El mundo de Guermantes (8 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Si la señora de Cambremer no hubiera sabido que la platea pertenecía a la princesa, hubiera reconocido de todas maneras que la señora de Guermantes era la invitada, por la mayor expresión de interés que concedía al espectáculo de la escena y de la sala para mostrarse amable con su huéspeda. Mas al mismo tiempo que esta fuerza centrífuga, una fuerza inversa, desarrollada por el mismo deseo de amabilidad, volvía la atención de la duquesa hacia su propio tocado, sobre su
aigrette,
sobre su corpiño, y también hacia el de la princesa, de quien su prima parecía proclamarse súbdita, esclava, como si hubiese venido únicamente por verla, dispuesta a seguirla a otra parte si la titular del palco hubiera tenido antojo de irse, y sin mirar de otra manera que como a un conjunto de extranjeros que resultaba curioso examinar al resto de la sala, en que, sin embargo, contaba con gran número de amigos en cuyo palco se encontraba otras semanas y respecto de los cuales no dejaba de dar entonces pruebas de la misma lealtad exclusiva, relativista y hebdomadaria. La señora de Cambremer estaba pasmada de ver aquella noche a la duquesa. Sabía que se quedaba en Guermantes hasta muy entrada la temporada, y suponía que aún estuviese allí. Pero le habían contado que a veces, cuando había en París un espectáculo que consideraba interesante, la señora de Guermantes hacía enganchar uno de sus coches tan pronto como había tomado el té con los cazadores, y al ponerse el sol salía al trote largo, cruzando la selva crepuscular, siguiendo después por la carretera a tomar el tren en Combray para estar en París a la noche. «Acaso venga expresamente de Guermantes para oír a la Berma» —pensaba con admiración la señora de Cambremer. Y recordaba haber oído a Swann, en aquella jerga ambigua que le era común con el señor de Charlus: «La duquesa es uno de los seres más nobles de París, de la sociedad más refinada y escogida». Por mi parte, yo, que hacía derivarse del nombre de Guermantes, del nombre de Baviera y del nombre de Condé la vida, el pensamiento de las dos primas (ya no podía hacer lo mismo con sus rostros, puesto que los había visto), hubiera preferido conocer su juicio sobre
Fedra,
de preferencia al del crítico más grande del mundo. Porque en el de éste sólo hubiera encontrado inteligencia, inteligencia superior a la mía, pero de la misma naturaleza. Pero lo que pensaban la princesa y la duquesa de Guermantes y que me hubiera proporcionado un documento inestimable sobre la naturaleza de estas dos poéticas criaturas, me lo imaginaba yo con ayuda de sus nombres, suponía en éstos un encanto irracional, y, con la sed y la nostalgia de un enfermo con fiebre, lo que a su opinión sobre
Fedra
pedía que me diesen era el encanto de las tardes de verano en que me había paseado por el camino de Guermantes.

La señora de Cambremer trataba de distinguir qué traje llevaban las dos primas. En cuanto a mí, no dudaba que aquellos trajes eran privativos de ellas, no sólo en el sentido en que la librea de cuello rojo o de solapas azules pertenecía antaño exclusivamente a los Guermantes y a los Condé, sino más bien como el plumaje es para un pájaro no sólo un ornato de su belleza, sino una prolongación de su cuerpo. El vestir de aquellas dos mujeres me parecía como una materialización nívea o matizada de su actividad interior, y, al igual que los ademanes que había visto hacer a la princesa de Guermantes, y que no había dudado de que correspondiesen a una idea oculta, las plumas que bajaban de la frente de la princesa y el corpiño deslumbrador y recamado de su prima parecían tener una significación, ser para cada una de las dos mujeres un atributo que sólo a ellas pertenecía y cuyo significado hubiera querido conocer yo: el ave del paraíso me parecía inseparable de la una como el pavo real de Juno, y no pensaba que ninguna mujer pudiese usurpar el corpiño recamado de la otra, como no podría usurpar la égida centelleante y franjeada de Minerva. Y cuando volvía los ojos a aquella platea más aún que al techo del teatro pintado de frías alegorías, era como si hubiese entrevisto, gracias al desgarramiento milagroso de las nubes ordinarias, la asamblea de los dioses en trance de contemplar el espectáculo de los hombres, bajo un toldo rojo, en un luminoso claro entre dos pilares del cielo. Contemplaba aquella apoteosis momentánea con una turbación que mezclaba de paz el saberme ignorado de los inmortales; verdad era que la duquesa me había visto una vez con su marido, pero seguramente no debía de acordarse de ello, y no me dolía que se encontrase, por el lugar que ocupaba en la platea, mirando a las madréporas anónimas y colectivas del público de la orquesta, porque sentía mi ser dichosamente disuelto en medio de ellas, cuando, en el momento en que, en virtud de las leyes de la refracción, fue sin duda a pintarse en la corriente impasible de los dos ojos azules la forma confusa del protozoario desprovisto de existencia individual que yo era, vi que una claridad los iluminaba: la duquesa, trocada de diosa en mujer y pareciéndome de pronto mil veces más hermosa, alzó hacia mí la mano enguantada de blanco que tenía apoyada en la barandilla del palco, la agitó en señal de amistad; mis miradas se sintieron transidas por la incandescencia involuntaria y por los fuegos de los ojos de la princesa, que sin querer los había hecho entrar en conflagración con sólo moverlos para tratar de ver a quién acababa de saludar su prima, y ésta, que me había reconocido, hizo llover sobre mí el aguacero deslumbrante y celestial de su sonrisa.

Ahora, todas las mañanas, mucho antes de la hora en que ella salía, yo, dando un gran rodeo, iba a apostarme en la esquina de la calle por donde ella solía bajar, y cuando me parecía cercano el momento de su paso, volvía a subir la calle con expresión distraída, mirando en dirección opuesta y alzando hacia ella los ojos en cuanto llegaba a su lado, pero como si en modo alguno hubiera esperado verla. Incluso los primeros días, para estar más seguro de encontrarla, esperaba delante de la casa. Y cada vez que la puerta cochera se abría (dejando pasar sucesivamente tantas personas que no eran la que yo esperaba), su batir se prolongaba inmediatamente en mi corazón en oscilaciones que tardaban mucho tiempo en calmarse. Porque jamás un fanático de una gran comedianta a quien no conoce, al ir a esperar, en un pie como una grulla, la salida de las artistas; jamás una multitud exasperada o idólatra, reunida para insultar o llevar en triunfo al condenado o al gran hombre que creen a punto de pasar cada vez que se oye llegar algún rumor del interior de la prisión o del palacio, se sintieron tan conmovidos como yo lo estaba esperando la salida de aquella gran dama que, ataviada sencillamente, sabía, con la gracia de su porte (por completo diferente del empaque que tenía cuando entraba en un salón o en un palco) hacer de su paseo matinal —para mí, sólo ella en el mundo se paseaba— todo un poema de elegancia y el más fino ornato, la más curiosa flor del buen tiempo. Pero al cabo de tres días, para que el portero no pudiera darse cuenta de mis manejos, me fui mucho más allá, hasta un punto cualquiera del recorrido habitual de la duquesa. A menudo, antes de aquella noche del teatro, hacía yo breves salidas antes del almuerzo, cuando hacía buen tiempo; si había llovido, a la primera clara bajaba a dar una vuelta, y de pronto, por la acera, húmeda todavía, que la luz cambiaba en laca de oro, en la apoteosis de una encrucijada, espolvoreada de una neblina que rehoga y dora el sol, veía llegar una colegiala seguida de su institutriz o una lechera con sus manguitos blancos; me quedaba sin movimiento, con una mano contra el corazón, que se lanzaba ya hacia una vida extraña; trataba de recordar la calle, la hora, la puerta en que la muchachita (a quien algunas veces seguía) había desaparecido sin volver a salir. Felizmente, la fugacidad de estas imágenes acariciadas y que me proponía hacer por ver de nuevo impedía que se fijasen fuertemente en mi corazón. Así y todo, me sentía menos triste por estar enfermo, por no haber tenido nunca aún valor para ponerme a trabajar, a empezar un libro; me parecía más agradable habitar la tierra, más interesante recorrer la vida desde que veía que las calles de París, como los senderos de Balbec, estaban floridas de esas bellezas desconocidas que tan a menudo había tratado yo de hacer surgir de los bosques de Méséglise y cada una de las cuales excitaba un deseo voluptuoso que sólo ella parecía capaz de saciar.

Al volver de la Opera Cómica, había añadido para el día siguiente a las que desde hacía algunos días deseaba volver a encontrar la imagen de la señora de Guermantes con su alto peinado de cabellos rubios y ligeros, con la ternura prometida en la sonrisa que me había dirigido desde la platea de su prima. Seguiría el camino que Francisca me había dicho que tomaba la duquesa, y trataría, sin embargo, para volver a encontrar a dos muchachitas a quienes había visto la antevíspera, de no perder la salida de un curso y de una catequesis. Pero mientras tanto, de tiempo en tiempo, volvían a mí la centelleante sonrisa de la señora de Guermantes, la sensación de dulzura que esa sonrisa me había dado. Y sin saber a ciencia cierta lo que hacía, intentaba ponerlas (como una mujer mira el efecto que haría en un traje un determinado género de botones de pedrería que acaban de darle) a par de las ideas novelescas que poseía desde hacía tiempo y que la frialdad de Albertina, la partida prematura de Gisela, y, antes de esto, la separación deseada y demasiado prolongada de Gilberta, habían libertado (la idea, por ejemplo, de ser querido por una mujer, de tener una vida en común con ella); después era la imagen de una u otra de las dos muchachitas lo que acercaba a esas ideas, a las cuales, inmediatamente después, trataba de adaptar el recuerdo de la duquesa. Al lado de esas ideas, el recuerdo de la señora de Guermantes en la Opera Cómica era muy poca cosa, una estrellita junto a la larga cauda de su cometa flamante; además, conocía muy bien esas ideas mucho antes de conocer a la señora de Guermantes; el recuerdo, en cambio, lo poseía imperfectamente, se me escapaba a ratos; fue durante las horas en que, de ser flotante en mí con el mismo título que las imágenes de otras mujeres bonitas, pasó poco a poco a ser una asociación única y definitiva —exclusiva de cualquier otra imagen femenina— con mis ideas novelescas tan anteriores a él; fue durante esas horas en que mejor lo recordaba cuando hubiera debido tratar de saber exactamente qué recuerdo era ése; pero entonces no sabía la importancia que iba a tomar para mí; era dulce, solamente, como una primera cita de la señora de Guermantes, en sí mismo; era el primer esbozo, el único verdadero, el único trazado conforme a la vida, el único que fuese realmente la señora de Guermantes; durante las escasas horas en que tuve la dicha de guardarlo sin saber concederle atención, debía ser muy encantador, sin embargo, este recuerdo, ya que a él, libremente aún en aquel momento, sin prisa, sin fatiga, sin asomo de necesidad ni de ansia, tornaban siempre mis ideas de amor; luego, a medida que esas ideas lo fijaron más definitivamente, tomó de ellas mayor fuerza, pero se tornó más vago en sí mismo; bien pronto no supe ya volver a encontrarlo, y sin duda lo deformaba por completo en mis ensueños, puesto que cada vez que veía a la señora de Guermantes comprobaba una divergencia, diferente siempre, por lo demás, entre lo que había imaginado y lo que veía. Todos los días, ahora, por cierto en el momento en que la señora de Guermantes desembocaba por lo alto de la calle, distinguía aún su elevada estatura, aquel rostro de clara mirada bajo una cabellera ligera, cosas todas por las que estaba yo allí; pero en desquite, algunos segundos más tarde, cuando, habiendo apartado los ojos en otra dirección porque pareciese que no esperaba este encuentro que había venido a buscar, los alzaba hacia la duquesa en el momento en que llegaba al mismo nivel de la calle que ella, lo que entonces veía eran unas huellas rojas, que no sabía si se debían a la acción del aire o a la caparrosa, en un semblante desagradable que, con un gesto muy seco y distante de la amabilidad de la noche de Fedra, respondía al saludo que yo le dirigía cotidianamente con expresión de sorpresa y que no parecía agradarle. Así y todo, al cabo de unos días en que el recuerdo de las dos muchachitas luchó con varia suerte por el dominio de mis ideas amorosas con el de la señora de Guermantes, fue éste, como por sí mismo, el que acabó por renacer más a menudo, mientras que sus competidores se eliminaban por sí solos; sobre él fue sobre quien acabé por haber transferido, voluntariamente aún, en suma, y como por elección y por gusto, todos mis pensamientos de amor. Ya no pensé más en las muchachitas del catecismo ni en una determinada lechera, y, sin embargo, no esperé ya volver a encontrar en la calle lo que había ido a buscar a ella, ni la ternura prometida en el teatro en una sonrisa, ni la silueta y el claro semblante bajo la cabellera rubia, que no eran tales sino de lejos. Ahora no hubiera podido decir siquiera cómo era la señora de Guermantes, en qué la reconocía, pues todos los días, en el conjunto de su persona, el semblante era diferente, como el traje y el sombrero.

¿Por qué un día, al ver llegar de frente, bajo una capota malva, un dulce y terso semblante de encantos repartidos con simetría en torno a dos ojos azules y en el cual la línea de la nariz parecía reabsorbida, sabía yo, con una conmoción de júbilo, que no volvería a casa sin que la señora de Guermantes se fijase en mí; por qué sentía la misma turbación, afectaba la misma indiferencia, apartaba los ojos de la misma manera distraída que la víspera, al ver la aparición de perfil, en una bocacalle y bajo una toca azul marino, de una nariz en forma de pico de pájaro, el escorzo de una mejilla roja, interrumpido por un ojo penetrante, como una divinidad egipcia? Una vez, no fue sólo una mujer con pico de pájaro lo que vi, sino algo como un verdadero pájaro: el traje y hasta el gorrito de la señora de Guermantes eran de pieles, y como no dejaban así ver el menor asomo de tela, parecía naturalmente envuelta en piel como ciertos buitres cuyo plumaje espeso, unido, leonado y suave tiene la apariencia de una especie de pelo. En medio de este plumaje natural, la cabecita encorvaba su pico de pájaro y los ojos saltones eran penetrantes y azules.

Tal día volvía de pasear la calle arriba y abajo durante varias horas sin descubrir a la señora de Guermantes, cuando, de pronto, en el fondo de una lechería escondida entre dos hoteles en aquel barrio aristocrático y popular, se destacaba el rostro confuso y nuevo de una mujer elegante que estaba haciendo que le enseñasen unos
suizos,
y, antes de que yo hubiese tenido tiempo de entreverla, como un relámpago que hubiera tardado menos tiempo en llegar hasta mí que el resto de la imagen, venía a herirme la mirada de la duquesa; otra vez, al no encontrarla y oír que daban las doce, comprendía que no valía la pena de seguir esperándola, y emprendía de nuevo, tristemente, el camino de casa, y, ensimismado en mi decepción, al contemplar, sin verlo, un coche que se alejaba, comprendía de repente que la inclinación de cabeza que una dama había hecho desde la portezuela era para mí, y que aquella dama, cuyos rasgos deshechos y pálidos o, por el contrario, tensos y vivos, componían bajo un sombrero redondo, al pie de una alta
aigrette,
el rostro de una extranjera que yo había creído no reconocer, era la señora de Guermantes, a la que había dejado que me saludase sin responderle siquiera. Y algunas veces la encontraba, al volver, en el rincón de la portería, donde el detestable portero, cuyas investigadoras ojeadas aborrecía yo, estaba haciéndole grandes saludos y también, sin duda,
informándola.
Porque todo el personal de los Guermantes, disimulado tras los visillos de las ventanas, espiaba, temblando, el diálogo que no oía, y a consecuencia del cual no dejaba la duquesa de privar de sus salidas a tal o cual criado a quien el chismoso del portero había vendido. Por todas las apariciones sucesivas de los diferentes semblantes que ofrecía la señora de Guermantes, semblantes que ocupaban una extensión relativa y variada, tan pronto estrecha como vasta, en el conjunto de su tocado, mi amor no se había adherido a tal o cual de aquellas parcelas cambiantes de carne y de tela que ocupaban, según los días, el lugar de las demás, y que ella podía modificar y renovar casi por entero sin alterar mi turbación, porque al través de ellas, a través del cuello nuevo, de la mejilla desconocida, sentía yo que era siempre la señora de Guermantes. Lo que yo quería era la persona invisible que ponía en movimiento todo aquello, era ella, cuya hostilidad me afligía, cuya proximidad me trastornaba, cuya vida hubiese querido captar, expulsando de ella a sus amigos. Podía enarbolar una pluma azul u ostentar un color arrebolado sin que sus acciones perdiesen para mí en importancia.

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