el efecto en el espíritu de un sabio, no deducía yo que la señora de Guermantes no fuese esa causa. ¿No hay dolores físicos difusos que se extienden por irradiación a regiones exteriores a la parte enferma, pero que abandonan esas regiones para disiparse por completo si un práctico toca en el punto preciso de donde esos dolores vienen? Y, sin embargo, antes de eso, su extensión les daba para nosotros tal carácter de vaguedad, de fatalidad, que, impotentes para explicarlos, para localizarlos siquiera, creíamos imposible su curación. Mientras me dirigía a la fonda, me decía: «Hace catorce días que no he visto a la señora de Guermantes». Catorce días, cosa que sólo me parecía enorme a mí que, cuando se trataba de la señora de Guermantes, contaba por minutos. Para mí, no sólo ya las estrellas y la brisa, sino las divisiones aritméticas del tiempo cobraban un sentido doloroso y poético. Cada día era ahora como la movible cresta de una imprecisa colina: por una parte sentía yo que podía descender hasta el olvido; por la otra, me sentía arrebatado por la necesidad de volver a ver a la duquesa. Y tan pronto me hallaba más cerca de una vertiente como de la otra, falto de equilibrio estable. Un día me dije: «Quizá haya carta esta noche», y al llegar al almuerzo tuve valor para decir a Saint-Loup:

—¿Has tenido, por casualidad, noticias de París?

—Sí —me respondió con gesto avinagrado—; malas noticias.

Respiré al comprender que a quien afectaba la pena era exclusivamente a él, y que las noticias eran de su querida. Pero bien pronto vi que una de sus consecuencias iba a ser impedir a Roberto que me llevase en mucho tiempo a casa de su tía.

Me enteré de que había surgido una disputa entre él y su amante, ya fuese por correspondencia o porque ella hubiera venido a verle una mañana, entre dos trenes. Y las riñas, con ser menos graves, que hasta aquí habían tenido, parecía siempre que hubieran de ser insolubles. Porque ella se ponía de mal humor, pataleaba, lloraba por razones tan incomprensibles como los niños que se encierran en un cuarto a oscuras, no salen a comer, negándose a la menor explicación, y no hacen más que redoblar sus sollozos cuando, agotadas todas las razones, se les dan unos cachetes. Saint-Loup sufrió horriblemente con esa riña, pero ésta es una manera de decir demasiado simple, y falsea, por consiguiente, la idea que importa formarse de ese dolor. Cuando volvió a encontrarse a solas, sin tener ya que pensar en su querida, que se había ido llena del respeto que hacia él había sentido al verle tan enérgico, las ansiedades que había experimentado en las primeras horas cesaron ante lo irreparable, y el final de una ansiedad es una cosa tan dulce, que la ruptura, un vez cierta, adquirió para él un poco del mismo género de encanto que hubiera tenido una reconciliación. Así, de lo que empezó a sufrir algo más tarde fue de un dolor, de un accidente secundario, cuyo flujo le llegaba incesantemente de sí mismo, ante la idea de que tal vez ella hubiera querido de buena gana volver a arreglarse, que no era imposible que esperase una palabra suya, que mientras tanto, por vengarse, acaso hiciese en tal sitio tal cosa, y que no tendría más que telegrafiarle que llegaba para que ya no tuviese lugar de hacerla, que otros aprovechaban quizá el tiempo que él dejaba perder y que dentro de algunos momentos sería demasiado tarde para recuperarla, porque ya no estaría libre. Nada sabía de todas estas posibilidades; su amante guardaba un silencio que acabó por enloquecer su dolor hasta moverle a preguntarse si no estaría escondida en Doncières o si se habría ido a las Indias.

Se ha dicho que el silencio es una fuerza; en otro sentido lo es, terrible, cuando está a disposición de aquellos que son amados. Acrece la ansiedad del que espera. Nada nos incita tanto a aproximarnos a un ser como lo que de él nos separa, y ¿qué muro más infranqueable que el silencio? Se ha dicho también que el silencio era un suplicio capaz de volver loco a quien estaba condenado a él en prisiones. Pero ¡qué suplicio, mayor aún que el de guardar silencio, el de soportarlo de parte de aquel a quien se quiere! Roberto se decía: «Pero ¿qué hace, que calla así? Sin duda me engaña con otros». Se decía asimismo: «¿Qué he hecho yo para que calle así? Tal vez me odie, y para siempre». Y se acusaba. Así, el silencio le volvía loco, en efecto, de celos y de remordimiento. Por otra parte, este silencio, más cruel que el de las cárceles, es a su vez una cárcel. Es un tabique inmaterial, sin duda, pero impenetrable, capa interpuesta de atmósfera vacía, pero que no pueden atravesar los rayos visuales del abandonado. ¿Hay luz más terrible que la del silencio, que no nos muestra una ausente, sino mil, y cada una de ellas entregándose a alguna otra traición? Roberto, a veces, en un brusco descanso, creía que este silencio iba a cesar al momento, que la carta esperada iba a llegar. La veía, llegaba, espiaba cada ruido, desaparecía ya su ansia, murmuraba: «¡La carta! ¡La carta!». Después de haber entrevisto así un imaginario oasis de ternura, volvía a encontrarse pataleando en el desierto real del silencio sin fin.

Sufría de antemano, sin olvidar uno, todos los dolores de una ruptura que en otros momentos creía poder evitar, como esas personas que arreglan sus asuntos con miras a una expatriación que no habrá de realizarse, y cuyo pensamiento, que ya no sabe dónde habrá de situarse al siguiente día, se agita momentáneamente, desgarrado de sus cuidados, semejante al corazón que se arranca a un enfermo y que sigue latiendo separado del resto del cuerpo. De todas formas, la esperanza de que su querida volvería le daba ánimos para perseverar en la ruptura, como la creencia de que se podrá volver con vida del combate ayuda a afrontar la muerte. Y como la costumbre es, de todas las plantas humanas, la que menos necesita de suelo nutricio para vivir y la primera que surge sobre la roca en apariencia más desolada, tal vez fingiendo primero la ruptura hubiera acabado por acostumbrarse sinceramente a ella. Pero la incertidumbre le tenía en un estado que, unido al recuerdo de aquella mujer, se parecía al amor. Se obligaba, mientras tanto, a no escribirla, pensando acaso que era menos cruel el tormento de vivir sin su querida que el de vivir con ella en ciertas condiciones, o que, dada la forma en que se habían separado, era necesario esperar sus excusas para que ella conservase lo que él creía que sentía hacia él: si no amor, por lo menos estimación y respeto. Contentábase con ir al teléfono que acababan de instalar en Doncières y pedir noticias o dar instrucciones a una doncella que había puesto al lado de su amiga. Estas comunicaciones eran, por otra parte, complicadas, ya que, siguiendo las opiniones de sus amigos literarios tocante a la fealdad de la capital, aunque, sobre todo, en consideración a sus bichos, a sus perros, a su mono, a sus canarios y a su loro, cuyos incesantes gritos había cesado de tolerar su casero de París, la querida de Roberto acababa de alquilar un hotelito en los alrededores de Versalles. Mientras tanto él, en Doncières, ya no dormía ni un instante por la noche. Una vez, en mi cuarto, vencido de la fatiga, se quedó medio traspuesto. Pero de repente empezó a hablar, quería correr, impedir algo; decía: «Lo oigo, usted no…, usted no…». Se despertó. Me dijo que acababa de soñar que estaba en el campo, en casa del sargento mayor de caballería. Este había tratado de alejarle de cierta parte de la casa. Saint-Loup había adivinado que el sargento tenía alojado un teniente muy rico y muy vicioso, del cual sabía que deseaba mucho a su amiga. Y de pronto había oído distintamente los quejidos intermitentes y regulares que tenía costumbre de lanzar ella en los instantes de goce. Había querido obligar al sargento a que le llevase a la habitación. Y éste le sujetaba para impedir que fuese a la alcoba, mientras dejaba traslucir cierta expresión molesta ante tanta indiscreción, que Roberto decía que jamás podría olvidarlo.

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