El mundo de Guermantes (26 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Las decoraciones, armadas aún, por entre las que pasaba yo, vistas así de cerca y despojadas de todo lo que les añaden la lejanía y la iluminación que el gran pintor que las había hecho a brochazos había calculado, eran miserables, y Raquel, cuando me acerqué a ella, no sufrió de un menor poder de destrucción. Las aletas de su nariz encantadora se habían quedado en la perspectiva, entre la sala y el escenario, lo mismo que el relieve de las decoraciones. Ya no era ella; sólo la reconocía gracias a sus ojos, en que su identidad se había refugiado. La forma, el fulgor de aquel astro joven, tan brillante momentos antes, habían desaparecido. En cambio, como si nos acercásemos a la luna y dejase de parecemos de rosa y de oro, en aquel rostro tan terso hacía un instante no distinguía yo más que protuberancias, manchas, hoyos. A pesar de la incoherencia en que se resolvían de cerca, no sólo el rostro femenino, sino las telas pintadas, yo me sentía feliz de estar allí, andando por entre las decoraciones, en medio de todo aquel marco que en otro tiempo mi amor a la naturaleza me hubiera hecho encontrar aburrido y artificioso, pero al que su pintura, hecha por Goethe en el Wilhem Meister, había dado para mí cierta belleza, y ya estaba encantado al descubrir en el medio de periodistas o gentes de la buena sociedad, amigos de las artistas que saludaban, charlaban, fumaban como si estuvieran en la calle, a un joven con gorro de terciopelo negro, con faldas color hortensia, coloreadas de rojo las mejillas como una página de álbum de Watteau, el cual, con la boca sonriente, vueltos al cielo los ojos, esbozando graciosos ademanes con las palmas de las manos, botando ligeramente, parecía tan de otra especie que la gente sesuda de chaqueta y de levita en medio de la cual perseguía como un loco su ensueño extasiado, tan ajeno a las preocupaciones de su vida, tan anterior a las costumbres de su civilización, tan emancipado de las leyes de la naturaleza, que resultaba tan confortante y tan fresco como ver a una mariposa extraviada entre una muchedumbre seguir con los ojos por entre las bambalinas bajas los arabescos naturales que en ellas trazaban sus jugueteos alados, caprichosos y pintados. Pero en el mismo instante Saint-Loup se imaginó que su querida ponía atención en aquel danzarín que estaba ensayando por última vez una figura del intermedio en que iba a aparecer, y se le anubló el semblante.

—Podías mirar para otro lado —le dijo con expresión recelosa—. Ya sabes que esos danzantes no valen lo que la cuerda a que harían bien en subir para partirse la crisma, y son gente capaz de ir después jactándose de que has puesto en ellos los ojos. Además, ya oyes que te están diciendo que vayas a tu cuarto de vestir. Todavía vas a llegar con retraso.

Tres caballeros —tres periodistas—, al ver la expresión furibunda de Saint-Loup, se acercaron alborozados a oír lo que se decía. Y como del otro lado estaban armando una decoración, nos vimos apretados contra ellos.

—¡Oh, pero si lo conozco, es amigo mío! —exclamó la querida de Saint-Loup mirando al danzarín—. ¡Qué bien lo hace! ¡Mire usted esas manitas que danzan lo mismo que todo el resto de su cuerpo!

El bailarín volvió la cabeza hacia ella, y al aparecer su persona humana bajo el silfo que se adiestraba en ser, la escarcha recta y gris de sus ojos brilló entre sus pestañas tiesas y pintadas, y una sonrisa prolongó a un lado y otro su boca, en su faz pintada de rojo al pastel; después, por divertir a la joven, como una cantante que por complacencia nos canturrea el aire en que le hemos dicho que la admirábamos, empezó a hacer de nuevo el mismo movimiento con las palmas de las manos, remedándose a sí mismo con un primor de pastichista y un buen humor de niño.

—¡Oh! ¡No puede ser más encantadora la ocurrencia de remedarse a sí mismo! —exclamó ella batiendo palmas.

—Hijita, te lo suplico —le dijo Saint-Loup con voz desolada—, no te des en espectáculo de esa manera, me matas; te juro que como digas una palabra más no te acompaño a tu camarín y me voy; vamos, no seas mala.

—No te quedes así en medio del humo del cigarro, te va a hacer daño —me dijo Saint-Loup con la solicitud que tenía para conmigo desde Balbec.

—¡Oh, qué suerte, si te vas!

—Te advierto que no volveré más.

—No me atrevo a esperarlo.

—Mira, ya sabes que te he prometido el collar como fueses buena, pero ya que me tratas de esa manera…

—¡Ah! Ahí tienes una cosa que no me extraña en ti. Me habías hecho una promesa, hubiera debido pensar de sobra que no la cumplirías. Quieres hacer ver que tienes dinero, pero yo no soy interesada como tú. Me trae completamente sin cuidado tu collar. Tengo quien me lo dé.

—Nadie más que yo podrá dártelo, porque lo he dejado apartado en casa de Boucheron y me ha dado palabra de que sólo me lo venderá a mí.

—Está bien, has querido cogerme en el lazo, has tomado de antemano todas tus precauciones. Es realmente lo que se dice Marsantes,
Mater Semita,
huele a la casta —respondió Raquel repitiendo una etimología que descansaba en un grosero contrasentido, ya que
Semita
significaba
sendero
y no
semita,
pero que los nacionalistas aplicaban a Saint-Loup por sus opiniones dreyfusistas, que debía, sin embargo, a la actriz. Esta se hallaba menos indicada que nadie para motejar de judía a la señora de Marsantes, a quien los etnógrafos de la buena sociedad no podían llegar a encontrar nada de judío fuera de su parentesco con los Lévy-Mirepoix—. Pero no han de quedar así las cosas, tenlo por seguro. Una palabra dada en esas condiciones no tiene ningún valor. Has obrado conmigo a traición. Boucheron ha de saberlo y se le dará el doble de lo que vale su collar. No has de tardar en tener noticias mías, estáte tranquilo—. Roberto tenía razón cien veces. Pero las circunstancias son siempre tan complejas que el que tiene razón cien veces puede no tenerla una. Y no pude menos de acordarme de la frase desagradable y sin embargo tan inocente que le había oído en Balbec: «De esa manera la tengo metida en un puño».

—Has entendido mal lo que te he dicho respecto al collar. No te lo había prometido de una manera formal. Desde el momento en que haces todo lo necesario para que yo te deje, es muy natural, me parece, que no te lo dé, no comprendo dónde ves la traición en eso, ni que yo sea interesado. No puede decirse que yo haga sonar mi dinero, siempre te digo que soy un pobre diablo que no tiene sobre qué caerse muerto. Haces mal en tomarlo de esa manera, hijita. ¿Qué tengo yo de interesado? Bien sabes que mi único interés es el tuyo.

—¡Sí, sí!, puedes seguir —le dijo ella, irónicamente, esbozando el gesto del que le está tomando a uno el pelo.

Y volviéndose al bailarín:

—Verdaderamente tiene unas manos pasmosas. Yo, con ser una mujer, no podría hacer lo que está haciendo él.

Y volviéndose hacia él y señalándole los rasgos convulsos de Roberto:

—Mira, sufre —le dijo por lo bajo, con el momentáneo impulso de una crueldad sádica que por lo demás no guardaba ninguna relación con sus verdaderos sentimientos de cariño respecto a Roberto.

—Oye: por última vez te juro que ya puedes hacer lo que quieras; así tengas de aquí a ocho días todos los remordimientos del mundo, no volveré; la copa está llena, ten cuidado, es irrevocable; algún día has de sentirlo, será demasiado tarde.

Quizá fuese sincero, y el tormento de dejar a su querida le parecía menos cruel que el de seguir a su lado en ciertas condiciones.

—Pero, hijo —añadió, dirigiéndose a mí—, ya te he dicho que no sigas ahí, vas a empezar a toser.

Le indiqué la decoración que me impedía cambiar de sitio. Se llevó ligeramente la mano al sombrero y dijo al periodista:

—Caballero, ¿tendría usted la bondad de tirar su cigarro? A mi amigo le hace daño el humo.

Su querida, que no esperaba por él, se iba hacia su camarín, y, volviéndose:

—¿Hacen lo mismo con las mujeres esas manitas? —lanzó al bailarín desde el fondo del teatro, con una voz artificiosamente melodiosa e inocente de ingenua—. Pareces una mujer, creo que podría una entenderse muy bien contigo y con una de mis amigas.

—No está prohibido fumar, que yo sepa; cuando se está enfermo, no hay más que quedarse en casa —dijo el periodista.

El bailarín sonrió misteriosamente a la artista.

—¡Oh, cállate, que me vuelves loca! —le gritó ella—; ¡ya verás qué juegos hacemos!

—En todo caso, caballero, no es usted muy amable —dijo Saint-Loup al periodista, siempre en tono cortés y suave, con el aire de comprobación del que acaba de juzgar retrospectivamente un incidente liquidado.

En ese momento vi a Saint-Loup que levantaba el brazo verticalmente por encima de su cabeza como si hubiera hecho señas a alguien a quien yo no veía, o como un director de orquesta, y, en efecto —sin más transición que como, a un simple ademán hecho con el arco, en una sinfonía o en un
ballet,
unos ritmos violentos suceden a un gracioso andante—, tras las palabras corteses que acababa de decir, dejó caer su mano, en una bofetada resonante, sobre la mejilla del periodista.

Ahora que a las conversaciones acompasadas de los diplomáticos, a las risueñas artes de la paz, había sucedido el ímpetu furioso de la guerra, como los golpes llaman a los golpes, no me hubiera extrañado demasiado ver a los adversarios bañándose en su sangre. Pero lo que yo no podía comprender (como las personas que encuentran que no está dentro de las reglas del juego el que surja una guerra entre dos países cuando aún no ha habido más que una rectificación de fronteras, o la muerte de un enfermo cuando sólo se trataba de un tumor del hígado) era cómo Saint-Loup había podido hacer seguir a aquellas palabras, que apreciaban un matiz de amabilidad, de un ademán que en modo alguno salía de ellas, que ellas no anunciaban, el ademán de aquel brazo alzado no sólo con desprecio del derecho de gentes, sino del principio de causalidad, en una generación espontánea de cólera, ademán creado
ex nihilo.
Afortunadamente, el periodista, que, tambaleándose con la violencia del golpe, había palidecido y vacilado un instante, no respondió. En cuanto a sus amigos, el uno había vuelto en seguida la cabeza, mirando atentamente del lado de las bambalinas hacia alguien que evidentemente no se encontraba allí; el segundo hizo como que se le había metido en el ojo una mota de polvo y empezó a pellizcarse el párpado haciendo muecas de dolor; en cuanto al tercero, había echado a correr, gritando:

—¡Ay, Dios!, me parece que van a levantar el telón; nos vamos a quedar sin nuestros asientos.

Yo hubiera querido hablar con Saint-Loup, pero estaba tan lleno de su indignación contra el bailarín, que esa indignación acudía a adherirse exactamente a la superficie de sus pupilas; como una armazón interior, distendía sus mejillas, de modo que como su agitación interna se traducía en una total inamovilidad exterior, ni siquiera tenía la elasticidad, el
juego
necesario para recibir unas palabras mías y responder a ellas. Los amigos del periodista, al ver que todo había terminado, volvieron al lado suyo, trémulos aún. Pero avergonzados de haberle abandonado, estaban absolutamente empeñados en que creyese que no se habían dado cuenta de nada. Así no acababan, el uno a cuenta de su mota de polvo en un ojo, el otro acerca de la falsa alarma que había tenido al figurarse que alzaban el telón, el tercero sobre la extraordinaria semejanza de una persona que había pasado con su hermano. E incluso le dejaron ver cierto mal humor porque no había compartido sus emociones.

—¡Cómo! ¿No te lo ha parecido a ti? ¿Es que no ves?

—Lo que os digo es que sois todos unos capones —rezongó el periodista abofeteado.

Inconsecuentes con la ficción que habían adoptado y en virtud de la cual hubieran debido —pero no pensaron en ello— hacer como que no comprendían lo que quería decir, profirieron una frase que es tradicional en tales circunstancias: «Ya te estás sulfurando, no te amosques, ¡parece que te has desbocado!».

Aun cuando yo había comprendido por la mañana, ante los perales en flor, la ilusión en que descansaba su amor hacia
Rachel quand du Seigneur,
no por ello me daba menos cuenta de lo que tenían de real, en cambio, los sufrimientos que nacían de ese amor. Poco a poco, el dolor que desde hacía una hora venía sintiendo, sin cesar, se retrajo, volvió a entrar en sí, una zozobra disponible y elástica apareció en sus ojos. Salimos los dos del teatro y anduvimos un poco, primeramente. Yo me había rezagado un instante en la esquina de la avenida Gabriel, desde donde veía llegar a menudo en otro tiempo a Gilberta. Probé durante algunos segundos a recordar aquellas impresiones lejanas, e iba a reunirme de nuevo con Saint-Loup a paso
gimnástico,
cuando vi que un señor bastante mal trajeado parecía estar hablándole bastante cerca. Concluí de ello que sería algún amigo personal de Roberto; a todo esto, parecían aproximarse todavía más el uno al otro; de pronto, como aparece en el cielo un fenómeno astral, vi unos cuerpos ovoideos que adoptaban con vertiginosa rapidez todas las posiciones que les permitían componer, delante de Saint-Loup, una inestable constelación. Lanzados como con honda, me pareció que eran lo menos siete. Sin embargo, no eran más que los dos puños de Saint-Loup, multiplicados por su rapidez en cambiar de lugar en aquel conjunto en apariencia ideal y decorativo. Pero esa obra de artificio no era sino una tunda que administraba Saint-Loup, y cuyo carácter agresivo en vez de estético me fue revelado primeramente por el aspecto del señor mediocremente trajeado, que pareció perder a un tiempo el aplomo, una mandíbula y mucha sangre. Dio explicaciones mentirosas a las personas que se acercaban a interrogarle, volvió la cabeza, y al ver que Saint-Loup se alejaba definitivamente para reunirse conmigo, se quedó mirándole con expresión de rencor y de abatimiento, pero en modo alguno furioso. Saint-Loup, en cambio, lo estaba, a pesar de no haber recibido ningún golpe, y sus ojos chispeaban todavía de cólera cuando llegó junto a mí. El incidente no se refería en nada, como yo había creído, a las bofetadas del teatro. Era un paseante apasionado que, al ver al apuesto militar que era Saint-Loup, le había hecho ciertas proposiciones. Mi amigo no salía de su asombro ante la audacia de aquel
mangante,
que ni siquiera esperaba las sombras nocturnas para arriesgarse, y hablaba de las proposiciones que le había hecho con la misma indignación con que los periódicos hablan de un robo a mano armada cometido osadamente en pleno día en un barrio céntrico de París. Sin embargo, el caballero apaleado era disculpable en cuanto que un plano inclinado acerca el deseo al goce lo suficientemente aprisa para que la simple belleza aparezca ya como un consentimiento. Ahora bien, no cabía discutir que Saint-Loup fuese guapo. Unos puñetazos como los que acababa de dar tienen, para los hombres del género del que un momento antes le había abordado, la utilidad de darles que pensar seriamente, si bien, con todo, durante un tiempo suficientemente escaso para que puedan corregirse y escapar así a los castigos de la justicia. Así, bien que Saint-Loup hubiese dado su vapuleo sin meditarlo mucho, todas las palizas de este género, aun cuando vayan en ayuda de las leyes, no llegan a homogeneizar las costumbres.

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