El mundo de Guermantes (3 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Una vez vuelta a cerrar la ventana, con bastante rapidez —si no, mamá, según parece, le hubiera «soltado todos los insultos imaginables»—, Francisca empezaba, suspirando, a poner en orden la mesa de la cocina.

—Hay unos Guermantes que siguen en la calle de la Chaise —decía el ayuda de cámara; yo tuve un amigo que había trabajado en esa casa; era segundo cochero con ellos. Y conozco a uno, entonces no era de mi pandilla, pero sí un cuñado suyo, que había hecho el servicio militar con un picador del barón de Guermantes. «Y después de todo, ¡qué diablo!, no es mi padre» —añadía el ayuda de cámara, que tenía la costumbre, lo mismo que canturreaba las canciones en boga, de sembrar sus frases de ocurrencias nuevas.

Francisca, con la fatiga de sus ojos de mujer ya de edad y que, por otra parte, veían todo lo de Combray en una vaga lejanía, percibió no la gracia que había en estas palabras, sino que debían de contener alguna, puesto que no guardaban relación con el resto de la frase, y habían sido lanzadas con fuerza por quien sabía ella que era un bromista. Así, sonrió con expresión benévola y de pasmo, y como si dijera: «¡Este Víctor, siempre el mismo!». Por otra parte, se sentía dichosa, porque sabía que el oír ocurrencias de ese género se emparenta de lejos con esas honestas distracciones de sociedad por las que, en todas las esferas, la gente se da prisa a arreglarse, se arriesga a pillar frío. Finalmente, creía que el ayuda de cámara era un amigo para ella, porque no se hartaba de denunciarle con indignación las terribles medidas que la República iba a tomar contra el clero. Aún no había comprendido Francisca que nuestros más crueles adversarios no son aquellos que nos contradicen y tratan de persuadirnos, sino los que abultan o inventan las noticias que pueden desolarnos, guardándose bien de darles una apariencia de justificación que disminuiría nuestra pena y acaso nos infundiese una ligera estimación respecto de un partido que se empeñan en presentarnos, para hacer completo nuestro suplicio, como atroz y triunfante a la vez.

—La duquesa debe de estar emparentada con todo eso —dijo Francisca, prosiguiendo la conversación de los Guermantes de la calle de la Chaise como quien recomienza un trozo de música en el andante—. No sé quién me ha dicho que uno de ellos se había casado con una prima del duque. De todas maneras, es del mismo «paréntesis». ¡Los Guermantes son una gran familia! —añadía con respeto, basando la grandeza de aquella familia en el número de sus miembros a la vez que en el brillo de su ilustración, como Pascal fundaba la verdad de la Religión en la Razón y en la autoridad de las Escrituras. Porque como no tenía más que la palabra «grande» para ambas cosas, le parecía que éstas no formaban más que una sola, presentando así por una parte su vocabulario, como ciertas piedras, un defecto que proyectaba oscuridad hasta en el pensamiento de Francisca.

—Digo yo si serían esos los que tienen su castillo en Guermantes, a diez leguas de Combray; entonces deben de ser también parientes de su prima la de Argel.

Durante mucho tiempo nos preguntamos mi madre y yo quién podría ser esa prima de Argel, pero, al fin, acabamos por darnos cuenta de que lo que Francisca quería decir con el nombre de Argel era la ciudad de Angers. Lo que está lejos puede sernos más conocido que lo que está próximo. Francisca, que sabía el nombre de Argel por unos espantosos dátiles que recibíamos el día de Año Nuevo, ignoraba el de Angers. Su lenguaje, como la misma lengua francesa, y sobre todo la toponimia, estaba sembrado de errores. Quería hablar de ellos con su jefe de comedor.

—¿Cómo le llaman? —se interrumpió Francisca, como planteándose una cuestión de protocolo—. ¡Ah, sí! Le llaman Antonio —como si Antonio hubiera sido un título—. Él hubiera sido quien podría decírmelo, pero es todo un señor, un pedantón, cualquiera diría que le han cortado la lengua o que se ha olvidado de aprender a hablar. Ni siquiera
hace respuesta
cuando se le habla —añadía Francisca, que decía «hacer respuesta», como madame de Sévigné—. Pero —añadió sin sinceridad— yo, desde el momento en que sé lo que se cuece en mi olla, no me ocupo de la de los demás. En todo caso, eso no es cristiano. Y, además, no es un hombre valiente —esta apreciación hubiera podido hacer creer que Francisca había cambiado de parecer sobre la valentía, que, según ella, en Combray, rebajaba a los hombres, poniéndolos al nivel de los animales feroces; pero no había nada de eso.
Valiente
significaba ni más ni menos que trabajador—. También dicen que es tan ladrón como una urraca, pero no siempre hay que hacer caso de chismes. Aquí todos los empleados se van del seguro; por lo que se refiere al patio, los porteros tienen envidia y encizañan a la duquesa. Pero bien puede decirse que el Antonio ése es un verdadero holgazán, y su «Antonia» no vale mucho más que él —añadía Francisca, que, para encontrar al nombre de Antonio un femenino que designase a la mujer de él, tenía sin duda en su creación gramatical un inconsciente recuerdo de canónigo y canonesa
[2]
.

No decía mal. Aún existe cerca de Notre-Dame una calle llamada
rué Chanoinesse,
nombre que le habían dado (¿porque estuviese habitada exclusivamente por canonesas?) los franceses de antaño, de quienes Francisca era, en realidad, contemporánea. Teníamos, por lo demás, inmediatamente después, un nuevo ejemplo de esta manera de formar los femeninos, ya que Francisca añadía:

—De lo que no cabe duda es de que pertenece a la duquesa el castillo de Guermantes. Y allí es ella la alcaldesa. Eso es algo.

—Ya comprendo que es algo —decía con convicción el lacayo, que no se había percatado de la ironía.

—¿Crees que eso es algo, hijo mío? Para gentes como «esos», ser alcalde y alcaldesa es tres veces nada. ¡Ah, si fuera mío el castillo de Guermantes, no me verían muy a menudo en París! De todas maneras, ya hace falta que unos señores, unas personas que tienen de qué, como el señor y la señora, tengan ocurrencias para quedarse en esta dichosa ciudad mejor que irse a Combray, siendo como son libres de hacer lo que les dé la gana, y que nadie les detiene. ¿A qué esperan para retirarse, no faltándoles como no les falta nada? ¿A estar muertos? ¡Ay, si yo tuviera aunque no fuese más que pan seco que comer y leña con que calentarme por el invierno, ya hace tiempo que estaría en mi casa, en la pobre casa de mi hermano, en Combray! Allí, a lo menos, se siente una vivir, no tiene todas estas casas delante de una; hay tan poco ruido que por las noches se oye a las ranas cantar a más de dos leguas.

—¡Debe de ser lo que se dice hermoso, señora! —exclamaba el lacayo, entusiasmado, como si este último rasgo hubiera sido tan peculiar de Combray corno la vida en góndola lo es de Venecia.

Por lo demás, como era más reciente en la casa que el ayuda de cámara, hablaba a Francisca de los temas que podían interesarle, no a él, sino a ella. Y Francisca, que torcía el gesto cuando la trataban de cocinera, tenía para con el lacayo, que decía, cuando hablaba de ella, «el ama de llaves», la especial benevolencia que sienten ciertos príncipes de segundo orden respecto de los jóvenes bien intencionados que les tratan de Alteza.

—Por lo menos sabe una lo que hace y en qué estación vive. No como aquí, que no habrá un mal
bouton d’or
por Pascuas ni por Navidad, y ni siquiera oigo un
Angelus
cuando levanto mis huesos. Allá los oye una a todas horas; no es más que una campana de nada, pero te dices: «ya vuelve mi hermano del campo»; ves que cae la tarde, tocan por los bienes de la tierra, tienes tiempo de volver a casa antes de encender la lámpara. Aquí es de día, es de noche, se va una a acostar sin que pueda decir siquiera, ni más ni menos que los animales, lo que ha hecho.

—Parece que también Méséglise es bonito, señora, —interrumpía el lacayo, para cuyo gusto la conversación tomaba un giro un tanto abstracto y que se acordaba por casualidad de habernos oído hablar de Méséglise en la mesa.

—¡Oh, Méséglise! —decía Francisca con la amplia sonrisa que se hacía acudir a sus labios cuando se pronunciaban los nombres de Méséglise, Combray, Tansonville. Hasta tal punto formaban parte de su propia existencia, que al encontrarlos fuera de sí, al oírlos en una conversación, sentía una alegría bastante próxima a la que un profesor excita en su clase al hacer alusión a tal personaje contemporáneo cuyo nombre jamás hubieran creído sus alumnos que pudiese caer desde lo alto de la cátedra. Su placer venía también de sentir que aquellas tierras eran para ella algo que no eran para los demás, antiguos camaradas con quienes se han pasado no pocos ratos; y les sonreía como si se encontrase con que tuvieran espíritu, porque volvía a encontrar en ellos mucho de sí misma.

—Sí que puedes decirlo, hijo. ¡Méséglise es bastante bonito! —proseguía, riendo finamente—; pero ¿cómo has oído tú hablar de Méséglise?

—¿Que cómo he oído hablar yo de Méséglise? Ya se sabe, me han hablado de él, e incluso más de una vez —respondía él, con esa criminal inexactitud de los informadores que, cada vez que tratamos de darnos cuenta objetivamente de la importancia que puede tener para los demás una cosa que nos concierne, nos ponen en la imposibilidad de conseguirlo.

—¡Ah! Os aseguro que se está mejor allí, al pie de los cerezos, que no cerca del fogón.

Incluso les hablaba de Eulalia como de una buena persona. Porque desde que Eulalia había muerto, Francisca había olvidado por completo que la había querido poco durante su vida, como quería poco a todo el que no tenía en su casa qué comer, que
reventaba de hambre,
y venía luego, como el que no sirve para nada, gracias a la bondad de los ricos, a
hacer cumplidos.
Ya no le dolía que Eulalia hubiera sabido arreglárselas tan bien que
le diese su moneda
mi tía todas las semanas. En cuanto a mi tía, no se hartaba de cantar sus alabanzas.

—¿Pero estaba usted entonces en el mismo Combray con una prima de la señora? —preguntaba el lacayo.

—Sí, en casa de madame Octavia. ¡Ah! Una verdadera santa, hijos míos. Y que allí había siempre de qué, y cosas buenas y hermosas; una buena mujer, puede decirse, que no se dolía por los pollos de perdiz, ni por los faisanes, ni nada; ya podíais llegar a comer cinco, seis que fueseis, que no había cuidado que faltase carne, y de primera calidad, encima, y vino blanco, y vino tinto: todo lo preciso —Francisca empleaba el verbo
dolerse
lo mismo que La Bruyère—. Todo se hacía siempre a su costa, incluso si la familia se quedaba meses y
años.
—Esta reflexión nada tenía de molesto para nosotros ya que Francisca era de un tiempo en que costas no estaba reservado al estilo judicial y significaba simplemente gasto—. ¡Ah! Os aseguro que nadie se iba de allí con hambre. Como el señor cura ha hecho resaltar muchas veces, si hay una mujer que pueda contar con que irá al lado de Dios, no cabe la menor duda que es ella. ¡Pobre señora!, todavía la estoy oyendo cuando me decía con su vocecita: «Francisca, ya sabe usted que yo no como; pero quiero que todo sea tan bueno para todo el mundo como si comiera yo». ¡Ya lo creo que no era para ella! Si la hubierais visto, no pesaba más que un cucurucho de cerezas; no tenía más peso. No quería hacerme caso; nunca consentía en ir al médico. Lo que es allí no se hubiera comido a prisa y corriendo. Quería que sus criados estuviesen bien alimentados. Aquí, esta misma mañana, sin ir más lejos, ni siquiera hemos tenido tiempo de hincar el diente a un mendrugo. Todo se hace de prisa y corriendo.

Lo que sobre todo la exasperaba eran las rebanadas de pan tostado que comía mi padre. Estaba convencida de que si éste las pedía era por darse tono y hacerla
danzar.

—Lo que yo puedo decir —aprobaba el lacayo— es que en mi vida he visto semejante cosa.

Lo decía como si lo hubiera visto todo y las enseñanzas de una experiencia milenaria se extendiesen en él a todos los países y a sus costumbres, entre las cuales no figuraba en ninguna parte la del pan tostado.

—Sí, sí —rezongaba el jefe de comedor—; pero todo eso puede muy bien cambiar. Los obreros van a hacer una huelga en el Canadá y el ministro le ha dicho el otro día al señor que ha cobrado por eso doscientos mil francos.

El jefe de comedor estaba lejos de censurarle por ello; no porque él no fuese perfectamente honrado, sino porque como creía a todos los políticos sospechosos, el crimen de concusión le parecía menos grave que el más leve delito de robo. Ni siquiera se preguntaba si habría entendido bien aquella frase histórica, ni le chocaba lo inverosímil de que el propio culpable se la hubiera dicho a mi padre sin que éste lo hubiera puesto en la puerta. Pero la filosofía de Combray impedía que Francisca pudiese esperar que las huelgas del Canadá tuviesen repercusión alguna en el uso de las tostadas.

—Mientras el mundo sea mundo, ¿sabéis?, ha de haber amos que nos hagan trotar y criados que satisfagan sus caprichos.

A pesar de la teoría de ese trote perpetuo, desde hacía ya un cuarto de hora, mi madre, que probablemente no se servía de las mismas medidas que Francisca para apreciar lo que duraba el almuerzo de ésta, decía:

—Pero ¿qué pueden estar haciendo? Hace ya más de dos horas que están a la mesa.

Y llamaba tímidamente tres o cuatro veces. Francisca, su lacayo y el
maître d’hôtel
oían los campanillazos como un toque de llamada y sin pensar en acudir; pero, así y todo, como los primeros sonidos de los instrumentos que se templan cuando un concierto va a reanudarse muy pronto y se siente que ya no habrá más que unos minutos de entreacto. Así, cuando los campanillazos comenzaban a reiterarse y hacerse más insistentes, nuestros criados empezaban a prestarles atención y, juzgando que ya no tenían mucho tiempo por delante y que se acercaba el momento de volver al trabajo, a un tintineo de la campanilla más sonoro que los demás lanzaban un suspiro y, decidiéndose, el lacayo bajaba a fumarse un cigarrillo ante la puerta, Francisca, tras algunas reflexiones a cuenta nuestra, tales como «debe de haberles picado la tarántula», subía a arreglar sus cosas a su sexto piso, y el jefe de comedor, que había ido a buscar papel de cartas a mi alcoba, despachaba rápidamente su correspondencia privada.

No obstante el engreimiento del jefe de comedor de los Guermantes, Francisca había podido, desde los primeros días, hacerme saber que aquéllos no habitaban su hotel en virtud de un derecho inmemorial, sino de un arrendamiento bastante reciente, y que el jardín a que daba el hotel por la parte que yo no conocía era bastante pequeño y semejante a todos los jardines contiguos; y supe, en fin, que allí no se veía caza señorial, ni molino fortificado, ni
salvitas
, ni palomar sobre columnas, ni horno del señorío, ni castillete, ni puentes fijos o levadizos, ni siquiera volantes, como tampoco obeliscos, cartelas, murales o mugas. Pero lo mismo que Elstir, cuando al perder su misterio la bahía de Balbec se había convertido para mí en una parcela cualquiera intercambiable con cualquier otra de las cantidades de agua salada que hay en el globo, le había devuelto de pronto una individualidad al decirme que era el golfo de ópalo de Whistler en sus armonías azul plata, así el nombre de Guermantes había visto morir bajo los golpes de Francisca la última mansión salida de él, cuando un viejo amigo de mi padre nos dijo un día, hablando de la duquesa: «Ocupa la posición más importante en el barrio de Saint-Germain; su casa es la primera del barrio de Saint-Germain». Desde luego que el primer salón, la primera casa del barrio de Saint-Germain era bien poca cosa al lado de las otras mansiones que yo había soñado sucesivamente. Pero, en fin, ésta —y había de ser la última— aún tenía algo, por humilde que fuese, que estaba más allá de su propia materia, una diferenciación secreta.

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