El mundo de Guermantes (30 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Entró el excelente escritor G…; venía a hacer a la señora de Villeparisis una visita que consideraba como una carga engorrosa. La duquesa, encantada de volver a encontrarlo, no le hizo, sin embargo, la menor seña; pero él, con la mayor naturalidad, fue al lado de ella, ya que el hechizo que poseía, su tacto, su simplicidad, hacían que la considerase como una mujer de talento. Por lo demás, la cortesía hacía que fuese para él un deber ir a su lado, porque como era un hombre agradable y célebre, la señora de Guermantes le invitaba a menudo a almorzar en la intimidad con ella y su marido, o bien por el otoño, en Guermantes, aprovechaba esa intimidad para invitarle a cenar, ciertas noches, con altezas que sentían curiosidad por encontrarse con él. Porque a la duquesa le gustaba recibir a ciertos hombres selectos, a condición, sin embargo, de que fuesen solteros, condición que aun de casados llenaban siempre para ella, ya que, como quiera que sus mujeres, más o menos vulgares siempre, hubieran hecho mal papel en un salón a que sólo iban las bellezas más elegantes de París, se les invitaba siempre sin ellas; y el duque, para salir al paso de cualquier susceptibilidad, explicaba a aquellos viudos por fuerza que la duquesa no recibía mujeres, que no soportaba la sociedad de las mujeres, casi como si fuese por prescripción del médico y como hubiera dicho que no podía estar en una habitación en que hubiese olores fuertes, comer manjares demasiado salados, viajar en un vagón de cola o gastar corsé. Verdad es que aquellos grandes hombres veían en casa de los Guermantes a la princesa de Parma, a la princesa de Sagan (a la que Francisca, que siempre estaba oyendo hablar de ella, acabó por llamar, creyendo exigido por la gramática ese femenino, la Saganta) y otras muchas; pero se justificaba su presencia diciendo que eran de la familia o amigas de la infancia a las que no se podía eliminar. Persuadidos o no por las explicaciones que el duque de Guermantes les había dado acerca de la singular enfermedad de la duquesa de no poder tratarse con mujeres, los grandes hombres las transmitían a sus esposas. Algunas pensaban que la enfermedad no era más que un pretexto para ocultar los celos, porque la duquesa quería ser la única que reinase sobre una corte de adoradores. Otras, aun más ingenuas, pensaban que tal vez fuese la duquesa de un género especial, que acaso tuviera, inclusive, un pasado escandaloso, que las mujeres no querrían ir a su casa y que daba el nombre de su fantasía a la necesidad. Las mejores, al oír decir a su marido montes y montañas del talento de la duquesa, estimaban que ésta era tan superior al resto de las mujeres que se aburría en la sociedad de ellas porque no saben hablar de nada. Y es verdad que la duquesa se aburría con las mujeres si su condición principesca no les comunicaba un interés particular. Pero las esposas eliminadas se engañaban al imaginarse que no quisiera recibir más que a hombres para poder hablar de literatura, de ciencia y de filosofía. Porque jamás hablaba de tales cosas, al menos con los grandes intelectuales. Si en virtud de la misma tradición de familia que hace que las hijas de grandes militares conserven en medio de sus preocupaciones más vanidosas el respeto a las cosas del ejército, la duquesa, nieta de mujeres que habían estado relacionadas con Thiers, Mérimée y Augier, pensaba que, ante todo, debe uno reservar en su salón un lugar a la gente de talento, por otra parte le había quedado de la manera, a la vez condescendiente e íntima, con que esos hombres célebres eran recibidos en Guermantes, el hábito de considerar a las gentes dotadas de ingenio como relaciones familiares, cuyo talento no le deslumbra a uno, a quienes no se les habla de sus obras, cosa que, por lo demás, no les interesaría. Además, el género de ingenio a lo Mérimée, a lo Meilhac, a lo Halévy, que era el suyo, la llevaba, por contraste con el sentimentalismo verbal de una época anterior, a un género de conversación que rechaza todo lo que sea grandes frases y expresión de sentimientos elevados, y hacía que pusiera cierta clase de elegancia, cuando estaba con un poeta o con un músico, en no hablar más que de los platos que estaban comiendo o de la partida de naipes que iban a jugar. Esa abstención tenía para un tercero que estuviese poco al corriente no poco de desconcertante, que llegaba hasta el misterio. Si la señora de Guermantes le preguntaba si le agradaría ser invitado en unión de tal o cual poeta célebre, llegaba a la hora señalada devorado por la curiosidad. La duquesa le hablaba al poeta del tiempo que hacía. Pasaban a la mesa. «¿Le gusta a usted esta manera de poner los huevos?» —preguntaba al poeta—. Ante su asentimiento, que compartía, porque todo lo que era de su propia casa le parecía exquisito, hasta una sidra espantosa que hacía traer de Guermantes: «Sírvale más huevos al señor», ordenaba al maestresala, mientras el tercero, ansioso, seguía esperando lo que seguramente había sido la intención, puesto que habían dispuesto las cosas para verse, a pesar de mil dificultades, antes de que saliese de viaje el poeta, de éste y de la duquesa. Pero seguía el almuerzo, retiraban los platos unos tras otros, no sin deparar a la señora de Guermantes ocasión para ingeniosas bromas o agudas anécdotas. El poeta, a todo esto, seguía comiendo, sin que ni el duque ni la duquesa pareciesen acordarse de que fuese poeta. Y poco después había terminado el almuerzo y se decían adiós sin haber hablado una palabra de poesía, que a todos les gustaba, sin embargo, pero de la que, en virtud de una reserva análoga a la que Swann me había hecho conocer por anticipado, nadie hablaba. Esa reserva era sencillamente de buen tono. Mas para el extraño, a poco que reflexionase sobre ella, tenía algo sobremanera melancólico, y las comidas del medio de Guermantes hacían pensar entonces en esas horas que los enamorados tímidos pasan juntos a menudo hablando de trivialidades hasta el momento de dejarse y sin que, sea por timidez, por pudor o por torpeza, el gran secreto que serían más dichosos en confesar haya podido pasar nunca de su corazón a sus labios. Por otra parte, hay que añadir que ese silencio respecto de las cosas profundas que esperaba uno siempre en vano que llegase el momento de abordar, si podía pasar por característico de la duquesa, no era absoluto en ella. La señora de Guermantes había pasado su juventud en un medio un tanto diferente, tan aristocrático, pero menos brillante y, sobre todo, menos fútil que el ambiente en que vivía hoy, y de una gran cultura. Había dejado en su frivolidad actual una a modo de capa más sólida, invisiblemente nutricia y a la que incluso iba a buscar la duquesa (rarísimas veces, porque detestaba la pedantería) alguna cita de Víctor Hugo o de Lamartine, que, muy bien traída, dicha con una sentida mirada de sus hermosos ojos, no dejaba de sorprender y de encantar. A veces, incluso, sin pretensiones, con pertinencia y sencillez, daba a un autor dramático académico algún consejo sagaz, le hacía atenuar una situación o cambiar un desenlace.

Si en el salón de la señora de Villeparisis, lo mismo que en la iglesia de Combray, en la boda de la señorita de Percepied, me costaba trabajo encontrar en el hermoso rostro, demasiado humano, de la señora de Guermantes la incógnita de su nombre, pensaba por lo menos que cuando hablaba, su charla, profunda, misteriosa, tendría una extraña calidad de tapicería medieval, de vidriera gótica. Mas para que no me hubiera sentido defraudado por las palabras que oyese pronunciar a una persona que se llamaba señora de Guermantes, aun cuando yo no la hubiese querido, tampoco hubiera bastado con que sus frases fuesen agudas, hermosas y profundas; hubiera sido preciso que reflejasen el color amaranto de la última sílaba de su nombre, aquel color que desde el primer día me había chocado no encontrar en su persona y que había hecho refugiarse en su pensamiento. Naturalmente que ya había oído a la señora de Villeparisis, a Saint-Loup, a gentes cuya inteligencia no tenía nada de extraordinario, pronunciar sin preocupación alguna ese nombre de Guermantes, sencillamente como si fuese una persona que iba a venir de visita o con la cual hubiese uno de almorzar, sin que parecieran percibir en ese nombre aspectos de bosques amarillentos y todo un misterioso rincón de provincias. Pero eso debía de ser una afectación suya, como cuando los poetas clásicos no nos advierten respecto a las profundas intenciones que sin embargo han tenido; afectación que también yo me esforzaba en imitar diciendo en el tono más natural «la duquesa de Guermantes», como un nombre que se hubiera parecido a cualesquiera otros. Por lo demás, todo el mundo aseguraba de ella que era una mujer muy inteligente, de una conversación ingeniosa, que vivía en un reducido círculo de los más interesantes; palabras que se hacían cómplices de mi ensueño. Porque cuando decían círculo inteligente, conversación ingeniosa, lo que yo me imaginaba no era de ningún modo la inteligencia tal como ya la conocía, aunque fuese la de los más grandes ingenios, de ningún modo componía de gentes como Bergotte ese círculo. No; lo que yo entendía por inteligencia era una facultad inefable, dorada, impregnada de un frescor silvestre. Aun pronunciando las frases más inteligentes (en el sentido de que tomaba yo la palabra
inteligente
cuando se trataba de un filósofo o de un crítico), la señora de Guermantes habría defraudado acaso mi espera de una facultad tan particular, todavía más que si en una conversación insignificante se hubiera contentado con hablar de recetas de cocina o del mobiliario de un castillo, con citar nombres de vecinos o de parientes suyos que me hubiesen evocado su vida.

—Creí que encontraría aquí a Basin, pensaba venir a verla a usted —dijo la señora de Guermantes a su tía.

—Hace varios días que no he visto a tu marido —respondió en tono susceptible y molesto la señora de Villeparisis—. No le he visto, o a lo sumo una vez, acaso desde la encantadora broma de hacerse anunciar como la reina de Suecia.

La señora de Guermantes, para sonreír, plegó las comisuras de los labios como si hubiera mordido su velillo.

—Hemos almorzado ayer con ella en casa de Blanca Leroi; no la conocería usted, se ha puesto enorme, estoy segura de que está enferma.

—Precisamente estaba diciéndoles a estos señores que tú le encontrabas parecido con una rana.

La señora de Guermantes dejó oír cierto ruidillo ronco que significaba que se reía zumbonamente, por cumplido.

—No sabía que hubiese hecho yo esa linda comparación; pero en ese caso ahora es la rana que ha conseguido ponerse tan abultada como el buey. O mejor dicho, no es precisamente eso, porque toda la gordura se le ha amontonado en el vientre; es más bien una rana en estado interesante.

—¡Ah!, la comparación tiene muchísima gracia —dijo la señora de Villeparisis, que en el fondo se sentía bastante orgullosa ante sus visitantes del ingenio de su sobrina.

—Sobre todo es
arbitraria
—respondió la señora de Guermantes, recalcando irónicamente este epíteto selecto, como hubiera hecho Swann—, porque confieso que nunca he visto una rana de parto. En todo caso, esa rana, que por lo demás no clama por rey, ya que nunca la he visto más desatada que desde la muerte de su esposo, ha de ir a almorzar a casa un día de la semana que viene. He dicho que la avisaría a usted de todas formas.

La señora de Villeparisis dejó oír una especie de mormojeo indistinto.

—Ya sé que ha almorzado anteayer en casa de la señora de Mecklembourg —añadió—. Estaba allí Aníbal de Bréauté. Ha venido a contármelo con bastante gracia, debo confesarlo.

—Había en ese almuerzo alguien más ingenioso aún que Babal —dijo la señora de Guermantes, que, con ser tan íntima del señor de Bréauté-Consalvi, trataba de demostrarlo llamándole por el diminutivo—. Es el señor Bergotte.

Yo no había pensado que Bergotte pudiera ser considerado como ingenioso; además se me aparecía como mezclado a la humanidad inteligente, es decir, infinitamente distante del reino misterioso que yo había divisado bajo las colgaduras de púrpura de una platea, y en el que el señor de Bréauté, haciendo reír a la duquesa, sostenía con ella en la lengua de los Dioses esta cosa inimaginable: una conversación entre gente del barrio de Saint-Germain. Quedé consternado al ver que el equilibrio se rompía y que Bergotte pasaba por encima del señor de Bréauté. Pero lo que sobre todo me sumió en la desesperación fue el haber evitado a Bergotte la tarde de
Fedra,
no haber ido a su encuentro cuando oí a la señora de Guermantes decir a la de Villeparisis:

—Es la única persona a quien tengo ganas de conocer —añadió la duquesa, en quien podía siempre como en el momento de una marea espiritual verse el flujo de una curiosidad respecto de los intelectuales célebres cruzándose en el camino con el reflujo del esnobismo aristocrático—. ¡Cómo me gustaría!

La presencia de Bergotte a mi lado, presencia que me hubiera sido tan fácil conseguir, pero que yo hubiera creído que podía dar mala idea de mí a la señora de Guermantes, hubiese tenido sin duda como resultado, por el contrario, que la duquesa me hubiera hecho seña para que fuese a su platea y me pidiese que le llevara a almorzar un día al gran escritor.

—Parece que no ha estado muy amable; se lo han presentado al señor de Coburgo y no le ha dicho una palabra —agregó la señora de Guermantes señalando este rasgo curioso como hubiera contado que un chino se sonaba las narices con un papel—. Ni una sola vez le llamó «monseñor» —añadió aparentemente divertida por este detalle tan importante para ella como la negativa de un protestante, en el curso de una audiencia con el Papa, a hincarse de rodillas ante Su Santidad.

Interesada por estas particularidades de Bergotte, no parecía, por lo demás, que las hallase censurables, y más bien se dijera que las consideraba en él como un mérito, sin que ella misma supiera exactamente de qué género. No obstante esta extraña manera de comprender la originalidad de Bergotte, me ocurrió más tarde descubrir que no era completamente de desdeñar el que la señora de Guermantes, con gran extrañeza de muchos, hallase a Bergotte más ingenioso que al señor de Bréauté. Estos juicios subversivos, aislados, y sin embargo justísimos, son formulados así en el gran mundo por algunas raras personas superiores a las demás. Y en ellos dibujan los primeros trazos de la jerarquía de los valores tal como habrá de establecerla la generación siguiente en lugar de atenerse eternamente a la antigua.

El conde de Argencourt, encargado de Negocios de Bélgica, y primo en tercer grado, por afinidad, de la señora de Villeparisis, entró cojeando, seguido poco después por dos jóvenes, el barón de Guermantes y S. A. el duque de Châtellerault, al cual dijo la señora de Guermantes: «¡Hola, Châtellerault chico!», con expresión distraída y sin moverse de su taburete, porque era grande amiga de la madre del joven duque, el cual, debido a esto y desde su infancia, tenía un extremado respeto para ella. Altos, cenceños, con la piel y el cabello dorados, completamente del tipo Guermantes, los dos jóvenes parecían una condensación de la luz primaveral y vesperal que inundaba el vasto salón. Siguiendo una costumbre que estaba de moda por aquel entonces, dejaron sus sombreros de copa en el suelo, cerca de sí. El historiador de la Fronda pensó que debían de estar molestos como un aldeano que entra en la alcaldía y no sabe qué hacer con el sombrero. Creyendo que debía acudir caritativamente en auxilio de la torpeza y la timidez que les suponía:

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