—Es la princesa de Guermantes —dijo mi vecina al caballero que estaba con ella, teniendo cuidado de poner delante de la palabra «princesa» muchas
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, indicando que tal denominación era ridícula—. No ha escatimado sus perlas. Lo que es yo, me parece que si tuviera tantas no haría tanta ostentación de ellas; no me parece que eso sea elegante.
Y, sin embargo, al reconocer a la princesa, todos los que trataban de saber quién estaba en la sala sentían que se alzaba en su corazón el trono legítimo de la belleza. En efecto, con la duquesa de Luxemburgo, con la señora de Morienval, con la de Saint-Euverte, con tantas otras, lo que permitía identificar su rostro era la conexión de sus gruesas narices rojas con un hocico de liebre, o de dos mejillas arrugadas con un fino bigote. Estos rasgos eran, por lo demás, suficientes para encantar, ya que, como sólo tenían el valor convencional de una escritura, permitían leer un nombre célebre y que imponía; pero también acababan por dar la idea de que la fealdad tiene algo de aristocrático, y que es indiferente que el rostro de una gran dama, con tal de ser distinguido, sea bello. Pero de igual modo que algunos artistas que en lugar de las letras de su nombre ponen al pie de sus lienzos una forma bella por sí misma, una mariposa, un lagarto, una flor, así era la forma de un cuerpo y de un rostro deliciosos lo que la princesa ponía en un ángulo de su palco, demostrando con ello que la belleza puede ser la más noble de las firmas; porque la presencia de la señora de Guermantes, que sólo traía al teatro personas que el resto del tiempo formaban parte de su intimidad, era, a los ojos de los aficionados a la aristocracia, el mejor certificado de autenticidad del cuadro que presentaba su platea, a modo de ovación de una escena de la vida familiar y especial de la princesa en sus palacios de Munich y de París.
Como quiera que nuestra imaginación es como un órgano de Berbería descompuesto, que toca siempre otra cosa que el aire adecuado, cada vez que yo había oído hablar de la princesa de Guermantes-Baviera, el recuerdo de ciertas obras del siglo XVI había empezado a cantar en mí. Necesitaba despojarla de ese recuerdo ahora que la veía ofreciendo bombones helados a un señor grueso puesto de frac. Claro es que yo estaba muy lejos de sacar de esto la consecuencia de que ella y sus invitados fuesen seres como los demás. Comprendía perfectamente que lo que allí hacían no era sino un juego, y que para preludiar los actos de su vida verdadera (de la que, sin duda, no era aquí donde vivían la parte más importante) se ponían de acuerdo en virtud de ritos para mí ignorados, fingían ofrecer y rehusar bombones, gesto despojado de su significación y regulado de antemano como el paso de una bailarina que poco a poco se alza sobre la punta del pie y voltea en torno un velo. Quién sabe: acaso en el momento en que ofrecía sus bombones, decía la diosa en tono de ironía (la estaba viendo sonreír): «¿Quiere usted bombones?». ¿Qué me importaba? Me hubiera parecido de un delicioso refinamiento la deliberada sequedad, a lo Merimée o a lo Meilhac, de esas palabras dirigidas por una diosa a un semidiós que sabía cuáles eran los pensamientos sublimes que entrambos resumían, sin duda para el momento en que se pusiesen de nuevo a vivir su verdadera vida, y que, prestándose a aquel juego, respondía con la misma malicia misteriosa: «Sí, quiero una cereza». Y yo habría escuchado ese diálogo con la misma avidez con que hubiese oído tal escena de
El marido de la debutante,
en que la ausencia de poesía, de grandes pensamientos, cosas para mí tan familiares y que supongo que Meilhac hubiera sido capaz mil veces de poner en su obra, me parecía por sí sola una elegancia, una elegancia convencional, y por lo mismo tanto más misteriosa y más instructiva.
—Aquel gordo es el marqués de Ganançay —dijo con expresión resignada mi vecino, que había oído mal el nombre murmurado detrás de él.
El marqués de Palancy, con el cuello tendido, la cara oblicua, pegado su abultado ojo redondo al cristal del monóculo, se movía lentamente en la sombra transparente, y parecía no ver al público de la orquesta, ni más ni menos que un pez que pasa, ignorante de los visitantes curiosos, allende el encristalado tabique de un acuarium. A veces se detenía, venerable, resoplante, musgoso, y los espectadores no hubieran podido decir si sufría, dormía, nadaba, estaba aovando o respiraba solamente. Nadie excitaba en mí tanta envidia como él, por lo habituado que parecía estar a aquella platea y por la indiferencia con que dejaba que la princesa le tendiese bombones; ella echaba entonces sobre él una mirada de sus hermosos ojos tallados en un diamante que parecían fluidificar en aquellos momentos la inteligencia y la amistad, pero que, cuando estaban en reposo, reducidos a su pura belleza material, a su solo brillo mineralógico, si el menor reflejo los cambiaba de lugar ligeramente incendiaban la profundidad del patio de butacas de fuegos inhumanos, horizontales, espléndidos. Mientras tanto, como el acto de
Fedra
que representaba la Berma iba a empezar, la princesa vino a la delantera de la platea: entonces, como si también ella fuese una aparición de teatro, en la zona diferente de luz que atravesó, vi cambiar no sólo el color, sino la materia de aquellas galas. Y en la platea en seco, emergida, que ya no pertenecía al mundo de las aguas, la princesa, dejando de ser una nereida, apareció enturbantada de blanco y de azul como una maravillosa trágica vestida de Zaira o quizá de Orosmana; después, cuando se hubo sentado en primera fila, vi que el suave nido de martinete que protegía muellemente el nácar rosa de sus mejillas era blanco, brillante y aterciopelado, una inmensa ave del paraíso.
Mis miradas, sin embargo, fueron distraídas de la platea de la princesa de Guermantes por una mujercita mal vestida, fea, de ojos de fuego, que vino, seguida de dos jóvenes, a sentarse algunas butacas más allá de la mía. Después se alzó el telón. No pude percatarme sin melancolía de que nada me quedaba de mis disposiciones de antaño, cuando, para no perder ni un ápice del extraordinario fenómeno que hubiera ido a contemplar al fin del mundo, tenía mi espíritu preparado como esas placas sensibles que los astrónomos van a instalar al África, a las Antillas, con miras a la escrupulosa observación de un cometa o de un eclipse; cuando temblaba de que alguna nube (mala disposición del artista, incidente en el público) impidiese que el espectáculo se produjera en su máximum de intensidad; cuando hubiera creído no asistir a él en las mejores condiciones si no hubiera ido precisamente al teatro que le estaba consagrado como un altar, donde me parecía entonces, también, que formaban parte, aunque accesoria, de su aparición bajo el teloncillo rojo los acomodadores de clavel blanco nombrados por ella, el arranque de la nave por encima de un patio de butacas lleno de gente mal vestida, las acomodadoras que vendían un programa con sus fotografías, los castaños del
square,
todos los camaradas, los confidentes de mis impresiones de entonces y que me parecían inseparables de ellas,
Fedra,
la «Escena de la Declaración», la Berma, tenían entonces para mí una especie de existencia absoluta. Situadas fuera del mundo de la existencia corriente, existían por sí mismas, tenía yo que ir hacia ellas, penetraría de ellas lo que pudiera, y al abrir de par en par mis ojos y mi alma absorbería bien aún alguna de ellas. Pero ¡qué agradable me parecía la vida!: la insignificancia de la que yo vivía no tenía ninguna importancia, como no la tienen los momentos en que uno se viste, en que se prepara para salir, ya que allende eso existían, de una manera absoluta, buenas y difíciles de abordar, imposibles de poseer por entero, esas realidades más sólidas,
Fedra,
la manera de recitar de la Berma. Saturado de estas imaginaciones sobre la perfección en el arte dramático de que hubiera podido extraerse entonces una importante dosis si en aquellos tiempos se hubiese analizado mi espíritu en cualquier minuto del día, y acaso de la noche, que fuese, era yo como una pila que desarrolla su actividad. Y había llegado un momento en que, enfermo, incluso aun cuando hubiese creído morir por ello, hubiera sido necesario que fuese a oír a la Berma. Pero ahora, como una colina que, vista de lejos, parece hecha de azul, mientras que de cerca entra en nuestra visión vulgar de las cosas, todo eso había dejado el mundo de lo absoluto y ya no era sino una cosa parecida a las demás, de que yo adquiría conocimiento porque estaba allí; los artistas eran gentes de la misma esencia que las que yo conocía, que trataban de decir lo mejor posible aquellos versos de
Fedra
que ya no formaban una esencia sublime e individual, separada de todo, sino unos versos más o menos logrados, prontos a reintegrarse a la inmensa materia de los versos franceses con que estaban mezclados. Sentía yo un desaliento tanto más profundo cuanto que si el objeto de mi deseo terco y operante no existía ya, en desquite, las mismas disposiciones para un ensoñar fijo, que cambiaba de año en año, pero que me llevaba a un impulso brusco, indiferente al peligro, seguían existiendo siempre. Tal día en que, enfermo, salía para ir a ver en un castillo un cuadro de Elstir, una tapicería gótica, se parecía hasta tal punto al día en que había tenido que salir para Venecia, a aquel otro en que había ido a oír a la Berma o salido para Balbec, que de antemano sentía que el objeto presente de mi sacrificio me dejaría indiferente al cabo de poco tiempo, que entonces podría pasar muy cerca de él sin ir a ver aquel cuadro, aquellas tapicerías por las que en aquel momento hubiera afrontado tantas noches sin sueño, tantas crisis dolorosas. Sentía, por la inestabilidad de su objeto, la vanidad de mi esfuerzo y al mismo tiempo su enormidad, en la que no había creído, como esos neurasténicos cuya fatiga se duplica al hacerles notar que están fatigados. Mientras tanto, mi ensoñar comunicaba prestigio a cuanto podía referirse a él. Y aun en mis deseos más carnales, orientados siempre en un determinado sentido, concentrados en torno a un mismo sueño, hubiera podido reconocer como primer motor una idea, una idea a la que hubiera sacrificado mi vida, y en el punto más central de ella, como en mis ensueños durante las tardes de lectura en el jardín de Combray, estaba la idea de perfección.
Ya no tuve la misma indulgencia que en otro tiempo para las justas intenciones de ternura o de cólera que había observado entonces en el papel y en el juego de Aricia, de Ismene y de Hipólito. No es que los artistas —eran los mismos— no tratasen con la misma inteligencia de dar aquí a su voz una inflexión acariciante o una ambigüedad calculada, o más allá, a sus gestos, una amplitud trágica o una dulzura suplicante. Sus entonaciones mandaban a la voz: «Sé suave, canta como un ruiseñor, acaricia», o, por el contrario: «Tórnate furiosa», y entonces se precipitaban sobre ella para tratar de arrastrarla en su frenesí. Pero ella, rebelde, permanecía exterior a su dicción, seguía siendo irreductiblemente su voz natural, con sus defectos o con sus encantos materiales, su vulgaridad o su afectación cotidiana, y desplegaba así un conjunto de fenómenos acústicos o sociales que no había alterado el sentimiento de los versos recitados.
Asimismo el ademán de los artistas decía a sus brazos, a su peplo: «Sed majestuosos». Pero los miembros, insumisos, dejaban que se pavonease entre el hombro y el codo un bíceps que no sabía nada del papel; continuaban expresando la insignificancia de la vida de todos los días y sacando a luz, en lugar de los matices racinianos, conexiones musculares; y los paños que alzaban volvían a caer conforme a una vertical en que sólo se los disputaba a las leyes de la caída de los cuerpos una flexibilidad insípida y textil. En este momento una damisela que estaba cerca de mí exclamó:
—¡Ni un aplauso! ¡Y qué arreglada está! Pero es demasiado vieja, no puede más; en estos casos se renuncia.
Ante los siseos de los vecinos, los dos jóvenes que estaban con ella trataron de obligarla a que estuviese tranquila, y su furor sólo se desencadenaba ya en sus ojos. Este furor no podía, por otra parte, dirigirse más que contra el éxito, contra la gloria, puesto que la Berma, que tanto dinero había ganado, no tenía más que deudas. Aceptando siempre citas de negocios o de amistad a las que no podía acudir, tenía en todas las calles cazadores que corrían a desacreditarla; en los hoteles, habitaciones reservadas de antemano y que nunca iba a ocupar; océanos de perfumes para lavar a sus perros, rescisiones de contratos que pagar a todos los directores. A falta de gastos más considerables, y menos voluptuosa que Cleopatra, habría encontrado manera de comerse en
continentales
y en coches de la Urbana provincias y reinos. Pero la damisela era una actriz que no había tenido suerte y había consagrado un odio mortal a la Berma. Esta acababa de entrar en escena. Entonces, ¡oh milagro!, como esas lecciones que nos hemos agotado realmente en aprender por la noche y que encontramos en nosotros, sabidas de memoria, después que hemos dormido, como esos rostros de muerto que los esfuerzos apasionados de nuestra memoria persiguen sin volver a encontrarlos y que, cuando ya no pensamos en ellos, están ahí, ante nuestros ojos, con la semejanza de la vida, el talento de la Berma, que había huido de mí cuando yo trataba tan ávidamente de aprehender su esencia, ahora, al cabo de estos años de olvido, en esta hora de indiferencia, se imponía con la fuerza de la evidencia a mi admiración. En otro tiempo, para tratar de aislar ese talento, deducía yo, en cierto modo, de lo que oía, el papel mismo, el papel, parte común a todas las actrices que representaban
Fedra
y que yo había estudiado de antemano para ser capaz de substraerlo, de no recoger como residuo sino el talento de la Berma. Pero ese talento que yo trataba de percibir fuera del papel formaba no más que una sola cosa con él. Así, en un gran músico (parece que tal era el caso de Vinteuil cuando tocaba el piano) su juego es de un pianista tan grande que ya ni siquiera se sabe si es artista, si es pianista o no, porque (como no interpone todo ese aparato de esfuerzos musculares, coronados acá y allá por brillantes efectos, toda esa salpicadura de notas en que por lo menos el oyente que no sabe por dónde se anda cree hallar el talento en su realidad material, tangible) ese juego se ha hecho tan transparente, tan henchido de aquello que interpreta, que no se le ve ya a él mismo y ya no es más que una ventana que da a una obra maestra. Yo había podido distinguir las intenciones que rodeaban como una orla majestuosa o delicada la voz y la mímica de Aricia, de Ismene, de Hipólito; pero Fedra se las había interiorizado, y mi espíritu no había conseguido arrancar a la dicción y a las actitudes, aprehender en la avara simplicidad de sus superficies unidas, esos hallazgos, esos efectos que no sobresalían de ellas, de tan profundamente como en ellas se habían reabsorbido. La voz de la Berma, en que no subsistía ni un solo residuo de materia inerte y refractaria al espíritu, no dejaba distinguir en torno a sí el sobrante de lágrimas que se veía correr por sobre la voz de mármol de Aricia o de Ismene, sino que había sido delicadamente flexibilizada en sus menores células como el instrumento de un gran violinista en el cual se quiere, cuando se dice que tiene un hermoso sonido, alabar no una particularidad física, sino una superioridad de alma; como en el paisaje antiguo donde en el lugar antes ocupado por una ninfa desaparecida hay una fuente inanimada, una intención discernible y concreta habíase trocado en ella en alguna calidad del timbre, de una limpidez extraña, adecuada y fría. Los brazos de la Berma, que los mismos versos, con la misma emisión con que hacían salir su voz de sus labios, parecían alzar sobre su pecho como esos follajes que el agua cambia de lugar al huir; su actitud en escena, que había constituido lentamente, que modificaría aún y que estaba hecha de razonamientos de otra profundidad que aquellos cuya huella se percibía en los ademanes de sus camaradas, pero de razonamientos que habían perdido su origen voluntario, fundidos en una especie de irradiación en que hacían palpitar en torno al personaje de
Fedra
elementos ricos y complejos, pero que el espectador fascinado tomaba no por un acierto de la artista, sino por un dato tomado de la vida; aquellos mismos velos blancos, que, extenuados y fieles, parecían materia viva y como que hubiesen sido hilados por el sufrimiento semipagano, semijansenista, en torno al cual se contraían como un capullo de gusano de seda frágil y friolento; todo ello, voz, actitudes, ademanes, no eran, en torno al cuerpo de una idea que es un verso (cuerpo que, al revés que los cuerpos humanos, no está ante el alma como un obstáculo opaco que impida percibirla, sino como una vestidura purificada, vivificada, en que aquélla se difunde y en que vuelve a encontrársela), otra cosa que envolturas suplementarias que en lugar de ocultarla destacaban más espléndidamente el alma que se las había asimilado y se había esparcido por ellas, no eran sino oleadas de sustancias diversas que se han tornado translúcidas, cuya superposición no hace sino refractar más ricamente el rayo central y prisionero que las atraviesa, y hacer más extensa, más preciosa y más bella la materia embebida de llama en que está infundido. Así la interpretación de la Berma era, en torno a la obra, una segunda obra vivificada también por el genio: ¿por el genio de Racine?