El mundo de Guermantes (31 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

—No, no —les dijo—; no los dejen ustedes en el suelo, van ustedes a aplastarlos.

Una mirada del barón de Guermantes, poniendo oblicuo el plano de sus pupilas, hizo pasar por éstas de pronto un color de un azul duro y cortante que dejó helado al bondadoso historiador.

—¿Cómo se llama ese caballero? —me preguntó el barón, que acababa de serme presentado por la señora de Villeparisis.

—El señor Pierre —respondí a media voz.

—¿Pierre… qué?

—Pierre es su apellido, es un historiador de gran valía.

—¡Ah, si lo dice usted!

—No, es una costumbre nueva que tienen estos señores de dejar los sombreros en el suelo —explicó la señora de Villeparisis—; a mí me pasa lo que a usted, que no acabo de hacerme a ella. Pero prefiero eso a lo que hace mi sobrino Roberto, que siempre deja el sombrero en la antesala. Le digo cuando le veo entrar así que parece el relojero, y le pregunto si viene a dar cuerda a los relojes.

—Hace un momento hablaba usted, señora marquesa, del sombrero del señor Molé; no tardaremos en llegar a hacer lo que Aristóteles en el capítulo de los sombreros —dijo el historiador de la Fronda, algo más tranquilo gracias a la intervención de la señora de Villeparisis; pero así y todo, con una voz tan débil aún, que salvo yo, no le oyó nadie.

—La verdad es que es pasmosa la duquesita —dijo el señor de Argencourt, señalando a la señora de Guermantes, que hablaba con G…—. En el momento en que hay en un salón algún hombre que esté de moda, se le encuentra siempre al lado de ella. Evidentemente, no puede ser nadie más que el sumo pontífice el que esté con ella. No pueden ser todos los días Borelli, Schlumberger o d’Avenel. Pero entonces serán Pierre Loti o Edmond Rostand. Ayer tarde, en casa de los Doudeauville, donde, entre paréntesis, estaba espléndida con su diadema de esmeraldas, con un magnífico traje rosa de cola, tenía a un lado al señor Deschanel, al otro al embajador de Alemania; se las tenía tiesas a propósito de la China; el gran público, que estaba a una distancia respetuosa y no oía lo que se decían, se preguntaba si no iba a estallar una guerra. La verdad es que parecía una reina que sostenía un asedio.

Todos se habían acercado a la señora de Villeparisis para verla pintar.

—Esas flores son de un rosa verdaderamente celeste —decía Legrandin—; quiero decir, color de cielo rosa. Porque hay un rosa celeste como hay un azul celeste. Pero —murmuró, tratando de que sólo le oyese la marquesa— creo que aún me inclino más a lo sedoso, al encarnado vivo de la copia que hace usted de ellas. ¡Oh!, deja usted muy atrás a Pisanello y a Van Huysun y su herbario minucioso y muerto.

Un artista, por modesto que sea, acepta siempre verse preferido a sus rivales y se limita a tratar de hacerles justicia.

—Lo que a usted le produce ese efecto es que ellos pintaban flores de aquel tiempo, que ya no conocemos; pero tenían una gran maestría.

—¡Ah! ¡Flores de aquel tiempo! ¡Qué ingenioso! —exclamó Legrandin.

—Pinta usted, en efecto, flores de cerezo… o rosas de mayo muy hermosas —dijo el historiador de la Fronda, no sin alguna vacilación en cuanto a la flor, pero con aplomo en la voz, porque empezaba a olvidar el incidente de los sombreros.

—No, son flores de manzano —dijo la duquesa de Guermantes dirigiéndose a su tía.

—¡Ah!, ya veo que eres buena campesina; sabes distinguir las flores lo mismo que yo.

—¡Ah, sí! ¡Es verdad! Pero yo creía que había pasado ya el tiempo de los manzanos —dijo al buen tuntún el historiador de la Fronda, para disculparse.

—No, al contrario, aún no han echado flor; no estarán en flor hasta dentro de quince días, de tres semanas acaso —dijo el archivero, que, como administraba hasta cierto punto las propiedades de la señora de Villeparisis, estaba más al corriente de las cosas del campo.

—Sí, y aun eso en los alrededores de París, donde están muy adelantados. En Normandía, por ejemplo, en casa del padre de éste —dijo señalando al duque de Châtellerault—, que tiene unos pomares magníficos a orillas del mar, como en un biombo japonés, no se ponen realmente de color rosa hasta después del 20 de mayo.

—Yo no los veo nunca —dijo el joven duque—, porque me dan la fiebre del heno. ¡Mire usted que es grande eso!

—La fiebre del heno… Nunca he oído hablar de ella —dijo el historiador.

—Es la enfermedad de moda —dijo el archivero.

—Eso, según; quizá no le diese a usted si fuese un año en que hubiera manzana. Ya sabe usted el dicho del normando: «¡Para un año que hay manzanas…!» —dijo el señor de Argencourt, que, sin ser francés del todo, trataba de dárselas de parisiense.

—Tienes razón —respondió a su sobrina la señora de Villeparisis—, son flores de manzano del mediodía. Una florista me ha mandado estas ramas, rogándome que las aceptase. Le chocará a usted, señor Valmère —dijo volviéndose al archivero—, que una florista me mande ramas de manzano. Pero, a pesar de ser una vieja, conozco gente, tengo algunos amigos —añadió sonriendo por sencillez, según creyó la mayor parte de los presentes, o más bien, a lo que me pareció, porque encontraba divertido envanecerse de la amistad de una florista cuando se tenían relaciones tan encopetadas.

Bloch se levantó para ir a admirar a su vez las flores que pintaba la señora de Villeparisis.

—Así como así, marquesa —dijo el historiador volviendo a su asiento—, aun cuando volviese una de esas revoluciones que tan a menudo han ensangrentado la historia de Francia, y en estos tiempos en que vivimos, ¡Dios mío!, no puede uno saber… —añadió lanzando una mirada circular y circunspecta como para ver si había alguno «de la cáscara amarga» en el salón, aunque no lo esperase—, con un talento como ése y con sus cinco lenguas, siempre estaría usted segura de salir adelante.

El historiador de la Fronda paladeaba cierto descanso, porque se había olvidado de sus insomnios. Pero de pronto recordó que hacía seis días que no había dormido, y entonces una ruda fatiga, nacida de su mente, se apoderó de sus piernas, le hizo encorvar la espalda, y su rostro desolado colgaba semejante al de un viejo.

Bloch quiso hacer un ademán para expresar su admiración, pero de un codazo tiró el vaso en que estaba la rama, y todo el agua se vertió sobre el tapiz.

—Tiene usted verdaderamente dedos de hada —dijo a la marquesa el historiador, que, como estaba vuelto de espaldas a mí en aquel momento, no se había dado cuenta de la torpeza de Bloch.

Pero éste creyó que la frase se aplicaba a él, y para ocultar bajo una insolencia la vergüenza de su desmaño:

—No tiene ninguna importancia —dijo—, porque no me he mojado.

La señora de Villeparisis llamó, y un lacayo vino a secar el tapiz y a recoger los pedazos de cristal. La señora invitó a su
matinée
a los dos jóvenes, así como a la duquesa de Guermantes, a la que advirtió:

—No te olvides de decirles a Gisela y a Berta (las duquesas de Auberjon y de Portefin) que estén aquí un poco antes de las dos para ayudarme —como hubiera dicho a unos maestresalas contratados para la fiesta que viniesen antes de la hora para preparar las compoteras.

No tenía con sus parientes principescos, como tampoco con el señor de Norpois, ninguna de las amabilidades que tenía para con el historiador, para con Cottard, para con Bloch, para conmigo, y parecía que aquéllos no tuviesen para ella otro interés que el de ofrecerlos como pasto a nuestra curiosidad. Es que sabía que no tenía por qué molestarse por unas gentes para quienes no era una mujer más o menos brillante, sino la hermana susceptible, y tratada con miramientos, de su padre o de su tío. De nada le hubiera servido tratar de brillar ante ellos, a quienes no podía engañar con eso en cuanto a lo sólido o lo endeble de su situación, aparte de que conocían mejor que nadie su historia y respetaban la ilustre casta de que había nacido. Pero, sobre todo, no eran para ella más que un residuo muerto que ya no fructificaría; no habían de hacerle conocer a sus nuevos amigos ni compartir sus placeres. Sólo podía conseguir su presencia o la posibilidad de hablar con ellos, en su recepción de las cinco, lo mismo que más tarde en sus Memorias, de que esa recepción no era sino a manera de un ensayo, de una primera lectura en alta voz ante un pequeño círculo. Y en la compañía que todos esos nobles parientes le servían para interesar, para deslumbrar, para encadenar; en la compañía de los Cottard, de los Bloch, de los autores dramáticos de nota, historiadores de la Fronda de todas clases, estaban para la señora de Villeparisis —a falta de la parte del mundo elegante que no iba a su casa— el movimiento, la novedad, las diversiones y la vida; de toda esa gente era de quien podía obtener ventajas sociales (que bien valían la pena de que les hiciese encontrarse a veces, sin que la conociesen nunca, con la duquesa de Guermantes), almuerzos con hombres notables cuyos trabajos le habían interesado, una ópera cómica o una pantomima que el autor en persona dirigía, ponía y bacía representar en su casa; palcos para espectáculos curiosos. Bloch se puso en pie para marcharse. Había dicho en voz alta que el incidente del vaso con flores volcado no tenía ninguna importancia, pero lo que decía por lo bajo era diferente, más diferente aún lo que pensaba: «Cuando no se tienen criados suficientemente bien enseñados para saber colocar un vaso sin peligro de empapar y aun herir a los visitantes, no se mete uno en estos lujos», rezongaba por lo bajo Era uno de esos hombres susceptibles y
nerviosos
que no pueden soportar el haber cometido una torpeza que sin embargo, no se confiesan a sí mismos, porque les echa a perder todo el día. Furioso, se sentía lleno de pensamientos negros, no quería volver a frecuentar más el gran mundo. Era ese momento en que hace falta un poco de distracción. Afortunadamente, la señora de Villeparisis iba a hacerle quedarse un segundo después. Fuera porque conociese las opiniones de sus amigos y la ola de antisemitismo que empezaba a alzarse, o bien fuera por distracción, no lo había presentado a las personas que se encontraban allí. El, sin embargo, como tenía poco mundo, creyó que al marcharse debía saludarlas, para demostrar su trato social, pero sin ninguna habilidad; inclinó varias veces la frente, hundió el barbudo mentón en el cuello postizo, mirando sucesivamente a cada uno a través de sus lentes con expresión fría y descontenta. Pero la señora de Villeparisis le detuvo; aún tenía que hablarle de la comedieta en un acto que había de representarse en su casa, y, por otra parte, no hubiera querido que se fuese sin haber tenido la satisfacción de conocer al señor de Norpois (al que le extrañaba no ver entrar), y aun cuando esta presentación fuese superflua, puesto que Bloch estaba ya resuelto a convencer a las dos artistas de quienes había hablado para que viniesen a cantar gratis a casa de la marquesa, en interés de su propia gloria, en una de aquellas recepciones que frecuentaba la flor y nata de Europa. Incluso había propuesto, además, una trágica «de ojos puros, bella como Hera», que declamaría unas prosas líricas con el sentido de la belleza plástica. Pero al oír su nombre, la señora de Villeparisis la había rechazado, porque era la amiga de Saint-Loup.

—Tengo mejores noticias —me dijo al oído—; creo que eso ya no se sostiene más que con un ala y que no tardarán en estar separados, a pesar de un oficial que ha desempeñado un papel abominable en toda esa historia —añadió. Porque la familia de Roberto empezaba a aborrecer de muerte al señor de Borodino, que había dado la licencia para Brujas a instancias del peluquero, y le acusaba de favorecer unas relaciones infames—. ¡Está muy mal! —me dijo la señora de Villeparisis con el acento virtuoso de los Guermantes, incluso los más depravados—. ¡Pero muy, muy mal! —repitió, poniendo tres
emes
al muy—. Se veía que no dudaba que el de Borodino hiciese de tercero en todas las orgías. Pero como la amabilidad era en la marquesa el hábito predominante, su expresión de ceñuda severidad respecto del horrible capitán cuyo nombre dijo con un énfasis irónico: «El príncipe de Borodino», como mujer para quien el Imperio no cuenta, acabó en un tierna sonrisa dirigida a mí con un mecánico guiño de vaga connivencia conmigo.

—Le tengo mucho afecto a De Saint-Loup-en-Bray —dijo Bloch—, aunque sea un pájaro de cuenta, porque está extraordinariamente bien educado. Tengo predilección, no por él, sino por las personas extraordinariamente bien educadas. ¡Son tan raras! —continuó, sin darse cuenta, porque empezaba por ser él mismo muy mal educado, de hasta qué punto desagradaban sus palabras—. Voy a citarles a ustedes una prueba que a mí me parece evidentísima de su perfecta educación. Una vez me lo encontré con un joven, cuando iba a subir a su carro de hermosas llantas, después de haber puesto con sus propias manos las espléndidas correas a dos caballos nutridos con avena y cebada y a los que no hace falta excitar con el centelleante látigo. Nos presentó, pero yo no entendí el nombre del joven, pues nunca se entiende el nombre de las personas que le presentan a uno —añadió riéndose, porque ésta era una gracia de su padre—. De Saint-Loup-en-Bray no abandonó su sencillez, no alardeó exageradamente del joven, no pareció cohibido ni poco ni mucho. Y lo bueno del caso es que algunos días después me enteré, por casualidad, de que el joven era hijo de sir Rufus Israels.

El final de la historia pareció menos chocante que su comienzo, porque resultó incomprensible para los presentes. En efecto, sir Rufus Israels, que a Bloch y a su padre les parecía un personaje casi regio, ante el cual debería temblar Saint-Loup, era, por el contrario, a los ojos del círculo de los Guermantes, un extranjero advenedizo, tolerado por la buena sociedad, pero de cuya amistad no se le hubiera ocurrido a nadie enorgullecerse ni mucho menos.

—Lo he sabido —dijo Bloch— por el apoderado de sir Rufus Israels, que es amigo de mi padre y un hombre lo que se dice extraordinario. ¡Ah!, un individuo absolutamente curioso —añadió con la energía afirmativa, con el acento de entusiasmo que sólo se ponen en aquellas convicciones que uno no se ha formado por sí mismo.

Bloch se había mostrado encantado ante la idea de conocer al señor de Norpois.

—Le hubiera gustado —decía— hacerle hablar de la cuestión Dreyfus. Hay una mentalidad en eso que no conozco bien, y no dejaría de ser sabroso hacerle una interviú a este eminente diplomático —dijo en tono sarcástico, porque no pareciera que se consideraba inferior al embajador.

—Dime —continuó hablándome muy bajito—, ¿como qué capital podrá tener Saint-Loup? Ya comprenderás que, si te hago esta pregunta, la cosa me tiene tan sin cuidado como el año de la Nanita, pero es desde el punto de vista balzaciano, ¿comprendes? ¿Ni siquiera sabes en qué lo tiene puesto, si tiene valores franceses, extranjeros, tierras?

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