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Authors: Manuel de Pedrolo
Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil
En año 7138 de la nueva era se rescata en extrañas circunstancias un libro enigmático, escrito más de cuatro mil años atrás, que habla de una civilización devastada por unos objetos voladores extraterrestres. Se trata de los cuadernos del Mecanoescrito del segundo origen que explica la historia de dos jóvenes superviventes, Alba y Dídac.
Manuel De Pedrolo
Mecanoscrito del segundo origen
ePUB v1.0
yaski11.12.11
Título original:
Mecanoscrit del segon origen
Traducción: Domingo Santos
© 1974 Manuel de Pedrolo
© 1986 Ediciones Orbis S. A.
© 2002 El Aleph Editores, S.A.
ISBN: 84-7634-437-6
Alba, una muchacha de catorce años, virgen y morena, regresaba del huerto de su casa con un cestillo de higos negros, de cuello largo, cuando se detuvo para reprender a dos chicos que pegaban a otro y le hacían caer en la alberca de la esclusa, y les dijo:
—¿Qué os ha hecho?
Y ellos le contestaron:
—No lo queremos con nosotros, porque es negro.
—¿Y si se ahoga?
Y ellos se alzaron de hombros, ya que eran dos muchachos formados en un ambiente cruel, con prejuicios.
Y entonces, cuando Alba dejaba el cestillo para lanzarse al agua sin ni siquiera quitarse la ropa, puesto que tan sólo llevaba unos shorts y una blusa sobre la piel, el cielo y la tierra empezaron a vibrar con una especie de trepidación sorda que se iba acentuando, y uno de los chicos, que había alzado la cabeza, dijo:
—¡Mirad!
Los tres pudieron ver una gran formación de aparatos que se desplegaban lentamente desde la lejanía, y eran tantos que cubrían el horizonte. El otro chico dijo:
—¡Son platillos volantes, tú!
Y Alba miró aún un momento hacia los extraños objetos ovalados y planos que avanzaban con rapidez hacia el pueblo mientras el temblor de la tierra y del aire aumentaba y el ruido crecía, pero pensó de nuevo en el hijo de su vecina Margarida, Dídac, que había desaparecido en las profundidades de la esclusa, y se lanzó de cabeza al agua, dejando atrás a los chicos, que se habían olvidado totalmente de su acción y ahora decían:
—¡Mira como brillan! ¡Parecen de fuego!
Y dentro del agua, cuando ya nadaba hacia las profundidades, Alba se sintió como arrastrada por la potencia de un movimiento interior que quería llevársela de nuevo hacia la superficie; pero luchó enérgicamente y con todo su brío contra las olas y los remolinos, que alteraban la calma habitual de la alberca, y braceó con esfuerzo para acercarse al lugar donde había visto desaparecer a Dídac.
Otra conmoción del agua, más intensa, la apartó de la ribera sin vencerla, puesto que ella le opuso toda su voluntad y los recursos de su destreza y, por debajo del vórtice que estaba a punto de dominarla, se sumergió aún más y nadó hacia las lianas que aprisionaban al chico.
Y sin tocar tierra, ahora en un agua que se había calmado repentinamente, arrancó a Dídac de las plantas trepadoras, entre cuyos zarcillos otros niños habían hallado la muerte, y sin que él le diera ningún trabajo, puesto que había perdido el conocimiento, lo arrastró con una mano, mientras con la otra y las piernas abría un surco hacia la superficie, donde su contenida respiración estalló, como una burbuja horadada, antes de seguir nadando hacia allí donde la ribera descendía al nivel del agua. Encaramándose ella e izando el exánime cuerpo del chico, aún tuvo tiempo de ver como la nube de aparatos desaparecía por el horizonte de levante.
Y sin entretenerse, Alba tendió a Dídac de bruces sobre la hierba de la ribera, le hizo sacar tanta agua como pudo, lo giró boca arriba al comprobar que aún no daba señales de vida, y hundió la boca entre los labios del muchacho para insuflarle el aire de sus propios pulmones, hasta que el chico parpadeó y se movió, como si aquella boca extraña le molestara.
Le quitó la ropa empapada para que el sol secara su cuerpo, lo friccionó, inclinada sobre él, y tan sólo entonces, cuando ya se recuperaba, se le ocurrió pensar que resultaba extraño que los dos chicos que lo habían empujado no hubieran acudido.
Y entonces vio que estaban tendidos en el suelo, inmóviles y con las facciones contraídas, como fulminados por un ataque de apoplejía que les había dejado la cara rosado—amarillenta. El cestillo se había volcado y a su alrededor se esparcían los higos, pero no los habían probado, pues tenían los labios sin mancha alguna. Dídac, que se incorporaba, preguntó:
—¿Qué están haciendo, Alba?
—No lo sé... Vámonos, no te quieren.
—¿Quieres decir que no están muertos?
Y entonces, Alba, girando sobre sí misma al advertir un gran desgarrón en su blusa, alzó la vista hacia el pueblo y abrió la boca sin que de ella brotara ningún sonido. Ante ella, a trescientos metros, Benaura parecía otro, más plano; bajo el polvo que colgaba sobre él, como una bruma sucia y persistente, las casas se amontonaban las unas encima de las otras, como aplastadas por una enorme y torpe mano. Volvió a cerrar los labios, los abrió de nuevo y exclamó:
—¡Oh!
E inmediatamente, sin acordarse de que la blusa ya no le ocultaba los pechos, echó a correr camino abajo.
Y en el pueblo no quedaba nada en pie. Los edificios se habían desmoronado sobre sí mismos, como si de golpe sus paredes hubieran flaqueado, y sobre sus escombros habían caído los tejados. Montones de piedras y de tejas partidas estaban diseminadas por las calles y cubrían principalmente las aceras, pero el hundimiento había sido demasiado a plomo como para dejar intransitables las vías más anchas, por donde ya corría el agua de las cañerías reventadas que, en algunos lugares, alzaban impetuosos géiseres entre la polvareda.
En muchos lugares, los muros seguían erguidos, como para contener en su interior el derramamiento de los pisos altos amontonados, en algunos casos, entre paredes que, pese a estar agrietadas, habían resistido el feroz impulso de un ataque aniquilador. Porque todo aquello lo habían hecho aquellos aparatos misteriosos. Alba estaba segura de ello.
Y por todas partes, medio sepultados por los escombros, en el interior de los coches detenidos, por las calles, había cadáveres, gran cantidad de cadáveres, muchos con el rostro contraído en un rictus extraño y la piel rosado—amarillenta. No los habían abatido ni las piedras ni las vigas caídas, puesto que algunos estaban tendidos en lugares despejados y yacían enteros, sin sangre visible ni heridas, simplemente caídos como bajo el rayo de la apoplejía. Otros, en cambio, colgaban del agrietado pavimento de los pisos o sacaban apenas un miembro, o la cabeza, de entre los escombros que los aprisionaban. Los conocía a casi todos: eran vecinos, amigos, gente a la que acostumbraba a ver cada día. También debían estar sus padres.
Y echó a correr de nuevo, ahora jadeando bajo un jirón de su blusa que se había atado al rostro como una mascarilla, para protegerse contra el polvo que la hacía toser.
Avanzó hacia la plaza, donde la torre del campanario, casi incólume, se alzaba enhiesta sobre las ruinas de la iglesia, que cortaban la entrada a las callejuelas de atrás, lo suficientemente estrechas como para obligarla a escalar montañas de muebles, de paredes, de cadáveres, y a dejarse deslizar hacia abajo por terraplenes cuya superficie rodaba bajo sus pies.
Fue orientándose por una geografía ciudadana ahora desconocida, atravesó el talud de unos bajos que se hundieron y casi la dejaron colgada, saltó un muro alto donde se enganchó una de las perneras de sus shorts, que se abrió de arriba a abajo, quedando retenida solamente por la trincha, y por una calle corta y despejada, pero inundada por una fuente improvisada, siguió corriendo hacia la esquina donde estaba su casa.
Y ahora la casa ya no estaba. Los dos pisos de la construcción se habían precipitado encima del techo de los bajos, que también debía, haber cedido, encajándose detrás de la puerta que ahora, con la pared ligeramente hinchada por la presión, cerraba la tumba dónde reposaban su padre, su madre, la hermana que tenía que casarse el mes próximo...
Alzó las manos, las aplastó contra la sólida madera y, luego, las fue dejando resbalar lentamente, con todo su cuerpo cediendo sobre sus desvalidas piernas, hasta que sus rodillas tocaron la tierra llena de cascotes, y toda ella, indiferente al dolor físico, se postró mientras murmuraba:
—¡Madre, Madre...!
Y sus labios temblaron con el llanto que le desencajaba el rostro, del cual se había deslizado la improvisada mascarilla, y sus manos, obstinadamente, seguían arañando la madera, donde fue perdiendo fragmentos de uña hasta que la pequeña voz inerte, que también lloraba, dijo a su lado:
—¿Y mi madre, Alba?
Dídac la había seguido desde la esclusa, había recorrido como ella las calles visitadas por la muerte, había saltado montañas de escombros y, por el laberinto de las callejuelas, se había dirigido hacia su propio hogar. Porque él vivía allí al lado, con Margarida, su madre, que años atrás había ido a servir fuera y se había dejado preñar por un negro.
Alba se abrazó a él, lo apretó contra sí con un gesto desesperado, pero interrumpió el llanto que aún anudaba su garganta y se fue alzando, sostenida por el cuerpo infantil, de nueve años, que suplicaba con un lloriqueo: —No ha muerto, ¿verdad?
Y había muerto. La encontraron junto al fogón, tras entrar en la casa por un agujero del techo, y aún sostenía en las manos una cuchara con la que iría a remover la pasta que se veía en una olla de barro, intacta. El muchacho se abrazó a ella con un gemido de bestezuela y la llamaba como si ella estuviera durmiendo y quisiera despertarla, mientras Alba acariciaba sus rizados cabellos y le dejaba desahogarse, ahora con los ojos secos, aunque su corazón se le hinchaba como si las lágrimas brotaran de él, entre las grietas de los arrítmicos latidos.
Dídac se aferró a ella como un náufrago que se agarra a un madero y le mojó las mejillas con su llanto mientras balbuceaba palabras sin sentido. Ella dijo:
—Han debido matar a todo el mundo.
Y mientras le explicaba lo de los aviones, que él no había visto porque estaba debajo del agua, oyeron un inesperado gorjeo que les hizo volver la cabeza hacia la ventana del patio, que aún conservaba el antepecho. E inmediatamente vieron la jaula, intacta, del pájaro, que agitaba las alas.
—¡El jilguero!
Dídac desprendió sus manos del cuello de Alba y se irguió:
—El Peque...
La muchacha, esperanzada, se estrujaba las manos contra su pecho para aquietar el corazón que casi le saltaba.
—¡No estamos solos, Dídac, no estamos solos!
Y lo estaban. No había quedado nadie de su especie, ni ningún mamífero. Como fueron viendo al abandonar la casa y recorrer los escombros, entre los cadáveres humanos y también cadáveres de perros, de gatos, y en el barrio de los campesinos, de mulas, de cerdos, de conejos que yacían en los establos y en los corrales. Habían quedado, sin embargo, las gallinas, que cacareaban entre los restos de las tapias, a trozos caídas, o que se subían a ellas con alocados aleteos, por entre los fragmentos de vigas enhiestos como partes de un esqueleto mal sepultado. Tampoco habían muerto las moscas que zumbaban en torno a las patéticas víctimas que ellos ni siquiera podían pensar en sepultar: había demasiadas.