Mi impresión, a decir verdad, más agradable que la de otro tiempo, no era diferente de la de entonces. Sólo que ya no la cotejaba con una idea previa, abstracta y falsa del genio dramático y comprendía que el genio dramático era justamente eso. Pensé, de repente, que si no había sentido placer la primera vez que había oído a la Berma, es que, como en otro tiempo, cuando encontraba a Gilberta en los Campos Elíseos, llegaba a ella con un deseo demasiado grande. Entre las dos decepciones quizá no había sólo esta semejanza, sino también otra, más profunda. La impresión que nos causa una persona, una obra (o una interpretación) fuertemente caracterizadas es particular. Hemos aportado con nosotros las ideas de «belleza», «amplitud de estilo», «patético», que en rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro correcto, pero nuestro espíritu atento tiene ante sí la insistencia de una forma que no posee equivalente intelectual, cuya incógnita necesita despejar. Oye un sonido agudo, una entonación extrañamente interrogativa. Se pregunta: «¿Es hermoso lo que siento? ¿Es admiración? ¿Es esto la riqueza de colorido, la nobleza, el poderío?». Y lo que de nuevo le responde es una voz aguda, es un tono curiosamente interrogador, es la impresión despótica producida por un ser a quien no se conoce, completamente material, y en la que no queda ningún espacio vacío para la «amplitud de la interpretación», y a eso obedece que sean las obras verdaderamente bellas, si las oímos sinceramente, las que más deben decepcionarnos, porque en la colección de nuestras ideas no hay ninguna que responda a una impresión individual.
Esto era precisamente lo que me demostraba el juego de la Berma. Aquello era realmente la nobleza, la inteligencia de la dicción. Ahora me daba yo cuenta de los méritos de una interpretación amplia, poética, vigorosa, o más bien era aquello a lo que se ha convenido en otorgar esos títulos, pero del mismo modo que se da el nombre de Marte, de Venus, de Saturno a estrellas que no tienen nada de mitológico. Sentimos en un mundo; pensamos, denominamos en otro; podemos establecer entre ambos una concordancia, pero no colmar el intervalo que los separa. Es muy poco ese intervalo, esa falla, que tenía yo que cruzar cuando, el primer día que había ido a ver trabajar a la Berma, habiéndola escuchado con todos mis oídos, me había costado algún trabajo volver a reunir mis ideas de «nobleza de interpretación», de «originalidad», y no había estallado en aplausos hasta después de un momento de vacío y como si naciesen no de mi misma impresión, sino como si los refiriese a mis ideas previas, al deleite que sentía al decirme: «Por fin oigo a la Berma». Y la diferencia que hay entre una persona, una obra fuertemente individual y la idea de belleza, existe también, igualmente grande, entre lo que esa persona o esa otra nos hacen sentir y las ideas de amor, de admiración. Así no se las reconoce. Yo no había sentido placer al oír a la Berma (como tampoco lo sentía al ver a Gilberta). Me había dicho: «Luego es que no la admiro». Mas, con todo, sólo pensaba entonces en profundizar en el juego de la Berma; nada más que de eso estaba preocupado, trataba de abrir mi pensamiento lo más ampliamente posible para recibir todo lo que contenía. Ahora comprendía que era justamente eso: admirar.
Ese genio de que la interpretación de la Berma era solamente la revelación, ¿era realmente tan sólo el genio de Racine?
Lo creí al pronto. Había de salir de mi engaño una vez acabado el acto de
Fedra,
después de las llamadas del público, durante las cuales la antigua actriz, rabiosa, irguiendo su talla minúscula, sesgando el cuerpo, inmovilizó los músculos de su rostro y puso los brazos en cruz sobre el pecho para demostrar que ella no se mezclaba a los aplausos de los demás y hacer más evidente una protesta que juzgaba sensacional, pero que pasó inadvertida. La obra siguiente era una de las novedades que en otro tiempo se me antojaba, por su falta de celebridad, que tenían que parecer por fuerza endebles, extrañas, desprovistas como estaban de existencia fuera de la representación que de ellas se daba Pero no tenía, como con una obra clásica, la decepción de ver que la eternidad de una obra maestra no poseía más extensión que la del escenario ni más duración que la de una representación que la desempeñaba tan bien como una oración de circunstancias. Además, a cada tirada que sentía yo que gustaba al público y que un día habría de ser famosa, a falta de la celebridad que no había podido tener en el pasado le añadía la que habría de tener en el porvenir, por un esfuerzo de espíritu inverso del que consiste en representarse las obras maestras en el tiempo de su inconsistente aparición, cuando su título, que hasta ese punto no se había oído aún, no parecía que hubiera de ser incluido un día, confundido en una misma luz, emparejado con los títulos de las demás obras del autor. Y este papel sería puesto un día en la lista de los más hermosos suyos, al lado del de
Fedra.
No porque en sí mismo no estuviese desnudo de todo valor literario, pero es que la Berma estaba en él tan sublime como en
Fedra.
Entonces comprendí que la obra del escritor no era para la trágica más que una materia, punto menos que indiferente en sí misma, para la creación de su obra maestra de interpretación, como el gran pintor que yo había conocido en Balbec, Elstir, había encontrado el motivo de dos cuadros de parejo mérito en un edificio escolar sin carácter y en una catedral que es por sí misma una obra maestra. Y así como el pintor disuelve casa, carreta, personajes, en algún gran efecto de luz que los hace homogéneos, la Berma extendía vastos paños de terror, de ternura, sobre las palabras fundidas por igual, allanadas todas o todas realzadas, a una, y que una artista mediocre hubiera recortado una tras otra. Sin duda, cada una de ellas tenía su inflexión propia, y la dicción de la Berma no impedía que se distinguiese el verso. ¿No es ya un primer elemento de complejidad ordenada, es decir, de belleza, cuando, al oír una rima, es decir, algo que es a la vez semejante y distinto respecto de la rima precedente, que es producido por ésta, pero que introduce en ella la variación de una idea nueva, se sienten dos sistemas que se superponen: uno de pensamiento, otro de métrica? Pero la Berma, sin embargo, hacía entrar las palabras, hasta los versos, inclusive las «tiradas», en conjuntos más vastos, en cuya frontera era un hechizo verlos obligados a detenerse, a interrumpirse; así un poeta se deleita en hacer vacilar por un instante, en la rima, la palabra que va a lanzarse, y un músico en confundir las palabras diversas del libreto en un mismo ritmo que las contraría y las arrastra. Tanto en las frases del dramaturgo moderno como en los versos de Racine, la Berma sabía introducir esas vastas imágenes de dolor, de nobleza, de pasión, que eran obras maestras suyas, y en las que se la reconocía como en retratos que ha pintado con modelos diferentes se reconoce a un pintor.
Yo no hubiera deseado ya, como en otro tiempo, poder inmovilizar las actitudes de la Berma, el hermoso efecto de color que daba sólo por un instante en una iluminación inmediatamente desvanecida y que no se reproducía, ni hacerle repetir cien veces un verso. Comprendía que mi deseo de antaño era más exigente que la voluntad del poeta, de la trágica, del gran artista decorador que era su director de escena, y que aquel hechizo esparcido a vuelo sobre un verso, aquellos inestables ademanes perpetuamente transformados, aquellos cuadros sucesivos, eran el resultado fugitivo, el fin momentáneo, la móvil obra maestra que el arte teatral se proponía, y que destruiría, al querer fijarla, la atención de un oyente demasiado apasionado. Ni siquiera me interesaba ir otro día a oír de nuevo a la Berma; estaba satisfecho de ella; cuando admiraba demasiado para que no me defraudase el objeto de mi admiración, fuese ese objeto Gilberta o la Berma, era cuando pedía de antemano a la impresión del día siguiente el placer que me había negado la impresión de la víspera. Sin tratar de profundizar en el goce que acababa de sentir y del que acaso hubiera podido hacer un uso más fecundo, me decía como antaño cierto compañero mío de colegio: «Verdaderamente es la Berma a quien pongo la primera», aun sintiendo confusamente que el genio de la Berma no era acaso traducido muy exactamente por esta afirmación de mi preferencia y por ese puesto de «primera» otorgado, cualquiera que fuese, por lo demás, la tranquilidad que me trajeran.
En el momento en que la segunda obra empezó volví la mirada hacia la platea de la señora de Guermantes. La princesa, con un movimiento engendrador de una deliciosa línea que mi espíritu perseguía en el vacío, acababa de volver la cabeza hacia el fondo de la platea; los invitados estaban de pie, vueltos también hacia el fondo, y entre la doble hilera que formaban, con su aplomo y su grandeza de diosa, pero con una dulzura desconocida que por llegar tan tarde y hacer levantarse a todo el mundo a mitad de la representación barajaba las muselinas blancas en que estaba envuelta y la expresión hábilmente ingenua, tímida y confusa, con su sonrisa victoriosa, la duquesa de Guermantes, que acababa de entrar, fue hacia su prima, hizo una profunda reverencia a un joven rubio que estaba sentado en primer término, y, volviéndose hacia los monstruos marinos y sagrados que flotaban en el fondo del antro, dirigió a aquellos semidioses del Jockey-Club —que en aquel momento, y particularmente el señor de Palancy, fueron los hombres que más me hubiera gustado ser— un saludo familiar de antigua amiga, alusiones a lo cotidiano de sus relaciones con ellos desde hacía quince años. Yo sentía el misterio, pero no podía descifrar el enigma de aquella mirada sonriente que dirigía a sus amigos en el fulgor aterciopelado con que esa mirada brillaba mientras abandonaba su mano a unos y a otros, y que, si yo hubiera podido descomponer su prisma, analizar sus cristalizaciones, acaso me hubiera revelado la esencia de la vida desconocida que en ella aparecía en aquel momento. El duque de Guermantes seguía a su mujer, con los reflejos de su monóculo, la risa de su dentadura, la blancura de su clavel o de su pechera plisada, que dejaban aparte, para hacer lugar a su luz, sus cejas, sus labios, su frac; con un ademán de su mano extendida, que bajó hasta los hombros de ellos, erguido, sin volver la cabeza, ordenó que se sentaran de nuevo a los monstruos inferiores que le hacían sitio, y se inclinó profundamente ante el joven rubio. Se hubiera dicho que la princesa había adivinado que su prima, de quien se burlaba, a lo que se decía, por lo que llamaba ella sus exageraciones (nombre que, desde su punto de vista ingeniosamente francés y esencialmente moderado, tomaban pronto la poesía y el entusiasmo germánicos), había de llevar aquella noche uno de esos tocados con que a la duquesa le parecía
disfrazada,
y hubiese querido darle una lección de gusto. En lugar de los maravillosos y suaves plumajes que de la cabeza de la princesa descendían hasta su cuello; en lugar de su redecilla de conchas y de perlas, la duquesa no llevaba en el pelo más que una sencilla
aigrette
que, dominando su nariz arqueada y sus ojos saltones, parecía la cresta de un pájaro. Su cuello y sus hombros emergían de una nívea ola de muselina sobre la que iba a batir un abanico de plumas de cisne; pero luego el traje —cuyo corpiño tenía, como único adorno, innumerables lentejuelas, bien de metal, en varillas y en cuentas, bien de brillantes— moldeaba su cuerpo con precisión enteramente británica. Pero por diferentes que fuesen entre sí uno y otro tocado, después que la princesa hubo dado a su prima la silla que hasta entonces ocupaba ella, se las vio que, volviéndose la una hacia la otra, se admiraban recíprocamente.
Quizá la señora de Guermantes sonriese a la mañana siguiente cuando hablara del peinado, un tanto complicado de más, de la princesa, pero seguramente declararía que no por eso estaba aquélla menos encantadora y maravillosamente arreglada; y la princesa, que, por principios de gusto, encontraba algo un poco frío, un poco seco, un poco modisteril en la manera de vestirse de su prima, descubriría en esta estricta sobriedad un refinamiento exquisito. Por otra parte, entre ellas, la gravitación universal preestablecida de su educación neutralizaba los contrastes, no sólo de tocado, sino de actitud. En las líneas invisibles e imantadas que entre ellas tendía la elegancia de maneras venía a expirar el natural expansivo de la princesa, mientras que la tiesura de la duquesa se dejaba atraer, doblar, tornábase blandura y hechizo. Del mismo modo que en la obra que estaban representando, para comprender lo que de poesía personal desprendía la Berma no había más que confiar el papel que desempeñaba, y que sólo ella podía desempeñar, a cualquier otra actriz, el espectador que hubiese alzado los ojos hacia la barandilla de la platea hubiera visto, en dos palcos, cómo un
arreglo
, que ellas creían recordaba los de la princesa de Guermantes, daba sencillamente a la baronesa de Morienval una traza excéntrica, pretenciosa e ineducada, y cómo un esfuerzo, a la vez terco y costoso, por imitar el vestir y la distinción de la duquesa de Guermantes hacía solamente que la señora de Cambremer se asemejase a una pensionista provinciana, montada en alambre, tiesa, seca y puntiaguda, con un penacho de coche fúnebre erguido verticalmente en el pelo. Acaso el puesto de esta última no estuviese en una sala en que los palcos (incluso los de los pisos más altos, que desde abajo parecían grandes banastas pespunteadas de flores humanas y unidas a la bóveda de la sala por las rojas bridas de sus separaciones de terciopelo) componían, solamente con las mujeres más brillantes del año, un efímero panorama que las muertes, los escándalos, las enfermedades, las rencillas modificarían bien pronto, pero que en aquel momento estaba inmovilizado por la atención, por el calor, por el vértigo, por la elegancia y el fastidio, en esa especie de instante eterno y trágico de inconsciente espera y de tranquilo embotamiento que, retrospectivamente, parece haber precedido a la explosión de una bomba o a la primera llamarada de un incendio.
La razón de que la señora de Cambremer se encontrase allí era que la princesa de Parma, desprovista de esnobismo, como la mayor parte de las altezas auténticas, y, en desquite, devorada por el orgullo, por el apetito de la caridad que en ella igualaba al gusto por lo que creía las Artes, había cedido acá y allá algunos palcos a mujeres como la señora de Cambremer, que no formaban parte de la alta sociedad aristocrática, pero con quienes estaba en relación por sus obras de beneficencia. La señora de Cambremer no quitaba ojo a la duquesa y a la princesa de Guermantes, lo cual era tanto más fácil cuanto que, como no se hallaba realmente en relación con ellas, no podía parecer que mendigaba un saludo. Sin embargo, ser recibida en casa de aquellas dos grandes damas era el fin que perseguía desde hacía diez años con infatigable paciencia. Había calculado que sin duda llegaría a ello para dentro de cinco años. Pero atacada por una enfermedad que no perdona y cuyo carácter inexorable, presumiendo de conocimientos médicos, creía conocer, temía no poder vivir hasta entonces. Por lo menos aquella noche era feliz al pensar que todas estas mujeres a quienes apenas conocía verían al lado de ella a uno de sus amigos, el joven marqués de Beausergent, hermano de la señora de Argentcourt, que frecuentaba por igual las dos sociedades, y con cuya presencia les gustaba mucho a las mujeres de la segunda ornarse ante los ojos de las de la primera. Se había sentado detrás de la señora de Cambremer, en una silla puesta de través para poder mirar de soslayo a los demás palcos. Conocía a todo el mundo y, para saludar, con la encantadora elegancia de sus graciosas inclinaciones, de su fina cabeza de rubios cabellos, erguía a medias su airoso cuerpo, con una sonrisa en sus ojos azules, con una mezcla de respeto y de desenvoltura, grabando de esta suerte con precisión en el rectángulo del plano oblicuo en que estaba situado algo así como una de esas estampas viejas que representan un gran señor altanero y cortesano. Aceptaba a menudo ir de esta manera al teatro con la señora de Cambremer; en la sala, y a la salida, en el vestíbulo, permanecía valerosamente al lado de ella en medio de la multitud de amigas más brillantes que allí tenía y a quienes evitaba hablar, porque no quería molestarlas, como si hubiera ido en mala compañía. Si pasaba entonces la princesa de Guermantes, hermosa y ligera como Diana, dejando arrastrar en pos de sí una capa incomparable, haciendo que se volviesen todas las cabezas y seguida por todos los ojos (por los de la señora de Cambremer más que por todos los demás), el señor de Beausergent se enfrascaba en una conversación con su vecina, y no respondía a la sonrisa amistosa y deslumbradora de la princesa sino por compromiso, forzado, y con la reserva bien educada y la caritativa frialdad de una persona cuya amabilidad puede haber llegado a ser momentáneamente molesta.