El mundo de Guermantes (25 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

—Tiene una mirada graciosa, ¿no es verdad? Como usted comprende, lo que a mí me divertiría sería saber lo que puede pensar ese hombre, que me sirviera a menudo, llevármelo de viaje. Pero nada más que eso. Si estuviésemos obligados a querer a toda la gente que nos gusta, sería, en el fondo, bastante terrible. No tiene razón Roberto para hacerse figuraciones. Todo esto son cosas que se me pasan por la cabeza. Roberto debería estar muy tranquilo —seguía sin dejar de mirar a Amado—. Mire usted, fíjese qué ojos negros tiene, me gustaría saber qué hay debajo de ellos.

No tardaron en venir a decirle que Roberto la llamaba para que fuese a un gabinete reservado, a donde, entrando por otra puerta, había ido a acabar de almorzar, sin pasar otra vez por la sala del restaurante. Resultó con ello que me quedé solo; después me mandó llamar a mí Roberto. Encontré a su querida tendida en un sofá, riendo bajo los besos y las caricias que le prodigaba él. Bebían champaña. «Buenos días, usted», le dijo ella, porque había aprendido recientemente esta fórmula, que le parecía la última palabra del mimo y del ingenio. Yo había almorzado mal, me sentía a disgusto, y sin que las frases de Legrandin entrasen para nada en ello, lamentaba pensar que empezaba en un reservado de restaurante e iba a acabar entre unos bastidores de teatro aquella primera tarde de primavera. Después de haber mirado la hora, por ver si no se retrasaría, Raquel me ofreció champaña, me tendió uno de sus cigarrillos de Oriente, y se quitó para mí una rosa del pecho. Entonces me dije: estas horas que paso al lado de esta muchacha no son para mí horas perdidas, ya que merced a ella tengo —don gracioso y que a ningún precio es demasiado caro— una rosa, un cigarrillo, una copa de champaña. Me lo decía a mí mismo porque me parecía que era tanto como dotar de un carácter estético, y por ende justificar, salvar estas horas de aburrimiento. Acaso hubiera debido pensar que la necesidad misma que sentía yo de una razón que me consolase de mi aburrimiento bastaba para probar que no sentía nada estético. En cuanto a Roberto y su querida, parecía que no guardasen ningún recuerdo de la riña que habían tenido momentos antes, ni de que yo hubiera asistido a ella. No hicieron ninguna alusión a lo ocurrido, no le buscaron ninguna disculpa, como tampoco al contraste que con la pasada discusión hacían sus maneras de ahora. A fuerza de beber champaña con ellos empecé a sentir un poco de la embriaguez que experimentaba en Rivebelle, probablemente no del todo la misma. No sólo cada género de embriaguez, desde la que da el sol o el viaje hasta la que producen la fatiga o el vino; sino cada grado de embriaguez que debería llevar una
cota
diferente como las que indican los fondos en el mar, pone al desnudo en nosotros, exactamente a la profundidad en que se encuentra, un hombre especial. El reservado en que se hallaba Saint-Loup era pequeño, pero el único espejo de luna que lo decoraba era de tal suerte que parecía reflejar otros treinta a lo largo de una perspectiva infinita; y la bombilla eléctrica puesta en lo alto del marco, debía, de atardecida, cuando la encendían, seguida de la procesión de una treintena de reflejos semejantes a sí misma, dar al bebedor, aun solitario, la idea de que el espacio en derredor suyo se multiplicaba al mismo tiempo que sus sensaciones exaltadas por la embriaguez, y que, encerrado a solas en aquel exiguo recinto, reinaba empero sobre algo mucho más extenso, en su curva indefinida y luminosa, que una avenida del «Jardín de París». Ahora bien, como en aquel momento era yo ese bebedor, de repente, al buscarlo en el espejo lo descubrí, repulsivo, desconocido, que me miraba. La alegría de la embriaguez era más fuerte que la repulsión; por broma o por baladronada le sonreí y al mismo tiempo me sonreía él. Y yo me sentía hasta tal punto bajo el imperio efímero y poderoso del minuto en que las sensaciones son tan fuertes, que no sé si mi única tristeza no fue pensar que para el yo espantoso que acababa de percibir acaso fuese este su último día, y que jamás volvería a encontrar a aquel extraño en el curso de mi vida.

Roberto estaba enfadado únicamente porque yo no quisiera brillar más a los ojos de su querida.

—Vamos a ver, el señor ése que te encontraste esta mañana y que mezcla el esnobismo con la astronomía, cuéntaselo, yo no lo recuerdo bien, y la miraba con el rabillo del ojo.

—¡Pero, hijo mío, si no tiene nada más que contar que lo que acabas de decir tú!

—Eres insoportable. Entonces cuenta las cosas de Francisca en los Campos Elíseos, eso le ha de gustar mucho.

—¡Oh, sí! ¡Bobbey me ha hablado tanto de Francisca!

Y cogiendo a Saint-Loup por la barbilla, repitió, por falta de invención, atrayendo aquella barbilla hacia la luz: «¡Buenos días, usted!».

Desde que los actores ya no eran exclusivamente, para mí, depositarios, en su dicción y en su manera de accionar, de una verdad artística, me interesaban en sí mismos, me divertía, creyendo tener delante de mí los personajes de una vieja novela cómica, en ver cómo, ante la fisonomía nueva de un caballero joven que acababa de entrar en la sala, la ingenua escuchaba distraídamente la declaración que le hacía el galán en la obra, mientras que éste, en el fuego graneado de su tirada amorosa, no dejaba por ello de dirigir una ojeada inflamada hacia una vieja dama sentada en un palco próximo, y cuyas magníficas perlas le habían deslumbrado; y así, gracias sobre todo a los informes que Saint-Loup me daba acerca de la vida privada de los artistas, veía yo otra representación muda y expresiva por debajo de la representación hablada que, por otra parte, aunque mediocre, me interesaba, porque sentía germinar en ella y florecer por una hora a la luz de la batería, hechas del aglutinamiento en el rostro de un actor de otra fisonomía de colorete y de cartón, las palabras de un papel sobre su alma personal.

Esas individualidades efímeras y vivaces que son los personajes, de una obra seductora también, a que cobramos amor, que admiramos, que compadecemos, que quisiéramos volver a encontrar, una vez que hemos abandonado el teatro, pero que ya se han desagregado en un comediante que no tiene ya la condición que tenía en la obra, en un texto que deja de mostrar el rostro del comediante, en unos polvos coloreados que borra el pañuelo, que se han resuelto, en una palabra, en elementos que ya no tienen nada de ellas debido a su disolución, consumada inmediatamente después del final del espectáculo, hacen, como la de un ser querido, dudar de la realidad del yo y meditar sobre el misterio de la muerte.

Un número del programa que me resultó extremadamente molesto: una joven, a la que detestaban Raquel y varias de sus amigas, debía hacer en él, con unas canciones antiguas, una primera aparición en que había fundado todas sus esperanzas sobre su porvenir y las de los suyos. Tenía esta joven una grupa demasiado prominente, ridícula casi, y una voz bonita, pero demasiado delgada, debilitada, además, por la emoción, y que contrastaba con aquella poderosa musculatura. Raquel había apostado en la sala cierto número de amigos y amigas, cuyo papel consistía en desconcertar con sus sarcasmos a la debutante, a quien sabían tímida, hacerle perder la cabeza de manera que tuviese un fracaso completo, después del cual el director no cerraría el contrato. Desde las primeras notas de la desventurada, algunos espectadores, reclutados con ese fin, empezaron a indicarse unos a otros la espalda de aquélla, riéndose; algunas mujeres que entraban en la conjura se rieron alto; cada nota aflautada aumentaba la deliberada hilaridad, que derivaba hacia el escándalo. La desdichada, que sudaba de dolor bajo su colorete, trató por un instante de luchar, después lanzó en derredor suyo, sobre la concurrencia, miradas desoladas, indignadas, que no hicieron más que redoblar los abucheos. El instinto de imitación, el deseo de mostrarse ingeniosas y atrevidas, hicieron entrar en el juego a algunas lindas actrices que no habían sido avisadas, pero que lanzaban a las otras miradas de complicidad maligna; se retorcían de risa, con violentas carcajadas, tanto que al final de la segunda canción, y a pesar de que el programa anunciaba cinco más, el director de escena hizo bajar el telón. Yo me esforcé por no pensar en este incidente más que en la aflicción de mi abuela cuando mi tío-abuelo, por verla rabiar, hacía tomar coñac a mi abuelo, ya que la idea de la perversidad era demasiado dolorosa para mí. Y sin embargo, de igual suerte que la compasión ante la desgracia no es muy exacta, acaso porque con la imaginación recreamos todo un dolor ante el que el desgraciado obligado a luchar contra él no piensa en enternecerse, así la perversidad no tiene probablemente en el alma del malvado la pura y voluptuosa crueldad que tanto daño nos hace al imaginárnosla. El odio la inspira; la cólera le da un ardor, una actividad que no tienen precisamente nada de gozosos; haría falta el sadismo para extraer de ella placer, y el malvado cree que es un malvado aquel a quien él hace sufrir. Raquel se figuraba, desde luego, que la actriz a la que hacía sufrir estaba lejos de ser interesante, en todo caso, que al hacerla abuchear vengaba al buen gusto burlándose de lo grotesco y dando una lección a una pésima compañera. Con todo, preferí no hablar de este incidente; ya que no había tenido valor ni poder para impedirlo, me hubiera dolido demasiado, si hablaba bien de la víctima, hacer que se asemejasen a las satisfacciones de la crueldad los sentimientos que animaban a los verdugos de la debutante.

Pero el comienzo de la representación me interesó además de otra manera. Me hizo comprender en parte la naturaleza de la ilusión de que era víctima Saint-Loup con respecto a Raquel, y que había abierto un abismo entre las imágenes que teníamos Roberto y yo de su querida cuando la veíamos aquella misma mañana bajo los perales en flor. Raquel desempeñaba un papel poco menos que de comparsa en la obrilla. Pero vista así era otra mujer. Tenía una de esas fisonomías que el alejamiento —y no necesariamente el que media entre la sala y el escenario, ya que en ese respecto el mundo no es sino un teatro más grande— dibuja y que, vistas de cerca, vuelven a caer convertidas en polvo. Cuando se estaba cerca de ella no se veía más que una nebulosa, una vía láctea de pecas, de granitos, nada más. A una distancia prudente todo ello dejaba de ser visible, y de las mejillas borradas, reabsorbidas, se alzaba como una luna en creciente una nariz tan fina, tan pura, que hubiera querido uno ser objeto de la atención de Raquel, volverla a ver siempre que a uno le apeteciera, tenerla junto a sí, si es que nunca la había visto de otra manera y de cerca. No era ese mi caso, pero sí el de Saint-Loup cuando la había visto trabajar por vez primera. Entonces se había preguntado cómo se acercaría a ella, cómo haría para conocerla; se había abierto en él todo un orbe maravilloso —aquel en que ella vivía—, de que emanaban deliciosas irradiaciones, pero en el que no podría penetrar él. Salió del teatro diciéndose que sería una locura escribirle, que no le contestaría, dispuesto a dar su fortuna y su nombre por la criatura que vivía en él en un mundo tan superior a esas realidades demasiado conocidas, un mundo embellecido por el deseo y por el ensueño, cuando vio que del teatro, un edificio vetusto y chiquito que parecía una decoración más, a la salida de las artistas desembocaba por una puerta el tropel alegre y graciosamente ensombrerado de las artistas que habían estado representando. Algunos jóvenes que las conocían estaban esperándolas. Como el número de peones humanos es menor que el de combinaciones que pueden formar, en una sala en que faltan todas las personas que podría uno conocer se encuentra a una a la que no se creía tener nunca ocasión de volver a ver, y que llega tan a punto que la casualidad parece providencial casi, a pesar de que otra cualquiera hubiese podido sustituirla de habernos hallado no en ese lugar, sino en otro diferente en el que habrían nacido otros deseos y hubiéramos encontrado algún otro antiguo conocido que secundase la obra de la casualidad. Las puertas de oro del mundo de los sueños habían vuelto a cerrarse tras Raquel antes de que Saint-Loup la hubiese visto salir del teatro, con lo que las pecas y los granitos tuvieron escasa importancia. Le desagradaron, sin embargo, en cuanto, al cesar de estar solo, no tuvo ya el mismo poder de ensoñar que en el teatro. Pero ese poder, bien que ya no pudiera darse cuenta de él, seguía rigiendo sus actos como esos astros que nos gobiernan merced a su atracción, incluso durante las horas en que no son visibles a nuestros ojos. Así, el deseo de la comedianta de finos rasgos, que ni siquiera estaban presentes en el recuerdo de Roberto, determinó que éste, abalanzándose al antiguo camarada que por casualidad estaba allí, se hiciese presentar a la persona sin rasgos y con pecas, puesto que era la misma, y diciéndose que ya más tarde trataría de saber cuál de las dos eran en realidad esa misma persona. Ella tenía prisa, ni siquiera dirigió de esa vez la palabra a Saint-Loup, y sólo varios días después había podido él por fin, consiguiendo que dejase a sus compañeras, volver con ella. La quería ya. La necesidad de ensueño, el deseo de ser dichoso merced a aquello con que se ha soñado hacen que no sea menester mucho tiempo para que uno confíe todas sus probabilidades de felicidad a la que pocos días antes no era más que una aparición fortuita, desconocida, indiferente, en las tablas del escenario.

Cuando, bajado el telón, pasamos al escenario, intimidado al pasearme por el escenario, quise hablar con vivacidad a Saint-Loup; de esa manera, mi actitud, como yo no sabía cuál debía adoptarse en aquellos lugares nuevos para mí, sería enteramente acaparada por nuestra conversación y los demás pensarían que yo estaba tan enfrascado en ella, tan distraído, que encontrarían natural que no tuviese las expresiones de fisonomía que hubiera debido tener en un sitio en que, entregado por completo a lo que estaba diciendo, sabía apenas que me encontraba; y cogiendo al vuelo, para ir más aprisa, el primer tema de conversación:

—¿Sabes —le dije a Roberto— que he estado a decirte adiós el día de mi marcha? Nunca he tenido ocasión de hablar de ello. Te he saludado en la calle.

—No me hables de eso —me respondió—, me ha tenido desolado; nos hemos encontrado junto al cuartel, pero no pude detenerme porque iba ya muy retrasado. Te aseguro que estaba consternado.

¡Así es que me había reconocido! Volvía a ver yo el saludo completamente impersonal que me había dirigido alzando la mano hasta el quepis, sin una mirada reveladora de que me conociese, sin un gesto que manifestase que sentía no poder pararse. Evidentemente, la ficción que en aquel momento había adoptado de no reconocerme había debido de simplificarle mucho las cosas. Pero a mí me dejaba estupefacto eso de que hubiera sabido detenerse tan rápidamente en ella y antes de que un reflejo hubiera revelado su primera impresión. Ya había observado yo en Balbec que, al lado de aquella ingenua sinceridad de su rostro, cuya piel dejaba ver por transparencia el brusco afluir de determinadas emociones, su cuerpo había sido admirablemente adiestrado por la educación en cierto número de disimulos de urbanidad, y, como un perfecto comediante podía, en su vida de regimiento, en su vida mundana, desempeñar uno tras otro diferentes papeles. En uno de sus papeles me quería profundamente, se portaba conmigo como si fuera hermano mío; había sido mi hermano, había vuelto a serlo; pero por un instante había sido otro personaje que no me conocía y que, alzando las bridas, encajado el monóculo en el ojo, sin una mirada ni una sonrisa, se había llevado la mano a la visera del quepis para devolverme correctamente el saludo militar.

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